lunes, 27 de septiembre de 2010

La Presencia del "OTRO" por Elías Quinteros

LA PRESENCIA DEL «OTRO»



Elías Quinteros


La visualización del «otro», en tanto sujeto diferente, como si fuese un enemigo, es algo que caracteriza a un sector de la sociedad argentina. Por otra parte, su mención en el pasado y en el presente, por exponentes de dicho sector, demuestra que no constituye un fenómeno superficial y pasajero. El problema del «otro», al igual que la cuestión de su tratamiento, plantea un desafío que atraviesa la historia y que, además, condiciona la realidad. Por ese motivo, su abordaje, más allá de los trabajos que lo analizaron con una mayor o menor seriedad, continúa configurando una tarea necesaria e impostergable.

La referencia al «otro», al que constituye un sujeto diferente, como si fuese un enemigo y, por ende, un ser a enfrentar, dominar y, si resulta necesario, destruir, es algo que caracteriza a un sector de la sociedad argentina. Tal actitud aparece con claridad cuando los exponentes de ese sector convierten en un objeto de burla, desdén u odio al ex presidente Néstor Kirchner, a la presidenta Cristina Fernández, a los integrantes del gobierno nacional, a los miembros de las agrupaciones peronistas y no peronistas que forman el kirchnerismo, a los peronistas en general y a todos los que simpatizan con los mencionados hasta aquí. Sin lugar a dudas, la visualización del «otro» como un elemento que atenta contra el orden existente y, en consecuencia, contra el «orden natural de las cosas», por quienes perciben la transformación paulatina y constante de su mundo «perfecto e inmutable», configura una realidad que revive lo peor del «gorilismo». Y, al hacer esto, actualiza algunas imágenes terribles del pasado: el bombardeo de Plaza de Mayo, el fusilamiento de los que quedaron tendidos en los basurales de José León Suárez, la represión de los que posibilitaron la «resistencia peronista», el horror de los campos clandestinos de la última dictadura y, en definitiva, la persecución, la privación ilegítima de la libertad, la tortura, la violación, la muerte y la desaparición física de miles y miles, mediante una multiplicidad de métodos aberrantes. Desafortunadamente, desde que la presidenta de la Nación y los representantes de la Mesa de Enlace se enfrentaron por el asunto de las retenciones, desnudando el poder de las franjas reaccionarias y «destituyentes» de la sociedad, más de un político profesional o amateur —independientemente de su identificación con la derecha, el centro o la izquierda—, emerge como un ejemplo vivo e inequívoco de lo expresado. Pero, la gente de la política o, mejor dicho, de la actividad partidaria no está sola en esta empresa. Un conjunto de sacerdotes, militares, jueces, empresarios y periodistas, entre otros, comparte sus opiniones e, incluso, sobrepasa el límites de las mismas con apreciaciones tan discriminatorias como las que aseveraban que el peronismo era el «aluvión zoológico» y que los peronistas eran los «cabecitas negras» que habían metido las «patas en las fuentes» y habían optado por las «alpargatas» en lugar de los «libros».
El hecho de despersonalizar al «otro», de privarlo de la condición de «persona», de convertirlo en un sujeto de segunda clase o, directamente, en «algo», presenta un lado práctico ya que el maltrato, la agresión y, asimismo, la eliminación de un ser que no es un «semejante», no representan un crimen. Y, por eso, no crean la posibilidad de sufrir una sanción de carácter jurídico o moral. Ni generan una sensación de culpa. Al respecto, recordemos lo dicho y lo escrito en más de una ocasión, por la gente «decente» de la sociedad nativa, con relación al «indio», al «negro» y al «gaucho». Y, después, evoquemos lo manifestado por esa misma «gente», sobre el inmigrante que llegó a nuestras costas para poblar nuestro país, es decir, sobre el «tano», el «gallego», el «ruso» y el «turco». Todos fueron catalogados como «bárbaros». Todos fueron considerados como seres indeseables. Todos fueron presentados como obstáculos para el avance de la «civilización» y el «progreso». Con un desparpajo absoluto, quienes no tenían una tez blanca y quienes, teniéndola, no actuaban según los valores europeos, las costumbres burguesas y las prácticas capitalistas, fueron descriptos hasta el hartazgo, con