Elías Quinnteros
Murió. Esa es la verdad, la verdad despiadada. Su vida se apagó de repente, en un instante. Y, tras la brevedad de ese instante tan breve, la noticia de su fallecimiento, al igual que un mazazo terrible, golpeó a millones de argentinos sin ninguna compasión. Con toda franqueza, nadie puede afirmar si murió antes de tiempo o si, en cambio, murió en el momento oportuno. Del mismo modo, nadie puede aseverar si el hecho de creer en la existencia de un momento ideal para la llegada de la muerte, algo que distingue a muchas personas, constituye una ingenuidad o no. Sólo podemos decir que se fue, que se marchó de improviso y que se alejó para siempre del mundo de los vivos. Seguramente, a esta altura de los acontecimientos, ya debe hallarse con Juan Domingo y con María Eva. Después de todo, honró su memoria al sacar a la Argentina del «Infierno», al realizar una labor extraordinaria a favor de la unidad continental y al devolver la dignidad, la esperanza y la alegría a millones de hombres y mujeres que habían perdido las ganas de vivir. Hizo mucho, más de lo que muchos esperaban. Y, al proceder de esta manera, conquistó el corazón de su pueblo: un pueblo que, según las constancias de la historia, no lamenta la muerte de cualquiera.
Sólo los necios y, por lo tanto, los que no aceptan lo evidente, pueden dudar de la sinceridad de las personas que llenaron la Plaza de Mayo en la noche del miércoles maldito; de las que esperaron en la calle, durante horas y horas, con un estoicismo admirable, para ingresar por unos instantes en la Galería de los Patriotas Latinoamericanos; de las que pasaron por delante del féretro que contenía al ex presidente, como las aguas inacabables y constantes de un río de dolor, sin otra finalidad que la de despedir al «pingüino» que había partido; y de las que acompañaron el paso del cortejo fúnebre, desde la Casa Rosada hasta el Aeroparque, bajo una lluvia intensa, fría y persistente que descendía sobre la ciudad acentuando el abatimiento de un viernes gris y triste. Unicamente, los representantes de la necedad más increíble e inquietante pueden decir que desconocen el significado de esos ojos enrojecidos por el llanto que decían todo sin decir nada; o que desconocen el significado de esas bocas que mordían el silencio, que hablaban con una voz quebrada, que cantaban, que exteriorizaban su apoyo a la presidenta y que agradecían a Néstor el otorgamiento de una jubilación, la percepción de la Asignación Universal por Hijo, la obtención de un empleo o, simplemente, la posibilidad de comer, entre otros beneficios; o que desconocen el significado de esas manos que saludaban con timidez, que arrojaban un beso, que hacían la «v» de la victoria y que, al adoptar el aspecto de un puño, se elevaban en el aire con una actitud desafiante; o que desconocen el significado de esos brazos abiertos y extendidos que trataban de tocar las maderas del cajón y de rodear el cuerpo de Cristina.
Aunque resulte desconcertante, injusto e inadmisible, quien hizo que millones rieran, creyeran, soñaran, lucharan y, por último, lloraran en forma desconsolada, ya no se encuentra aquí, entre nosotros. Ahora, Cristina —la mujer que perdió al compañero de su vida, la madre que perdió al padre de sus hijos y la presidenta que perdió al socio de su proyecto político—, debe demostrar a todos que la profundización del modelo es posible a pesar de la ausencia de Néstor: su inspirador. Y, mientras lo hace, debe contener el llanto. Este, para su desgracia, es un lujo que no está a su alcance. Y, por otra parte, también es un rasgo de debilidad que puede desmoralizar a propios y alegrar a extraños. En el momento más doloroso su existencia, de acuerdo a su confesión pública, debe ser fuerte, tan fuerte como una leona que protege a su manada, sin descuidar el movimiento de los buitres y las hienas que miran desde lejos.