viernes, 14 de marzo de 2014

UN TIPO FUERA DE SERIE por Elías Quinteros

UN «TIPO FUERA DE SERIE»
Elías Quinteros

Se llamaba Oscar Valero. Y era un «tipo fuera de serie». Poseía la sabiduría que aparece con el paso de los años. Hablaba con el conocimiento de un hombre común que había adquirido la condición de un trabajador, con el conocimiento de un trabajador que había adquirido la condición de un universitario y con el conocimiento de un universitario que había adquirido la condición de un docente. Pertenecía a la clase de peronistas que tienen al peronismo en sus genes. Y, por eso, sufría cuando las obras del gobierno nacional que recordaban al peronismo originario corrían algún peligro. Era inflexible con los opositores que añoraban los tiempos del neoliberalismo y con los peronistas que trataban de sabotear el proyecto de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. No actuaba con ceguera, ni con ingenuidad. Percibía perfectamente las limitaciones y los errores gubernamentales. Y, por dicha razón, su adhesión al Frente para la Victoria, aunque se caracterizaba por su amplitud y su sinceridad, no llegaba a la obsecuencia. Quienes tuvimos la dicha de conocerlo lo apreciamos de inmediato. No hacerlo resultaba imposible. Su aspecto impecable, su trato amable y respetuoso, su espíritu generoso, su inteligencia penetrante, y sus comentarios atinados y precisos, conquistaban a todos con una facilidad increíble. Detentaba una virtud que no abunda: la de cautivar en el acto con su forma de ser. A su lado, siempre disfrutábamos de una ocurrencia graciosa o una anécdota querible. No era extrovertido. Ni era vanidoso. Figuraba entre los hombres sencillos que conversan en voz baja y piden permiso en el momento de abrir una puerta. Su imagen —la de un señor mayor de pelo corto y canoso, anteojos, sonrisa tenue y abdomen importante—, inspiraba ternura. Y esto último constituía algo generalizado.

La política y la historia lo apasionaban. Por ello, dedicaba una parte de su tiempo al análisis del presente y el pasado de nuestro país. Deseaba que las personas advirtiesen que el discurso de los «medios dominantes» y las páginas de la «historia mitrista» contenían una cantidad impresionante de falsedades y tonterías. Sin embargo, no se engañaba. Ni se mentía. Comprendía que el desmantelamiento del modelo cultural implantado por el menemismo representaba una empresa gigantesca: una empresa que requería años y años de dedicación y perseverancia. Seguramente, halló la inspiración y las fuerzas necesarias para superar sus instantes de descorazonamiento en la figura de José Gervasio Artigas: ese caudillo notable y entrañable que consiguió el apoyo y la lealtad de su pueblo; gobernó democráticamente la «campaña» de la Banda Oriental; implementó una reforma agraria en los territorios que estaban bajo su mando; promovió el federalismo; extendió el ámbito de su influencia política sobre Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe y Córdoba; defendió la idea de la «Patria Grande»; enfrentó en forma simultánea a las tropas «godas», «lusitanas» y «porteñas»; y, al final, murió en el Paraguay, tras pasar tres décadas en la condición de exiliado. A diferencia de Domingo Faustino Sarmiento —que veía en este exponente de la causa americana el origen de la totalidad de los males argentinos—, él —al igual que otros—, veía una encarnación auténtica de lo popular, lo democrático, lo federal y lo latinoamericano.

Como muchos de su edad, sentía que la «década ganada» había satisfecho sus expectativas de una manera inesperada y generosa. Pero, «no comía vidrio». Entendía que el comienzo de la historia argentina no estaba en los hechos del 25 de mayo de 2003, sino en los acontecimientos del 25 de mayo de 1810 e, incluso, antes; que la historia del país no configuraba un relato autónomo, sino uno que formaba parte de la historia del continente; y que las cuestiones que habían aflijido a Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva o Néstor Kirchner, no diferían de los asuntos que habían preocupado a los líderes del movimiento independentista del siglo XIX. A todas luces, era un hombre de pensamiento avanzado. No obstante, no pudo profundizar sus ideas. Las molestias de una enfermedad incurable y, luego, la llegada de la muerte, no le permitieron cumplir ese cometido. Se fue de este mundo en febrero, en el mes de su cumpleaños. Y nos dejó con un dolor profundo, inmenso e indescriptible. En lo personal, yo sé que lo extrañaré, que lo extrañaré mucho y que, además, lo recordaré de un modo inevitable, cuando vea su imagen en una fotografía, cuando consiga un paquete de yerba «Andresito», cuando pase por la localidad de Merlo, cuando visite la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires o cuando piense en el Instituto Superior Dr. Arturo Jauretche, entre otras cosas.