términos peyorativos, aterrorizantes y, en síntesis, condenatorios. La imagen terrorífica de los malones fue su asociada a la de las montoneras federales y, después, a la de las revoluciones radicales y a la de las huelgas anarquistas, socialistas, comunistas y, por último, peronistas. Y la figura de Juan Manuel de Rosas, en tanto representación de un «déspota sanguinario», fue relacionada con la de Hipólito Yrigoyen y, más tarde, con la de Juan Domingo Perón. Así, la historia argentina, por mérito de los que transformaron al país en una colonia británica que se dedicaba a la exportación de carnes y cereales, se convirtió en un relato que ensalzó los períodos que transcurrieron entre las tres «tiranías»: la del rosismo, la del yrigoyenismo y la del peronismo.
Actualmente, para muchos, las expresiones «paraguayo», «boliviano», «chileno» y «peruano», por ejemplo, tienen un significado similar al de la palabra «negro»: circunstancia que demuestra que esa denominación, además de comprender a los individuos del «interior» del país, también abarca a los de los países limítrofes y a los del resto de Latinoamérica. Después de todo, ellos, como los «negros» autóctonos, son sucios. Son borrachos. Son delincuentes. Y son vagos que, paradójicamente, quitan los empleos a los argentinos: empleos que, por otra parte, no despiertan el interés de la mayoría de nuestros conciudadanos porque aparecen ante sus ojos como ocupaciones humillantes. En este punto, el hecho de estar nacionalizados o de tener hijos argentinos no cuenta. Ellos no son de aquí. Y, por esa razón, están demás. Sobran. Sobran al igual que los que actúan como los «negros» aunque no tengan una piel oscura y que, en consecuencia, son «negros de mente» o «negros de alma». Sobran al igual que los orientales. Sobran al igual que los judíos y los musulmanes. Sobran al igual que los homosexuales. Sobran al igual que los comunistas. Y sobran al igual que los peronistas. Pero, esa sobreabundancia de lo indeseable, de acuerdo a la perspectiva de quienes custodian el verdadero «ser nacional», no debe provocar la sorpresa de nadie ya que vivimos en una sociedad que, por culpa de los «ex montoneros» que ejercen el gobierno, tolera los excesos más diversos: el de los «ex guerrilleros» que plantean ante «jueces garantistas», el supuesto menoscabo de sus «derechos humanos», con el propósito de lograr que los magistrados condenen a los militares y civiles que defendieron el modo de vida «occidental y cristiano»; el de los «piqueteros»; el de los sindicalistas; el de los «barrabrava», el de los «villeros»; y el de los estafadores, ladrones, secuestradores, violadores y homicidas que andan sueltos.
Mas, todo es inútil. El «otro» también se encuentra ahí, entre los miles de rostros normales que circulan por una calle, en un momento determinado. A veces, su figura aparece con nitidez, no obstante la fugacidad de esa aparición. Y, a veces, sucede lo opuesto. Sin embargo, siempre está. Siempre. Y esto es lo peor de todo. En muchas ocasiones, el «otro» no tiene el aspecto de alguien que es diferente. Por el contrario, su imagen es la de un gobernante, un ministro o un legislador que viste y habla con corrección; la de un intelectual que analiza un tema con agudeza; la de un vecino que saluda con amabilidad; la de un empleado; la de un amigo; y, en los supuestos más extremos, la de un pariente cosanguíneo o político. A pesar de las precauciones más sensatas, el «otro» puede compartir la mesa o la cama de quien vive feliz en medio de una sensación de seguridad que no es cierta. Puede estar al lado de cualquiera, sin que nadie pueda detectarlo, con un único y terrible propósito: el de aguardar el instante más propicio para lanzarse sobre su presa. Tal rasgo forma parte de su esencia, de su naturaleza, de su forma de ser. Y, por ello, es más fuerte que su voluntad. El «otro», aunque lo intente, no puede convivir con los que no son como él. Cuando está abajo, en el llano, sólo piensa en rebelarse. Y cuando está arriba, en el gobierno, sólo piensa en dominar. Para los «civilizados», él es una molestia, una maldición y un espejo. Al verlo, no ven un sujeto independiente. Ni ven a alguien que constituye su reverso. Simplemente, se ven a sí mismos sin ninguna clase de intermediación. Y eso los sorprende, los confunde y los aterra.

