viernes, 27 de diciembre de 2013

Reflexiones decembrinas por Elías Quinteros


REFLEXIONES DECEMBRINAS

por Elías Quinteros

1. Desde hace un rato, y por una diversidad de razones, venimos tocando la banquina. La ausencia de Cristina Fernández de la escena política tras su intervención quirúrgica fue compensada en parte por el resultado de las elecciones legislativas (un triunfo electoral a nivel nacional con cinco derrotas distritales de importancia), y por el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa iniciada por el Grupo Clarín (un pronunciamiento demorado que reconoció la constitucionalidad de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual). Por otro lado, las desinteligencias que habían enrarecido el panorama político y económico fueron subsanadas con el retorno de la Presidenta, la modificación del equipo gubernamental y el protagonismo del Jefe de Gabinete. Pero, el acuartelamiento de la policía de la mitad de las provincias, la creación de «zonas liberadas» en varios puntos del país, los saqueos que se produjeron con la complicidad policial, la pérdida de vidas y bienes como consecuencia de esos saqueos, la obtención de incrementos salariales de consideración por parte de los efectivos sublevados, la ola de calor, la interrupción del suministro eléctrico en forma reiterada, y las incomodidades sufridas por miles y miles de argentinos a raíz de esa circunstancia, descolocaron al gobierno. Con relación a esto, debemos efectuar una aclaración que no es menor. Ni las policías provinciales, ni las variables climatológicas, dependen del Poder Ejecutivo Nacional. Pero, este último no puede actuar con relación a la cuestión policial y a la cuestión energética como si no tuviese ninguna responsabilidad. En el primer supuesto, estamos ante una situación que fue dejada al cuidado discrecional de los gobernadores. Y, en el segundo, nos hallamos ante una que no fue abordada oportunamente. En ambas situaciones, la Casa Rosada se encontró de golpe ante problemas graves, complejos y generadores de descontento social. Al respecto, debemos mencionar que las personas que padecieron el efecto de los saqueos porque la policía creó una «zona liberada» o que perdieron los alimentos que tenían en las heladeras de sus comercios porque la gente consumió una cuota mayor de energía eléctrica no entienden de jurisdicciones. Sólo sienten que sufrieron un perjuicio porque se quedaron sin seguridad o sin luz: algo que, según el caso, se produjo por culpa de la policía, la compañía que provee la electricidad, el gobernador de la provincia, el Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Presidenta de la Nación e, incluso, el Presidente de Venezuela o el Presidente de los Estados Unidos. Mas, la multiplicidad de responsables reales o aparentes no evita que los reclamos terminen repercutiendo de una manera inexorable en la Casa de Gobierno.

2. ¿Qué es un policía? No es una cosa. Es un individuo. Es una persona. Es un ciudadano. Algunos policías creen que integran una casta y que, por esa razón, están en un estrato superior respecto de los ciudadanos comunes. Pero, como contrapartida, algunos ciudadanos comunes piensan que los policías constituyen una especie inferior que sólo existe para realizar el «trabajo sucio» en las sociedades. Ni lo uno ni lo otro. Los que son policías y los que no lo son, es decir, los que son simples civiles, tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones. Aparte de esto, ¿también es un trabajador? Algunos dicen que sí. Otros dicen que no. Y, dentro de los que dicen que sí, algunos afirman que es un trabajador como los demás. Y otros, por el contrario, afirman que es un trabajador diferente, especial, único. Veamos. Un policía realiza un trabajo, dentro de un horario, bajo las órdenes de un empleador o patrón (el Estado), a cambio de un salario. Por ende, está en una relación de dependencia: algo que lo iguala con el resto de los trabajadores que se encuentran en una relación similar. La circunstancia de prestar un servicio público lo equipara, entre otros supuestos, con los trabajadores de la educación y con los trabajadores de la salud. Y el hecho de manejar un arma, algo que es propio de su actividad, no lo distingue palmariamente de los que transforman con una frecuencia alarmante, a sus vehículos y a sus herramientas de trabajo, en instrumentos que funcionan como artefactos letales. Entonces, ¿tiene derecho a sindicalizarse? Como en los casos anteriores, algunos dicen que sí. Otros dicen que no. Y, dentro de los que dicen que sí, algunos sostienen que eso incluye el derecho a intervenir en una huelga. Y otros, en cambio, sostienen lo opuesto. Para estos últimos, la sindicalización apunta a la existencia de una representación legítima que pueda negociar los salarios y el resto de las condiciones laborales. Pero, ¿podemos considerarlo un trabajador y, no obstante, negarle tal derecho sabiendo que el mismo configura el recurso extremo de los trabajadores, el que garantiza que sus demandas sean escuchadas? Y, por otra parte, ¿la decisión de negárselo puede evitar que proteste por una causa que le parezca justa interrumpiendo su labor?

3. En realidad, la sociedad argentina no sabe cómo tratar a sus policías. Y no lo sabe porque tiene una relación ambivalente con la institución policial. Por un lado, comprueba que ésta contribuye al mantenimiento del orden existente: lo cual le brinda una sensación de seguridad. Y, por el otro, percibe con frecuencia que muchos de sus efectivos aparecen vinculados, directa o indirectamente, a actividades delictivas: lo cual le transmite la sensación contraria. Esto explica por qué muchas personas comunes tienen una imagen de los agentes policiales que oscila entre la confianza y la desconfianza o, dicho de otra forma, entre el respeto y el miedo. De un modo llamativo, más de un ciudadano siente que el policía que tiene la obligación de protegerlo puede ser un corrupto, un delincuente más peligroso que los que no usan un uniforme o un incapaz que puede herir o matar a cualquiera de una manera accidental. En el imaginario de la sociedad, el agente policial no sólo es un individuo que arriesga su vida por unos pesos. También es un deshonesto que usufructúa los beneficios de la ilegalidad: desde el que «manguea» una pizza hasta el que participa en las ganancias de la prostitución, el robo de ganado, el robo de automotores, la piratería del asfalto, el contrabando, el tráfico de drogas, etc. Tal particularidad despierta en la «gente» la sensación de estar a merced de bandas armadas que, además, cuentan con la complicidad de los gobernantes y los jueces. Desafortunadamente, la creación de «zonas liberadas» durante el acuartelamiento de la mitad de las fuerzas provinciales y la complicidad de una parte de los involucrados en los saqueos que acontecieron en más de una ciudad, alimentan el «sentimiento antipolicial» que distingue a algunos sectores de la sociedad: situación que rememora el «sentimiento antimilitar» que existió durante muchos años, como consecuencia de la actuación de las fuerzas armadas durante la última dictadura. Asimismo, la multiplicación de las protestas; la actitud adoptada durante su desarrollo por algunos agentes y ex agentes del orden (una actitud que adquirió en más de un caso el aspecto de un chantaje descarado y brutal); y la superposición de los reclamos con el 10 de diciembre, o sea, con el Día de los Derechos Humanos; dan la razón a los que hablan de un movimiento desestabilizante. Sin embargo, tengamos un poco de cuidado. El estallido policial no sólo aprovechó el hambre que existe en algunos bolsones de pobreza. También usufructuó la desigualdad que existe entre las franjas más ricas y las franjas más pobres; la desigualdad que existe entre los trabajadores formales o «trabajadores en blanco»; y la desigualdad que existe entre estos (que tienen incrementos salariales, aguinaldo, vacaciones pagas y prestaciones de una obra social), y los trabajadores informales o «trabajadores en negro» (que no tienen dichos beneficios, ni tienen la tranquilidad que deriva de la continuidad laboral): desigualdades que generan diferenciaciones y resentimientos.

4. Dicen que la interrupción del suministro de la energía eléctrica, por parte de las empresas que tienen a su cargo la prestación de ese servicio, no está relacionada con su producción, ni con su transporte, sino con su distribución. Dicen que los problemas que impiden la distribución normal de la energía constituyen la consecuencia de la falta de inversión privada. Y dicen que las empresas prestatarias no van a realizar las inversiones que son necesarias para que el sistema eléctrico funcione en la forma adecuada —inversiones que, por otra parte, no fueron efectuadas en el pasado, a pesar de las obligaciones asumidas legalmente—, porque eso reduce su margen de ganancia. Entonces, ¿por qué no dejamos de perder el tiempo? ¿Por qué no hacemos lo mismo que realizamos con otras empresas? ¿Por qué no adoptamos las medidas adecuadas para que el Estado Nacional se encargue nuevamente de la distribución de la energía? El incremento de la demanda de electricidad por la ampliación de la infraestructura industrial y por la multiplicación de los aparatos electrodomésticos y, en especial, de los aparatos de aire acondicionado que son utilizados por la población, no es algo malo. Por el contrario, es algo excelente. En el primer caso, trasluce el incremento de la producción y, en el segundo, el incremento del consumo: dos hechos que evidencian el éxito del modelo. Pero, esto —que es más que meritorio—, pierde su valor si el gobierno no controla el estado de la red de distribución eléctrica, sabiendo que la demanda crece de un modo inevitable cuando la temperatura alcanza niveles insoportables. Pretender que la sociedad haga un uso racional de la energía, apelando exclusivamente a la buena voluntad de la «gente», es ingenuo. Por desgracia, más de un individuo no se caracteriza por su solidaridad, sino por su egoísmo. Y, además, pretender que haga eso mientras los edificios gubernamentales, las plazas, las fuentes y los monumentos, están iluminados en la totalidad de su plenitud, resulta ofensivo.

