jueves, 28 de julio de 2016

CONVERSACION CON UNA MUJER DE OCHENTA Y TRES AÑOS DE EDAD por Elías

CONVERSACIÓN CON UNA MUJER
DE OCHENTA Y TRES AÑOS DE EDAD

“SANTAFECINA, PROTESTANTE Y PERONISTA”

Entrevista a Elida Aguirre


“En mi lecho de enferma / extendí mis manos. / Y pedí perdón por mis pecados / y paz para mi alma. / Después, sentí que un ángel se agarraba de ellas. / —Vamos. —Me dijo. —Te mostraré el Reino. / Y juntos fuimos hacia el infinito. / El me preguntó: / —¿Te gusta? Esta es la Tierra Prometida. / Asombrada, le contesté: / —¡Es hermosa!... / Pero, con curiosidad, me dije: / —¿Estaré en ella? / El, sonriendo, miró mis ojos y exclamó: / —Eso… Sólo lo sabe Dios” (EA, Sólo lo sabe Dios, 2004).


Mamá nació el 11 de febrero de 1933, en el norte de la provincia de Santa Fe, en la localidad de Alejandra. Según Guido Abel Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra, esta localidad, que constituye una comuna en el presente, está emplazada en un territorio que fue conocido como el Pájaro Blanco, durante la segunda mitad del siglo XIX. Tal territorio fue objeto de un movimiento colonizador que originó cuatro poblaciones de residentes extranjeros junto al río San Javier: la colonia de estadounidenses denominada California; al norte de ésta, la colonia de galeses denominada Galesa; al norte de ésta, la colonia de franceses denominada Eloísa o Francesa; y, al norte de ésta, la colonia de ingleses e italianos denominada Alejandra. Ninguna escapó al paso del tiempo. Las tres primeras desaparecieron. Y la cuarta quedó reducida a las dimensiones de la localidad que tiene su nombre. Esta última, la designada como Alejandra, fue instalada por Thomson Bonar y Cía. (un banco londinense que asumió el compromiso de poblar una parte del Pájaro Blanco, al suscribir un contrato de colonización el 15 de octubre de 1870, cuatro días después de la sanción de la ley provincial que autorizó la concreción de ese acto). Dicha suscripción ocurrió a unos meses de la muerte del mariscal Francisco Solano López, en la batalla de Cerro-Corá; de la finalización de la Guerra del Paraguay, Guerra de la Triple Alianza o Guerra de la Triple Infamia (con arreglo a la expresión de Juan Bautista Alberdi); y de la devastación del Estado guaraní: un Estado de 1.500.000 habitantes que ―de acuerdo a José María Rosa, en La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas―, exportaba una cantidad apreciable de yerba, tabaco y madera; gozaba de una balanza comercial que era favorable; carecía de una deuda externa; y tenía un telégrafo, un ferrocarril, una flota mercante y una capital moderna que poseía edificios tan notables como el Palacio Nacional, el Oratorio de la Virgen, el Teatro, el Club Nacional, etc.

Conforme a Raúl Scalabrini Ortiz, en Historia de los ferrocarriles argentinos, una comisión designada por el gobierno nacional informó en su momento que la provincia de Santa Fe no tenía tierras fiscales para liquidar y, en consecuencia, para obtener los fondos que eran necesarios para la expropiación de las propiedades que la autoridad había cedido al Ferrocarril Central Argentino, a excepción de las que existían entre Melincué y el río Carcarañá, las que existían entre San Javier y Cayastá, las que existían junto a la frontera cordobesa y las que existían en el norte, en donde el gobierno provincial ya había vendido algunas a una empresa colonizadora. Innegablemente, lo último se refiere al Pájaro Blanco. Por desgracia, el autor no individualiza la empresa, ni especifica la fecha del informe. Y, por eso, no se puede decir si esa expresión aludía a Thomson Bonar y Cía.; a Marshall, Pearssen, Lonbotton, Broadbent y Mc Donell (la firma que transmitió sus derechos a la responsable de la fundación de la colonia); o, en cambio, a la Cía. de Colonización El Rey (la firma que exploró las tierras fiscales que estaban ubicadas entre San Javier y el arroyo El Rey, antes de la aparición de las dos anteriores). En cambio, se puede garantizar que Thomson Bonar y Cía. no actuó en ningún instante como una entidad benefactora, sino como la impulsora de un emprendimiento inmobiliario que consistía básicamente en la adquisición barata de un conjunto de tierras y en la colonización de las mismas con un grupo de personas que pudiesen pagarlas. Según Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, en Felipe Varela contra el Imperio Británico, esta firma administró el guano peruano antes que la empresa Gibbs Hnos. y Cía. (que contribuyó a la producción de la Guerra del Guano o Guerra del Pacífico). Prestó dinero a Chile para que financiase la lucha contra España, durante el conflicto que lo enfrentó con ese país. Prestó dinero a Uruguay para que costease la lucha contra el Paraguay, durante la Guerra de la Triple Alianza. Y tuvo vinculaciones financieras con Paraguay y con Argentina, tras la finalización de la tragedia que devastó la tierra guaraní.