De cómo el Estado de 1880 no es un Estado Nación por Carla Wainsztok

De cómo el Estado de 1880 no es un Estado Nación



Carla Wainsztok


La oligarquía es “una categoría política que designa una forma de ejercicio de la dominación, caracterizada por su concentración y la angosta base social” (Ansaldi s/f) por lo tanto es una falacia afirmar que el Estado de 1880, es un Estado Nación. Ya que el Estado de 1880 se define “por la exclusión de la mayoría de la sociedad de los mecanismos de decisión política” (Ansaldi s/f). En tanto la base de sustentación de un Estado Nacional es la presencia del pueblo.

Consideramos que aquello que la “élite intelectual argentina tan homogénea como lúcida y despiadada hasta la complicidad” (Viñas: 1995, 10) denominaba proceso de organización nacional no era otra cosa que un imaginario de civilización y barbarie, de los que están “dentro y fuera de la ley”, de un nosotros y un ellos. Nosotros la familia, nosotros los amigos, nosotros los lectores, nosotros los alfabetos, nosotros la clase decente, nosotros los mejores, en definitiva nosotros la clase dominante.

Mientras el patriciado se repartía las tierras y hacia grandes negociados, algunos “bárbaros” comenzaban a desaparecer, y otros a resistir.

Las odas como las mieses y el ganado crecían junto a las penas. El payador cantaba pero los gauchos iban siendo silenciados. Las campanas de palo ya no suenan, las razones de los pobres gauchos no se escuchan.

Para comprender la gravedad de la situación sugerimos dos lecturas, una carta de un obrero alemán y el informe Bialet Massé. Es decir las penurias eran compartidas sin distinción por todos los trabajadores.

“Es probable que estos nuestros patrones que nos explotan y nos tratan como a esclavos intercepten nuestra correspondencia para que nuestras quejas no lleguen a conocerse. Lo que aquí se sufre es indescriptible. Vine al país halagado por las grandes promesas que nos hicieron los agentes argentinos en Viena (…) En Buenos Aires no se hallaba ocupación (…) Nos amenazaron con echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir como jornaleros para el trabajo de las plantaciones a Tucumán. Prometían que se nos daría habitación, manutención y $ 20 al mes de salario. (…). En la pulpería nos fían lo que necesitamos indispensablemente a precios sumamente elevados y el patrón nos descuenta lo que debemos en el día de pago. Los desgraciados que tienen mujer e hijos nunca alcanzan a recibir un centavo en dinero y siempre deben” (Wanza: 2001: 350)

En 1904, Joaquín V. González, ministro del Interior en el gabinete del Presidente Roca, encomendaba a un médico y abogado Bialet Massé un informe sobre la situación de las clases trabajadoras en las provincias. Lejos de poder sospechar que se trata de un texto anarquista, sorprende las coincidencias entre José Wanza y Bialet Massé. Los resultados del informe aparecieron publicados bajo el título Informe sobre el estado de la clase obrera.

“Cuando he visto en la ciudad de La Rioja, al obrero, ganando sólo 80 centavos, metido en la zanja estrecha de una cañería de aguas corrientes, aguantando en sus espaldas el calor de 57º, a las dos de la tarde; cuando se ha visto a la lavandera de Goya lavar la docena de ropa a 30 centavos, bajo un sol abrasador, cuando he visto en todo el Interior la explotación inocua del vale de la proveeduría; cuando he visto en el Chaco explotar al indio como bestia que no cuesta dinero, y cuando he podido comprobar, por mi mismo, los efectos del a ración insuficiente en la debilitación del sujeto y la degeneración de la raza, no han podido menos que acudir a mi mente aquellas leyes tan previsoras que todos y otros detalles que se han reproducido en cuanto se ha creído que faltaba el freno de la ley.” (Bialet Massé; 1986, 17)

Volvamos por un momento a Tucumán, allí donde dejamos a José Wanza, “llevados por la curiosidad penetramos un día en un conventillo[1] (…) En medio de aquel muladar estaba el pozo y al lado de este tres bateas, en una de ellas había un montón de ropa que reclamaba no agua y jabón sino el horno crematorio o por lo menos la estufa de desinfección (…) sobre esta almacén de microbios, basura y podredumbre, un niño de mirada imbécil entreteníase en chupar la punta de uno de aquellos inmundos trapos, mientras en la otra, cruzadas las piernecitas, la tenue caita presentando distintos ejemplares para un estudio geológico, tal debía ser el número de capas superpuestas en las que es indudable figuraban sobre el terreno primario hasta el de una nueva formación, desde la sílice, carbón, cal, hulla, etc.,” (Bialet Massé; 1986, 206)