5. Celebramos con razón el crecimiento de la industria de la construcción. Pero, no pensamos que la sustitución de una casa por un edificio de varios pisos multiplica la demanda de energía eléctrica, gas natural, agua potable, etc. Celebramos con razón el crecimiento de la industria automotriz. Pero, no pensamos que la multiplicación de vehículos incrementa el problema del tránsito. Celebramos con razón el crecimiento de la industria en general y del consumo de los que integran las clases medias y bajas. Pero, no pensamos que el aumento de las ventas de electrodomésticos y, en particular, de los aparatos de aire acondicionado, acrecienta la demanda de energía. Es decir, celebramos con razón el éxito de un modelo de país. Pero, no prevemos los efectos indeseables de ese éxito. Aquí, la solución no consiste en enfriar la economía o, dicho de otra forma, en dejar de construir, en dejar de fabricar automóviles, en dejar de producir y en dejar de consumir electrodomésticos. La solución pasa por la planificación. Debemos establecer los sitios que son edificables y la clase de construcciones que están permitidas en esos sitios para que los lugares naturales no desaparezcan y para que los centros urbanos no sean islas de cemento y asfalto que crecen descontroladamente. Debemos establecer los sitios y los horarios que son transitables, y la clase de vehículos que están autorizados a transitar por esos sitios, para que las rutas y las avenidas no sean un caos que se expande con el transcurso del tiempo. Debemos establecer y fomentar las producciones que son necesarias o convenientes según los planes gubernamentales para que la actividad productiva no sea algo desbocado que produce bienes que no son requeridos o que no son requeridos en la cantidad deseada. Y debemos fomentar y controlar el consumo razonable de los bienes y de los recursos para que la sociedad argentina no tenga dos clases de individuos: los que pueden disfrutar de tales bienes y de tales recursos y los que, a diferencia de los anteriores, no pueden hacerlo.

6. Los argentinos tenemos algunas particularidades. Una de ellas consiste en celebrar la Navidad como si estuviésemos en el hemisferio norte, rodeados por la nieve, con una temperatura que hace tiritar de frío. Y, a raíz de esto, no sólo elaboramos comidas que no corresponden a climas cálidos. También repetimos las mismas una semana más tarde, cuando festejamos el Año Nuevo. No obstante lo dicho, desde hace un tiempo, cualquiera puede apreciar que muchas familias modificaron sus hábitos culinarios: algo que las llevó a sustituir las cenas abundantes en cantidad y calorías por las preparaciones frías y sencillas. Sin duda, las tradiciones pesan. Pero, las decisiones de los que no consumen carnes porque son vegetarianos; los que no comen alimentos con sal, «picantes» o grasas, porque eso no condice con su edad o su salud; los que no toman bebidas alcohólicas porque carecen de esa costumbre o porque tienen que manejar un automóvil después de la cena; los que no encienden el horno de su cocina porque tal experiencia resulta insoportable cuando la temperatura es elevada; los que no adquieren algunos de los productos que suelen aparecer en los comercios porque no están al alcance de sus bolsillos; y los que no llenan sus heladeras, a diferencia de otras épocas, porque temen que un «corte de luz» pueda arruinar lo comprado; pesan mucho más. Detengámonos un instante en esto último. La ausencia de luz arruina cualquier celebración que acontezca en el verano. Después de todo, los ventiladores, los aparatos de aire acondicionado y las heladeras no funcionan. Las bebidas frescas desaparecen. Las carnes, las mayonesas y las cremas se descomponen. Y los helados se derriten. Mas, lo peor no radica en el hecho de estar a oscuras, ni en la circunstancia de sufrir los efectos de un calor excesivo y prolongado, ni en el deterioro inevitable y criminal de los alimentos, ni en la pérdida dineraria que lo anterior implica, sino en la mezcla de impotencia y bronca que se apodera de las personas comunes y corrientes, cada vez que éstas comprueban que no pueden luchar contra fuerzas que las superan en poder. Ciertamente, el desarrollo de las fiestas de fin de año, el incremento del calor, el colapso del suministro eléctrico y la desaparición del modernismo por culpa de los «cortes», tienen la virtud de alterar el humor de los hombres y de las mujeres: situación que, tarde o temprano, convierte a la Presidenta en la culpable de todo.