Desde un principio, la colonia tuvo dos ámbitos diferentes: el de la colonia en sentido estricto y el de la villa o pueblo que se encontraba dentro de la misma. La colonia, es decir, la porción de territorio que comprendía al pueblo recibió el nombre de Alejandra, en homenaje a la hija de Cristian IX (rey de Dinamarca), esposa de Eduardo (príncipe de Gales), y nuera de Victoria (reina de Gran Bretaña e Irlanda). En cambio, el pueblo tuvo originariamente la denominación de Santa Catalina, por el barco que trajo a Andrés Weguelin (el joven que fundó la colonia y murió en la misma durante un ataque de los indios). Sin duda, el creador de Alejandra fue un joven idealista y emprendedor. Sin embargo, no hubiese llegado muy lejos sin la ayuda económica de su familia. Al respecto, Tourn Pavillon, en Historias de Pioneros, afirma que este representante de Bonchurch (población ubicada en el extremo sur de la Isla de Wight), fue hijo de Catherine Hammersley y Thomas Matthias Weguelin (socio principal de Thomson Bonar y Cía. e integrante del directorio del Banco de Inglaterra, desde 1838 hasta 1853); nieto de Emily Thomson y Charles Hammesley; y bisnieto de Charlotte Jacob y John Thomson (fundador de Thomson Bonar y Cía., una empresa de Londres con una sucursal en San Petersburgo que ya comerciaba con Rusia y con los puertos del Mar Báltico, a fines del siglo XVIII). Por lo tanto, provenía de una familia aristocrática que se dedicaba a los negocios financieros. En sus comienzos, la colonia dispuso de varios comercios (un almacén, una panadería, una carnicería, una carpintería y una herrería); una hacienda respetable (caballos, yeguas, bueyes de labor, vacas lecheras y vacunos en general); y una infraestructura importante para la actividad agropecuaria (un vaporcito para las comunicaciones con la población correntina de Esquina Grande y para el traslado de los colonos hasta dicha localidad; una chata de hierro para las cargas y para el transporte de los animales vacunos que era arrastrada por el río; varios arados; una trilladora Robey que era tirada por un vapor de caminos Thomson Road Steamer, es decir, una máquina parecida a una locomotora que poseía ruedas con llantas de goma para transitar por los caminos y los campos; varias segadoras; una máquina para hacer ladrillos; y un molino harinero a vapor).

Pero, la administración fue ineficiente y abusiva. El 5 de marzo de 1883, Thomson Bonar y Cía. hipotecaron la colonia a favor de Adelaida Josefina Delawe. Y, dos años después, el 13 de abril de 1885, la vendieron a la sociedad de hecho que estaba compuesta por Antonio Zubelzu y Juan M. Ortiz. Esto marcó el fin del emprendimiento. Muchos pobladores abandonaron el lugar y, por lo tanto, perdieron el dinero que habían pagado hasta ese momento, por las concesiones que habían recibido. A diferencia de ellos, los restantes continuaron abonando sus cuotas y abrazaron la actividad ganadera. Uno de los aspectos más curiosos o, por lo menos, más llamativos de este período, está constituido por el involucramiento de la colonia en los asuntos políticos de la provincia. Así, Leoncio Gianello, en Historia de Santa Fe, dice que la revolución que estalló el 17 de marzo de 1877 (un pronunciamiento encabezado por el ex gobernador Patricio Cullen), contó con el apoyo de algunos colonos extranjeros. Tal revolución fracasó porque sus partidarios fueron derrotados el 20 de marzo, en el combate de Los Cachos, por las fuerzas gubernamentales del coronel Romero. Por su parte, Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra y en Historias de Pioneros, confirma la participación de los alejandrinos en la revolución. Y, además, agrega que Patricio Cullen, el líder de la misma, fue perseguido, derribado de su caballo, lanceado y decapitado por una partida de soldados que respondían al gobierno provincial.

Elías Quinteros —¿Qué recordás de Alejandra? ¿Cómo era en los tiempos de tu infancia y tu juventud?

Elida Aguirre — Era un pueblo chico. Vivía de la actividad agrícola y ganadera. Tenía calles de tierra, veredas anchas con paraísos y jacarandás de proporciones importantes y casonas con galerías, jardines cubiertos de flores, patios grandes, pozos de agua y cocinas amplias que servían de comedor diario.

EQ —¿Algo en particular perdura en tu mente?

EA —Sí, varias cosas. La plaza, la Comuna, la Iglesia Metodista y la escuela. También las costas del río San Javier, los ceibos en flor, los sauces llorones que tocaban el agua con sus hojas y las islas con su flora y su fauna.