En 1899, el autor de Juvenilia presentó un proyecto de ley, la llamada Ley de Residencia. “Muy tempranamente había declarado su admiración por esa herramienta que ha encontrado en la legislación francesa y a la que llama ‛deliciosa ley de expulsión de los extranjeros’ (Terán; 2008, 46)

En 1902 se promulgaba la ley de Residencia y en 1903 Cané se preguntaba “¿Dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando, nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupaciones que servir bien y fielmente? El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo esto. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, se viste mejor que nosotros” (Cané: 1919, 123)

Las ideas discriminatorias de Cané lamentablemente aún retumban en estos tiempos, sus resonancias las pudimos percibir contra los festejos del Bicentenario, contra la ley de matrimonio igualitario. Nosotros y ellos.

Hubo que esperar hasta la mitad del siglo XX para que en la Argentina surgiera un Estado nacional y por ello popular. Algo que felizmente parece insinuarse nuevamente.



Bibliografía

Ansaldi, Waldo FRIVOLA Y CASQUIVANA, MANO DE HIERRO EN GUANTE DE SEDA

Bialet Massé, Juan (1986) Informe sobre el estado de la clase obrera. Hyspamérica Ediciones, Buenos Aires.

Cané, Miguel (1919) Prosa ligera, La Cultura Argentina, Buenos Aires

Terán, Oscar (2008) Vida intelectual en el Buenos Aires fin- de- siglo (1880-1910) FCE, Buenos Aires.

Viñas, David (1995) Literatura argentina y política, Sudamericana, Buenos Aires


Wanza, José (2001) Carta de José Wanza a EL Obrero en CARTAS QUE HICIERON LA HISTORIA Mónica Deleis, Ricardo de Titto, Diego Arguindeguy.
[1] La palabra conventillo, es un diminutivo peyorativo de convento y se lo llama allí por que las habitaciones son comparables con las celdas de un convento

lunes, 20 de septiembre de 2010

América es bonita, profunda y latina. Por Carla Wainsztok

América es bonita, profunda y latina



Carla Wainsztok

a Lola, Patricia y Facundo

¿Quién alguna vez no deseo conocer el origen de su nombre? Junto con los nombres individuales también es necesario conocer los nombres colectivos.

Nombrar no es un dato menor. Por ello en los diversos mitos de origen, cada palabra, cada nombre se relaciona con las creaciones. Nombrar es también dar sentido.

Hemos sido privados de nuestros recursos económicos y de nuestros relatos. Nos han saqueado económicamente y culturalmente. Ya casi no recordábamos los nombres de América. Hoy los tiempos son otros y comenzamos a buscarnos, a reconocernos. Ahora comenzamos a realizar un arqueo económico y cultural, y junto al arqueo estamos recuperando fábricas, leyendas, identidades, historias, pedagogías, y hasta el propio nombre. “De este modo, la historia de los nombres viene a ser la historia de la aparición de un sujeto que los enuncia” (Roig, 2009:28)

Para los pueblos originarios de Panamá somos Abya Ayala.

El primero en decir Nuestra América fue Francisco de Miranda.

Para Bolívar se trataba de la América Meridional.

América Latina fue enunciada por el escritor chileno Francisco Bilbao en una conferencia dictada en París el 24 de junio de 1856.

En 1891, el cubano José Martí escribía un ensayo bello que se llamó Nuestra América

Hacia los años 20 en el Perú Mariátegui y Haya de la Torre la nombran Indoamérica.

En 1922 Manuel Ugarte, pensador argentino, publica un texto que se llama La Patria Grande.

A estos nombres debemos incorporar ALBA; UNASUR. Es cierto no queremos olvidar al Caribe y no estamos dispuestos a hacerlo.

Cada mañana un/a latinito/a que nace nos convida con la posibilidad de nuevas palabras, de nuevas prácticas, de nuevos sueños y renombra “el deber urgente de nuestra América (…) enseñarse como es, una en alma e intento” (Martí; 2005: 13)


Martí, J. (2005) Nuestra América y otros ensayos, Buenos Aires, El Andariego.
Roig, A. (2009) Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, Buenos Aires, Una ventana.