7. Recientemente, quienes amamos la Argentina padecimos una pérdida invaluable y, además, insustituible. Para tristeza y dolor de más de uno, Nelly Omar —esa representante extraordinaria y grandiosa del canto popular que superó el siglo de existencia con una vitalidad, una entereza y una dignidad admirables—, se marchó. Y, en el instante mismo de hacerlo, la muerte nos dejó sin la musa inspiradora de Homero Manzi; sin «Malena»; sin «La descamisada»; sin la mujer de mirada profunda y sonrisa amplia que aparece en la tapa de «Por la luz que me alumbra»; sin la cantora de tangos, milongas y valses que llenó el Luna Park cuando tenía cien años; y sin la intérprete «criolla» que en estos momentos, al igual que una estrella, brilla junto a Tania, Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Tita Merello, Sofía Bozán, Ada Falcón, Libertad Lamarque, Juanita Larrauri, Herminia Franco, Amanda Ledesma, Sabina Olmos y Elba Berón. Indudablemente, ella fue una figura de dimensiones colosales: una figura que encarnó la historia de la Argentina, la historia del arte nacional y la historia del peronismo. Su vida, que ya forma parte de la leyenda, es un ejemplo para todos. Conoció el éxito, la fama y la gloria. Después, sufrió la proscripción con estoicismo, sin renegar de sus convicciones ni de sus actos. Y, después, renació como el sol de la mañana, cuando muchos creían que era un fantasma del pasado. A su lado, las epopeyas de otros son tan pequeñas que resultan insignificantes.

martes, 17 de diciembre de 2013

Una voz peronista por Elías Quinteros

UNA VOZ PERONISTA

Elías Quinteros

Piero Bruno Hugo Fontana, más conocido como Hugo del Carril, nació hace más de un siglo, el 30 de noviembre de 1912, en la ciudad de Buenos Aires. Pero, el aniversario de su nacimiento —al igual que el de Arturo Martín Jauretche y el de John William Cooke, que vinieron al mundo el 13 de noviembre de 1901 y el 14 de noviembre de 1919, respectivamente—; no mereció ninguna recordación especial. Por lo visto, el peronismo tiene un problema grave. No puede o no quiere recordar a las personas que lo engrandecieron con su militancia. Y, a raíz de ello, permite que el recuerdo del nombre, la vida y la obra de un argentino excepcional se disipe poco a poco, de una manera lamentable e irremediable. Actualmente, muchos jóvenes ignoran que Hugo del Carril, el individuo que motiva este breve escrito, fue un hombre inigualable que se destacó en el mundo de la música, como cantante de tangos, y en el mundo del cine, como actor, guionista, productor y director. Asimismo, dichos jóvenes desconocen que la transcendencia de su labor artística, una labor extensa y rica que quedó asentada en sus grabaciones discográficas y en sus realizaciones cinematográficas, no alcanzó una dimensión mayor que la que tuvo porque el «gorilaje» nunca perdonó que su voz inmortalizase la versión oficial de la «Marcha Peronista». Ese hecho, asimilable a un «crimen» según algunos, lo privó de la libertad tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón y, además, le impidió trabajar en más de una ocasión. Desde una perspectiva femenina, es decir, desde la perspectiva de las madres y de las tías de los que arañamos la media centuria, fue un «galán», un «buen mozo», un «churro» que cautivaba con su mirada seductora, su sonrisa amplia y sus expresiones porteñas. Y, desde una perspectica masculina, fue un «tipo con una pinta bárbara» que derretía a las «minas» y que, a diferencia de otros «tipos con «facha», siempre conservó un «aspecto varonil»: un aspecto que siempre estuvo asociado a la imagen de un hombre «hecho y derecho», de un hombre de «principios», de un hombre de «palabra» que podía «plantarse en la vida», por una causa noble y justa, cuando las circunstancias lo requerían.