EQ —Una de las atracciones del pueblo está constituida por el edificio de la Iglesia Metodista: un edificio declarado Monumento Histórico Comunal y Monumento Histórico de la Provincia que guarda debajo del piso, en una cripta subterránea, los restos de seis hombres que fueron muertos por los indios (Andrés Weguelin, Etienne Rostán, George Rogers, Arturo L. Powys, Charles Murray y Melitón Larguía). Originariamente, este templo no estuvo vinculado al metodismo sino al anglicanismo. El 29 de septiembre de 1878, una de las fechas paradigmáticas de los alejandrinos, los colonos ingleses fundaron la Iglesia de San Andrés (una iglesia anglicana que fue denominada de ese modo en recuerdo del creador de la colonia). Al comienzo, la misma funcionó en el granero de la administración colonial. Y, a partir del 20 de julio de 1879, lo hizo en el edificio que todos pueden apreciar en estos días. Sin embargo, esto no duró mucho tiempo. Y, por este motivo, la Iglesia Metodista terminó adquiriendo dicha construcción. ¿Qué podés decir de este templo?

EA —El mismo era un edificio que se destacaba, entre otras cosas, por su campana (que era escuchada con claridad, a una distancia considerable, cada vez que anunciaba el comienzo del culto o la presencia de los indios en las cercanías), y por su órgano (que era utilizado para el acompañamiento de los himnos, durante el desarrollo de las ceremonias religiosas).

EQ —Siempre decís que hiciste tus estudios primarios en el pueblo. Eso significa que fuiste a la actual Escuela Provincial N° 438 “Joaquín V. González” (un establecimiento educativo que fue fundado en 1919, con la denominación de Escuela Elemental Mixta, para suplir la desaparición de la Escuela Elemental Mixta Sección Centro). ¿Qué podés comentar acerca de ella?

EA —La escuela estaba situada frente a la plaza, en una esquina. Reproducía la forma de una “L”. Tenía puertas altas, ventanales y techo de tejas rojas. Y comprendía una dirección, tres aulas, una sala de música que poseía un piano, una biblioteca, un baño para los varones, uno para las mujeres y una vivienda para el director y su familia. Delante del edificio, entre la fachada de éste y el tejido de alambre que se alzaba en el límite de la vereda, a unos pasos de una hilera de paraísos, un jardín brindaba el colorido de sus rosas, sus jazmines y sus malvones. Y detrás, más allá de la galería que posibilitaba el juego de los alumnos en los días de lluvia, un patio de tierra se extendía con tranquilidad, hasta el alambrado que lo separaba de un campito que era utilizado por los chicos para jugar a la pelota. La escuela funcionaba de lunes a sábado. Los grados eran mixtos. Las clases correspondientes a primero, primero superior y segundo eran impartidas durante la tarde, para proteger a los más pequeños del frío. Y las correspondientes a tercero, cuarto, quinto y sexto eran impartidas durante la mañana. A su vez, las concernientes a los dos últimos eran dadas en la misma aula porque los alumnos que llegaban hasta esos grados eran pocos. En algunos casos, los padres necesitaban que sus hijos los ayudasen con las tareas agrícolas. En otros, enfrentaban problemas de carácter económico. Y, en otros, pensaban que sus hijos sólo necesitaban aprender a leer y escribir. Todos los alumnos llevaban un guardapolvo blanco y una cartera de cuero que contenía sus útiles escolares (un libro de lectura, un cuaderno, un cuaderno de caligrafía, un cuaderno de dibujo, un lápiz común, una goma de borrar, varios lápices de colores, un regla, varias acuarelas y, a partir del tercer grado, una lapicera, una escuadra, un compás, etc.). Los chicos usaban el pelo corto, tan corto que las orejas y la nuca quedaban al descubierto. Y las chicas, por su parte, acudían con el pelo trenzado y, en su defecto, atado con una cinta. Unos y otros tenían una educación común: lenguaje, lectura, caligrafía, aritmética, geometría, música, dibujo, historia, geografía, gimnasia y religión. No obstante, cualquiera podía advertir una diferencia. Los chicos tenían jardinería y las chicas, labores (una materia que implicaba el aprendizaje de costura, bordado y tejido).

EQ —El pueblo era el centro de la actividad ganadera de la zona. Por ese motivo, otro de los elementos edilicios que lo caracterizaban de un modo especial estaba constituido por la feria de ganado. ¿No es cierto?

EA —Sí, la feria de ganado estaba emplazada cerca del pueblo. Los lotes (grupos grandes o pequeños de vacas, vacas preñadas, vacas con crías, vaquillonas, toros o novillos), eran puestos en los corrales. Y eran observados durante la noche. Al día siguiente, durante la mañana, los animales eran vendidos por kilo. Después, los lotes rematados eran llevados hasta la balanza. Y, allí, bajo el control de los vendedores y los compradores, eran pesados. Estos remates (que atraían a propietarios de estancias y a representantes de frigoríficos), reunían a muchos compradores. Algunos eran conocidos porque pagaban bien. Otros, en cambio, porque eran pichincheros. Al terminar la venta, cada comprador juntaba sus animales y formaba una tropa que era conducida hasta sus campos por troperos contratados al efecto.

EQ —Algunos aprovechaban esa feria para bañar la hacienda.

EA —Por supuesto.

EQ —¿Y eso cómo era?

EA —Tras ser puestos en un corral, los animales pasaban de uno en uno, por una manga. Y, después, entraban al baño (que era alargado y que, además, tenía la profundidad necesaria para que pudiesen zambullirse por completo). Ahí, la persona que estaba encargada de bañarlos tomaba un palo largo que tenía la forma de una “V” en una de sus puntas. Y con él, empujaba la cabeza de cada una de las reses hacia abajo.

EQ —Por el hecho de estar emplazada junto al río, Alejandra linda con un territorio que está plagado de islas. Según tu opinión, ¿qué particularidades definían a cada una de ellas, cuando vos vivías en tus pagos?

EA —Las islas que existen entre el río San Javier y el río Paraná, los dos ríos más importantes de la zona, eran ricas en árboles, arbustos, plantas, juncos y camalotes. Allí, ceibos, sauces llorones, aromos, espinillos, laureles, zarzaparrillas y mburucuyás, al igual que palos azules, colas de caballo, pajas bravas, espadañas, totoras y plantas de irupé, coexistían con pirinchos, martines pescadores, urracas, pájaros carpinteros, horneros, teros, palomas, chajás, bandurrias y lechuzas, con garzas blancas y rosadas, gallinetas, martinetas, perdices, carpinchos, nutrias, iguanas, yacarés, serpientes de cascabel, ñacaninás y, por extensión, con sábalos, dorados, palometas, pacúes, surubíes, bagres, moncholitos, mojarritas y rayas.

EQ —¿Esas islas pertenecían a alguien?

EA —Sí, sus dueños eran ganaderos. Cada uno tenía un islero que recibía la denominación de puestero. Este vivía en el lugar con su familia. Vigilaba la hacienda. Pescaba, cazaba, sembraba y criaba aves para su consumo. Vendía los cueros de los animales cazados. Compraba sus provisiones en el pueblo. Y, cuando las crecientes eran grandes, dejaba la zona.

EQ —¿Y eso acontecía con frecuencia?

EA —A veces, las crecientes no cubrían los lugares altos. Pero, a veces, tapaban todo. Inutilizaban los pasos que eran empleados por la hacienda. Y sólo las copas de los árboles quedaban fuera del agua. En esas ocasiones, los animales cruzaban los ríos nadando. Las personas que los guiaban durante el trayecto iban montadas sobre sus caballos o prendidas a las colas de estos. Y algunas canoas completaban la escena transportando la ropa de los jinetes, los recados y los terneritos pequeños.

EQ —¿La gente sabía si una creciente iba a producirse?

EA —La gente podía anticipar la llegada de las crecientes fuertes por las señales de la naturaleza.

EQ —¿Por ejemplo?

EA —Las aves que cruzaban el cielo durante días y días. O los carpinchos, las nutrias, los yacarés y las víboras que aparecían en las costas.

EQ —La localidad tenía una cantidad importante de arroceras.

EA —Sí. Y todas ocupaban muchas hectáreas. La más grande pertenecía a la familia Paduán. En ellas, los peones contratados al efecto hacían de todo. Cuadriculaban el terreno con tapias (terraplenes de tierra que tenían la misión de retener el agua). Aumentaban la cantidad de ésta a medida que las plantas crecían, cuidando que sus puntas no se mojasen. Y continuaban de esta manera hasta que las espigas se endurecían. Luego, retiraban el agua. Aguardaban durante unos días hasta que el suelo estuviese seco. Cortaban el arroz (tarea que era realizada con una hoz y que, por ello, obligaba a estar doblado durante su desarrollo). Y hacían conjuntos de parvas con lo cortado, poniendo las espigas hacia adentro para que las lluvias no las humedeciesen. Por último, tras el paso de las máquinas desgranadoras, colocaban los granos en bolsas que visitaban el secador y, después, el molino. Allí, esos granos eran despojados de su pelecho. Y, por medio de sarandas, los que estaban enteros eran separados de los que estaban quebrados.

EQ —Vos trataste durante tu infancia y tu juventud a los hombres de campo.

EA —Sí.

EQ —¿Cómo eran?¿Qué tenían de original?

EA —Básicamente, eran hombres que andaban a caballo. Yo sólo puedo recordarlos encima de un colorado, un tordillo, un malacara, un pinto, un tostado, un doradillo, un zaino o un manchado, entre otros, con los elementos que les permitían montar a cada uno de esos ejemplares (las bajeras, la carona, la montura, el cojinillo, los estribos, el freno, las riendas, el lazo, el rebenque, etc.). También eran hombres que vestían con practicidad y elegancia (sombrero de paño, pañuelo de seda alrededor del cuello, camisa de poplín, cinto de cuero con hebilla o con rastra de plata, bombachas de gabardina anchas y tableadas, y botas acordeón).

EQ —En líneas generales, todos atesoraban un conjunto increíble de creencias y saberes.

EA —Sí, los hombres de campo de mis tiempos sabían que el florecimiento de la escoba dura o de la cebollita real durante una sequía, la presencia de una pila de tierra encima de la boca de un hormiguero y la opacidad de las estrellas, anunciaban la cercanía de una tormenta; que la imagen de un sol rojizo que desaparecía durante la tarde, detrás de unas nubes de una coloración similar, anunciaba la llegada o la continuación de una sequía; que la huida de las aves de las islas anticipaba la llegada de una crecida; que el viento norte alteraba a las personas que habían sufrido la picadura de una víbora; que las papas que habían quedado bajo los rayos del sol resultaban verdosas y gomosas; que el pescado que había quedado bajo la luz de la luna enfermaba a la persona que lo comía; que el cabello cortado durante el cuarto creciente crecía más rápido; y que las plantas sembradas durante esa fase lunar producían muchas ramas y daban pocos frutos o pocas semillas. Consideraban que si se perdían en una tierra desconocida debían soltar las riendas del caballo para que el animal los llevase de vuelta al hogar; o debían poner la cabeza en el lado opuesto al del ocaso en el momento de acostarse, a fin de tener la posibilidad de orientarse al día siguiente, aunque el cielo estuviese nublado; o debían observar los pastos al despertarse ya que los mismos solían inclinarse hacia el lado de la salida del sol. Y, aunque parezca sorprendente, creían que los perros que aullaban desgarradoramente durante la noche se callaban si alguien colocaba sus alpargatas con la suela hacia arriba.

EQ —El mate formaba parte de su cultura.

EA —Ciertamente.

EQ —Ahora, los mates están construidos con los materiales más diversos. Pero, antes, la gente de tu pueblo los hacía con el fruto de una planta trepadora que tiene ese nombre. ¿Cómo los preparaban?

EA —Eso requería el cumplimiento de varios pasos. En principio, las personas aguardaban la maduración de los frutos de esa planta. Seleccionaban los que se destacaban por su forma y su tamaño. Atravesaban el extremo más fino de cada uno con un alambre. Y formaban una especie de collar. Después, untaban los futuros mates con un poco de grasa (lo cual les otorgaba un brillo y un color muy lindo). Y colgaban ese collar junto a una chimenea para que el calor y el humo los curase, es decir, los hiciese resistentes. Cuando necesitaban uno, elegían el que atraía su atención. Cortaban con un cuchillo el extremo más fino. Lo hervían durante un rato. Y, finalmente, raspaban su interior con una cuchara, a fin de retirar los filamentos que le daban un sabor amargo y desagradable.

EQ —Sin embargo, la cuestión no concluía ahí porque el mate tenía su técnica y su simbología.

EA —Exacto. En mis tiempos, por ejemplo, para evitar que se lavase, el cebador o la cebadora, según el caso, cuidaba que el agua de la pava no hirviese. Humedecía la yerba con un chorrito de agua tibia o fría antes del inicio de la cebada. Y vertía el agua caliente sobre la parte inferior de la bombilla que había quedado al descubierto. El mate amargo recibía el nombre de cimarrón. Y el mate dulce, por su parte, era conocido como el mate de mujeres. Algunas personas, para modificar su sabor, le agregaban una cucharadita de café, una cascarita seca de naranja, unas hojitas de menta o unas hierbas medicinales. Los chicos no mateaban mientras los adultos lo hacían porque eso era considerado una falta de respeto. Quien estaba satisfecho y, por lo tanto, no quería un mate más, decía: ¡Gracias!. Y el hombre que caía bajo los encantos de la cebadora solía exclamar: ¡Qué ricos mates!, ¿Me cebaría toda la vida?, ¡Qué pena irme! ¡Estaban tan ricos! o ¡Gracias! ¡No me dé más así regreso!.

EQ —Algo que mezclaba el trabajo y la diversión era la actividad de la yerra. ¿En qué consistía con exactitud?

EA —Las yerras eran una fiesta. Y el hecho de ser invitado a una de ellas constituía un honor. El responsable de la misma convocaba a sus vecinos, o sea, a los propietarios de las estancias cercanas, para que concurriesen con sus familias y con sus peonadas. El espectáculo era maravilloso. Algunos reunían los terneros. Otros los enlazaban. Otros los pialaban. Otros los volteaban tras tirar de sus colas. Otros lo sujetaban. Y, finalmente, el marcador retiraba la marca de la fogata que la mantenía caliente. Recorría la distancia que lo separaba del animal que yacía sobre la tierra. Y lo marcaba con rapidez, para evitar que la pieza de hierro se enfriase. En esa oportunidad, el ternero también era castrado, señalado (identificado con un corte que era efectuado en sus orejas), y descornado (privado de sus guampas). Entre chistes, bromas, risas y algunos traguitos de caña o ginebra, los peones realizaban cada una de esas tareas. Pero, por culpa de esos traguitos, en algunas ocasiones, el marcador no ponía la marca en la forma correcta. Es decir, la ponía torcida o la ponía al revés. Y, por esa razón, otro tenía que remarcar el animal. La conclusión de las actividades era celebrada con unos novillos asados y con un buen vino. Las mujeres de los invitados no dejaban sola a la dueña de casa. Colaboraban con ella. Y servían ensaladas, empanadas y pastelitos de hojaldre. A veces, alguna rellenaba una empanada con algodón o con lana de oveja. Y, por eso, el que recibía tal empanada era objeto de las bromas de los concurrentes. En algunas estancias, tras la finalización de las faenas, los peones acostumbraban bolear algún ñandú con la anuencia del patrón.

EQ —Me consta que la diversión no se reducía a esto.

EA —Claro que no. La gente bailaba en las casas, con motivo de un cumpleaños, un bautismo, un compromiso, un casamiento, etc. La más “distinguida” asistía al club social, en los días patrios y en el día de la primavera. Y, en cambio, la de nivel económico más bajo concurría a la pista de baile que existía en la orilla del pueblo. Muchos jugaban a la taba, a los naipes (truco, tute, escoba y siete y medio), a las bochas y, por supuesto, al fútbol. Periódicamente, el pueblo era visitado por circos que se quedaban durante varios meses con sus carpas, trapecistas, magos, payasos y animales amaestrados (tigres, leones, elefantes, osos, caballos y perros). También era frecuentado por quienes instalaban calesitas y parques de diversiones que permitían observar al tragaespadas, tirar al blanco y arrojar argollas a los cuellos de las botellas. En la totalidad de estos casos, en medio de las luces y la música del ambiente, la gente pasaba un momento agradable. Una vez por semana, una persona llegaba desde un pueblo vecino, para pasar películas. Y, durante el carnaval, en la calle principal, la quema del Rey Momo (un muñeco de trapo que contenía en su interior paja seca y cohetes que explotaban al quemarse), constituía el momento más destacado del corso: una mezcla de serpentinas, papel picado y carrozas (carros adornados y tirados por caballos que transportaban personas disfrazadas).

EQ —Sin duda, lo opuesto a estos ejemplos de esparcimiento estaba encarnado por los entierros. Y, respecto de esto último, ¿es cierto que Alejandra carecía de una casa de sepelios?

EA —Sí, Alejandra no tenía una. Por eso, lo ataúdes eran traídos de Calchaquí. A raíz de esto, los difuntos eran velados sobre una mesa, hasta que el ataúd llegaba de dicho pueblo. Si el sitio del velatorio quedaba cerca del cementerio, el cajón era llevado a mano, caminando. En cambio, si quedaba lejos, era transportado en un camioncito o en una camioneta que era prestada por un pariente, un amigo o un conocido.

EQ —¿Qué recordás del cementerio?

EA —Bueno, el cementerio estaba ubicado en las afueras del pueblo. Tenía un alambrado y un cerco de ligustrinas a su alrededor. Presentaba un portón de madera en su entrada. Y albergaba en su interior panteones y tumbas con cruces, angelitos, etc.

* * * * *

El avance de la frontera de los blancos a través de una región que estuvo poblada por abipones, mocovíes y tobas (tres ramas de los guaycurúes), generó de un modo inevitable un enfrentamiento armado entre los colonos y los indios (los pobladores originarios), que se prolongó hasta el 19 de marzo de 1919: fecha de la destrucción del Fortín Yunká y de la matanza de los ocupantes de esa guarnición militar, por parte del último malón que quedó registrado en las páginas de la historia. Respecto de esta cuestión, Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra y en Historias de Pioneros, describe los auxilios prestados a las colonias de la zona, en varias oportunidades, por William Tandy Moore: un estadounidense de Kentucky, conocido como Capitán Moore, que fue condenado a realizar “servicios a las armas”, durante tres años, por la muerte de James Hurt (un vecino del lugar que había discutido con él); y que, por ende, realizó tres expediciones contra los indios del Gran Chaco. En realidad, para los primeros, es decir, para los colonos, los indios eran unos salvajes que los agredían constantemente. Y, por ello, merecían ser objeto de un escarmiento. En este sentido, Javier Maffucci Moore (tataranieto del Capitán Moore), en Indios, Inmigrantes y Criollos en el Nordeste Santafecino (1860-1890), ilustra esta visión con más de un ejemplo. Así, podemos citar el caso de Guillermo Perkins (que opinaba, a tono con el discurso sarmientino, que no hallaba otra alternativa que la total destrucción de los gauchos de La Rioja y de los indios de La Pampa y el Chaco); el caso de Charles Allen Hildreth (que confesaba que los colonos llevaban un buen número de rifles, escopetas, fusiles y revólveres para darles a los salvajes una calurosa recepción si llegaban con viles intenciones); y el caso de The Standard & River Plate News (que consideraba que la violencia desplegada por los colonos, durante la tercera expedición de William Tandy Moore, iba a infundir un creciente odio entre los civilizados y los incivilizados, a raíz de la matanza de estos últimos). Por el contrario, para los segundos, o sea, para los indios, los colonos eran unos invasores que los despojaban de sus tierras. Con relación a esto, Hugo Chumbita, en Jinetes rebeldes. Historia del bandolerismo social en la Argentina, expone la opinión que los indios tenían de los blancos al afirmar que el vocablo “huinca” (que designaba al hombre de piel blanca), significaba en un principio “ladrón”, ya que derivaba del vocablo “huincún” (que significaba “robo de animales”). En otras palabras, contenía un sentido más que inequívoco.

EQ —Si no me equivoco, el abuelo tuvo una anécdota con unos indios que vivían en las cercanías de su casa.

EA —Sí. Un día, mientras tomaba unos mates, percibió que unos indios que vivían junto al rió, en un ranchito, salían del maizal cargando sobre sus espaldas varias bolsas de choclos. De inmediato, montó su caballo. Cabalgó hasta el lugar. Y, cuando estuvo frente a ellos con la intención de recriminarles su conducta, les preguntó: ¿Por qué roban?... El jefe del grupo lo escuchó. Y, después, le contestó: Nosotros no robamos a nadie. No sacamos los choclos de noche, sino de día.

EQ —Además de lo que mencionaste hasta ahora, ¿qué es lo que ves cuando cerrás los ojos?

EA —Muchas cosas: los árboles exhibiendo sus hojas amarillas en los días del otoño y sus ramas desnudas en los días del invierno; las plantas brotando y, después, floreciendo en los días de la primavera; la tierra flotando en el aire, por causa del viento caliente y seco, en los días del verano; y, la más bella de todas, los campos de lino, con sus flores meciéndose suavemente e imitando el oleaje del mar.

EQ —Vos escribiste en una oportunidad: “Al estar sentada ante mi ventanal, contemplando las hermosas azaleas, los verdes helechos y los perfumados jazmines que se encuentran en mis macetas, pienso: ¿Por qué no escribir lo poco que sé de mis antepasados?... Y al buscar en mis recuerdos, encuentro que ellos y yo tenemos muchas cosas en común: la tierra, las raíces que nos unen, la fe en el mismo dios”. ¿Podemos hablar de ellos?

EA —Sí.

EQ —Según Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra, en Alejandra 1903-2003, en 120 Años de Historia y en los Boletines N° IV y VII de las Publicaciones de la Casa Comunal de la Cultura (Iglesias Evangélicas en la Alexandra y La Educación en la “Colonia Alexandra”, respectivamente), el bisabuelo Ladislao Aguirre (que había ofrecido un aporte especial para la compra del edificio de la iglesia, durante la reunión que había acontecido con ese fin, el 23 de enero de 1911), participó en la vida institucional de Alejandra como integrante del Jurado de Tachas en 1915, miembro suplente de la Comisión de Fomento en 1925 y en 1934, y tesorero de dicha comisión en 1932. Y la bisabuela María Gardiol de Aguirre (que había llegado al lugar para trabajar como maestra particular en el establecimiento La Balziglia de Pedro Tourn), propuso al resto de los habitantes de Alejandra que gestionasen ante la Iglesia Metodista el envío de un pastor: lo cual inició el encadenamiento de hechos que produjo la llegada del metodismo a la región. ¿Qué evocás cuando pensás en ambos?

EA —El abuelo Ladislao era de estatura normal, tez blanca, cabellos negros y bigotes grandes. Tenía un carácter muy afectuoso. Nunca se enojaba. Se dedicaba a la talabartería (a la fabricación artesanal de monturas). Recuerdo que me sentaba en sus rodillas. Y, así, jugaba conmigo. La abuela María era uruguaya, de estatura mediana, piel blanca y cabellos canosos y largos que formaban un rodete detrás de su nuca. Usaba faldas largas y sueltas. Andaba con suavidad. A semejanza del abuelo Ladislao, era cariñosa. Todos le decían María Aguirre. Y enseñaba, además de lectura y escritura, la Biblia. Algunos pagaban las lecciones de sus hijos con un animal, en lugar de hacerlo con algo de dinero. Y, por este motivo, formó un lote de ganado al cabo de un tiempo. Ambos vivían a cuatro kilómetros del pueblo, en una casa que tenía un portón de madera y un camino bordeado por paraísos, eucaliptus y jacarandás, con sus diez hijos (Manuel, Angela, Elías, Venancio, Daniel, Elisa, Emilia, Teresa, Guillermina y Oscar). Al enviudar, la abuela María se mudó al pueblo. Era muy religiosa. Los domingos, concurría a la iglesia para escuchar el sermón del pastor. Antes de comer, agradecía los alimentos que Dios le había enviado. Y antes de dormir, recitaba el Padrenuestro. La recuerdo sentada en el comedor o en la galería de su casa, tejiendo una de sus cubrecamas de hilo. Era muy querida por todos.

EQ —Y con relación a los otros bisabuelos (Enrique Bellier y Clotilde Bouvier), ¿podés decir algo?

EA —Ambos eran franceses. Profesaban el culto católico. Y vivían en el Chaco Santafecino (norte de la provincia), con sus siete hijos (Emilio, Luisa, Elisa, Emilia, Alberto, Enrique y Vitalina). Según mamá, el abuelo trabajaba el campo y, además, transportaba carbón en una chata que era tirada por bueyes (una actividad que era realizada de noche, por grupos de vecinos armados, que formaban especies de caravanas, para protegerse de los delincuentes y de los indios que acechaban los caminos, mientras sus familias se refugiaban en una casa con el resto de las armas).

EQ —De acuerdo al Acta N° 9, del 7 de octubre de 1899, del Registro del Estado Civil de la Colonia Alejandra, el abuelo Elías (hijo de Ladislao Aguirre, de nacionalidad argentina, veinticinco años de edad, casado, vecino de la colonia y agricultor de profesión; y María Gardiol, de nacionalidad uruguaya y veintiséis años de edad; y nieto por línea paterna de Euclides Aguirre y Francisca Berdún; y por línea materna de Juan Pedro Gardiol y Anita Gilles); nació el 24 de septiembre de ese año, a las 23.00 horas. A su vez, de acuerdo al Acta N° 96, del 8 de abril de 1909, del Registro del Estado Civil de Jobson (actualmente Vera), la abuela Vitalina Ramona (hija de Enrique Bellier, de nacionalidad francesa, sesenta y un años de edad, casado, vecino de El Toba y agricultor de profesión; y Clotilde Bouvier, de nacionalidad francesa y cuarenta años de edad; y nieta por línea paterna de Miguel Bellier y Desideria Alienne; y por línea materna de Miguel Bouvier y Juana Curthé), nació el 4 de abril de ese año, a las 17.00. Ahora bien, desde tu perspectiva, ¿que podés decir del abuelo?

EA —Que era extraordinario.

EQ —Por lo que tengo entendido, era un hombre de carácter fuerte.

EA —Eso es correcto. Pero, a diferencia de mis hermanos, yo nunca recibí un reto de su parte.

EQ —Ese aspecto de su personalidad no quita que era un hombre sensible.

EA —Claro que no. Con relación a lo que dijiste, recuerdo un invierno frío y húmedo. La leche escaseaba. Y, por eso, muchos le pedían a papá que les diese un poco. En algunos casos, era para un enfermo; en otros, para una persona mayor; y, en otros, para un bebé. Papá, que tenía un corazón de oro, atendía esos pedidos. Y aunque nos condenaba a tomar un “cortado” en lugar de un café con leche, nunca rechazaba las solicitudes que tenían por destinatarios a un enfermo o un niño.

EQ —Y también era un hombre generoso.

EA —Por supuesto. A veces, en el verano, las lluvias impedían el ingreso de los camiones que recogían la fruta que era utilizada en la fabricación de dulces. Y, por esa razón, una parte importante de la misma corría el riesgo de pudrirse. Ante ese panorama, papá hacía que mis hermanos cargasen la chata y repartiesen la fruta entre los chicos de los barrios humildes.

EQ —¿Todos los colonos era así?

EA —No, algunos sólo pensaban en ellos. Cosechaban antes que los demás. Y, luego, vendían sus productos a precios exorbitantes. Pero, con una frecuencia llamativa, sufrían los ataques de personas que entraban en sus campos durante la noche y macheteaban sus sandías, sus melones e, incluso, sus choclos y sus zapallos.

EQ —¿El abuelo padeció esos ataques en alguna oportunidad?

EA —No, él jamás pasó por eso.

EQ —En más de una oportunidad, me comentaste que no viviste en una casa, sino en varias.

EA —Así es, papá y mamá, tras casarse, vivieron con tío Emilio, hermano de mamá, y con tía Elisa, hermana de papá, en una casa grande que estaba ubicada en un terreno alto, junto al río San Javier: un sitio que presenció el nacimiento de mi hermano Osvaldo, el de mi hermana Helda y el mío. En ese terreno, papá y tío Emilio practicaron la agricultura. Pero, eso concluyó cuando la sociedad que existía entre ambos se deshizo por una razón económica. Tío Emilio (un hombre alto, delgado y rubio que tenía ojos celestes y bigotes), era educado, amable y alegre. Gozaba de la estima de sus amigos y sus familiares. Adoraba las botas y las bombachas anchas y tableadas. Jugaba al truco y a las bochas con frecuencia. