miércoles, 27 de agosto de 2014

UNA FICCIÓN REAL por Elías Quinteros

UNA FICCIÓN REAL

Elías Quinteros

Un teatro es como una iglesia, como una universidad, como un museo, como un estadio. Es un sitio especial. Es un sitio que se diferencia de los demás. Quien ingresa en uno experimenta inmediatamente una sensación extraña, tan extraña y tan particular que las palabras no pueden describirla con exactitud. No obstante, cualquiera puede decir que es algo que conmueve y que, por encima de todo, modifica el estado del alma. Nadie sale de un teatro tal como ingresó, a menos que la capacidad para el asombro y para la emoción esté anulada por completo. Desde los tiempos de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, cuando los griegos creían que la consagración de una tragedia o una comedia era tan importante como la obtención de un triunfo olímpico o una victoria militar, el teatro, tal como lo conocemos en occidente, es una expresión artística que retrata situaciones humanas. Mediante los actores que interpretan sobre un escenario a personajes reales con algo de ficción y a personajes ficticios con algo de realidad, nos brinda una imagen trágica, dramática, cómica o absurda de nosotros mismos. En cada representación o, por lo menos, en cada representación que nos impacta hondamente, una parte de nosotros, pequeña o grande según las circunstancias, se identifica con los personajes que aparecen en las escenas olvidando durante unos instantes que unas personas, es decir, que unos seres de carne y hueso se ocultan detrás de las palabras, los silencios, las expresiones y los movimientos que posibilitan las actuaciones. Sin duda, debemos mucho, mucho más de lo que suponemos, a Shakespeare, Molière, Goethe, Ibsen, Chéjov, Laferrère, Pirandello, García Lorca, Ionesco, Miller, etc.

Innegablemente, una obra teatral tiene algo mágico. Y la obra de Nicholas Wright titulada La Señora Klein no constituye la excepción. La misma (interpretada aquí, en la Argentina, por María Leal, como Melanie Klein, Fabiana García Lago, como Melitta Schmideberg, y Laura López Moyano, como Paula Heimann, bajo la dirección de Eva Halac, en el Teatro La Comedia), narra el encuentro de Melanie Klein (una de las psicoanalistas más destacadas del siglo XX), con su hija (la psicoanalista Melitta Schmideberg) y con su futura discípula (la psicoanalista Paula Heimann), en una noche del año 1934. Tiene como trasfondo a la muerte de Hans (hijo mayor de Melanie y hermano de Melitta que, según esta última, no murió como consecuencia de un accidente, sino de un suicidio). Y muestra sin tapujos el enfrentamiento que se produce entre un ser (que antepone la teoría del psicoanálisis a la exteriorización de las emociones, transformando a las personas en objetos de estudio con el propósito de interpretar su comportamiento), y otros dos (que reaccionan ante tal actitud). En este punto, debemos resaltar que el personaje principal (una mujer divorciada de cincuenta y dos años de edad que alumbró tres hijos; que consiguió el respeto intelectual de figuras tan notables del psicoanálisis como Sandor Ferenczi, Karl Abraham y Ernest Jones; y que tuvo que exiliarse en la ciudad de Londres por culpa del nazismo); ignora que el futuro le reconocerá la creación del psicoanálisis de niños y le deparará la oposición despiadada de Anna Freud (la hija menor de Sigmund Freud), y la hostilidad de sus visitantes (Melitta y Paula).

De acuerdo a la visión de Wright, Melanie Klein es una persona dura, dura como una piedra que no tiene fisuras y que no sucumbe ante los embates del tiempo, la naturaleza y los hombres. Pero, también es una persona que trasluce, a su pesar, algunos trazos de fragilidad: como la adicción a la bebida y al tabaco, como el desagrado que la lleva a reaccionar violentamente cuando Melitta le informa que eligió como analista a Edward Glover (un psicoanalista que no gozaba de su amistad, ni de su admiración profesional), y como el dolor que la dobla sobre el piso, mientras llora y admite que perdió a Hans, su primogénito, para siempre. Quien la ve y la escucha desde el comienzo hasta el final de la obra siente que está ante un ser único, brillante y omnipotente que racionaliza todo, que organiza la vida en base a las categorías psicoanalíticas, que se esfuerza para que la realidad quepa dentro su marco conceptual y que arrolla a cada objeto y a cada individuo que obstruye su camino. Para ella, el mundo es un consultorio gigante. Los hombres son unos pacientes que necesitan ayuda. Y la existencia es una terapia. Pero, ¿por qué razón presenciamos por más de una hora una disputa que involucra a tres mujeres y que acontece en una habitación? ¿Qué nos atrae en realidad? ¿Qué nos subyuga? ¿La disputa en sí misma? ¿Las características de esa disputa? ¿Las cuestiones que quedan al descubierto a medida que los personajes exteriorizan sus conflictos? ¿La interpretación psicoanalítica de cada palabra y cada situación? ¿O el acomodamiento de las interpretaciones para que las posturas ajenas siempre sean las equivocadas? Claramente, no nos limitamos a observar las escenas. También intervenimos en ellas. Y, en gran medida, esto es el resultado de la labor de las actrices: tres mujeres que logran que sus personajes resulten cercanos y creíbles. Por lo visto, los actores son unos ilusionistas, unos simuladores, unos farsantes maravillosos e irresistibles que se apropian momentáneamente de vidas ajenas. Los autores son sus instigadores directos. Y los espectadores, por momentos, son sus cómplices.