Sin caer en ninguna exageración, su intervención en la cultura «tanguera» fue decisiva. Como cantante, interpretó las obras de muchos de los «grandes»: las letras de Algel Villoldo, Pascual Contursi, Celedonio Flores, Enrique Santos Discépolo, Enrique Cadícamo, Alfredo Le Pera, Homero Manzi, José María Contursi y Homero Expósito; y las composiciones musicales de Samuel Castriota, Pedro Maffia, Edgardo Donato, Juan de Dios Filiberto, Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Sebastián Piana, Juan Carlos Cobián, Pedro Laurenz, Juan D‘Arienzo, Domingo Federico y Mariano Mores. Y lo realizó con un estilo personal, tan personal que se diferenció de los demás. Su voz se transformó en algo inconfundible. Y, por eso, cualquiera podía reconocerla cuando surgía de un tocadiscos o una radio. No en vano, al escuchar sus registros, podemos apreciar la técnica del que sabe cantar y la pasión del que siente con intensidad cada palabra que pronuncia y cada nota que emite. Sin duda, tuvo un magnetismo especial como Carlos Gardel y como Julio Sosa. Y, quizás, por estas razones, se convirtió en una de las expresiones más notorias de la música rioplatense: una forma musical que, aunque otorgaba al tango un lugar central, no renegaba del vals, ni de la milonga, ni del candombe, entre otros ritmos.

A la par de lo dicho, este representante del barrio de Flores, que perteneció a la generación de los que enlazaron el tango con el cine y el cine con los públicos masivos, descubrió los secretos del «séptimo arte» con actores como Tito Lusiardo, Florencio Parravicini, Enrique Serrano, Santiago Gómez Cou, Enrique Roldán y Luis Sandrini; con actrices como Mercedes Simone, Libertad Lamarque, Irma Córdoba, Delia Garcés, Sabina Olmos, Amanda Ledesma, Ana María Linch y Aída Luz; y con directores como Manuel Romero, Luis César Amadori, Luis José Moglia Barth, Luis José Bayón Herrera y Mario Soffici. O sea, aprendió con muchos de los que transformaron al cine nacional en un rival formidable del cine estadounidense que era capaz de triunfar en el mercado latinoamericano. Después, tomó la experiencia adquirida junto a esos «monstruos» de la actividad fílmica, durante años y años de trabajo. La reunió con su capacidad creativa. Y, finalmente, la volcó en cada una de sus realizaciones logrando que una de ellas, «Las aguas bajan turbias», quedase en un lugar privilegiado dentro de la historia cinematográfica de la Argentina. Tal obra —una denuncia basada en la novela «El río oscuro» de Alfredo Varela, que retrata la dureza de la vida de los hombres que trabajaban en los yerbatales del Alto Paraná—, figura a la altura de creaciones tan antológicas como «Pelota de trapo» de Leopoldo Torres Ríos; «La guerra gaucha», «Los isleros» e «Hijo de hombre» de Lucas Demare; «Dios se lo pague» de Luis César Amadori; «Safo, historia de una pasión» y «El angel desnudo» de Carlos Hugo Christensen; y «El hombre que debía una muerte» de Mario Soffici: películas que enlazan lo dramático con lo social, lo histórico, lo policial, lo pasional y/o lo erótico.

Un día de 1949, como consecuencia de un pedido del «General», gravó la «Marcha» o, cariñosamente, la «Marchita». A partir de ese instante, su fama como intérprete de tal composición partidaria superó a su fama como intérprete de tangos. Y su voz, unida para siempre a unos versos y unos compases de autoría controvertida, se volvió más conocida que su rostro y su nombre. De un modo progresivo, la misma dejó de ser suya. O, con más claridad, dejó de ser parte de un hombre. Y pasó a ser parte de la «Marcha» y, en cierta forma, del peronismo, como un elemento que estuvo presente en mil resistencias, en mil protestas y en mil celebraciones. Hoy, por el planteamiento de cuestiones legales que están relacionadas con la propiedad intelectual, por la aparición de una multiplicidad de versiones que responden a los estilos musicales más diversos o por alguna otra causa, la escuchamos poco o nada. Cada día, el silencio la apaga un poco más. Y, al hacerlo, incrementa la distancia que nos separa del hombre que sigue cantando a los «muchachos peronistas» cuando ponemos su inimitable grabación.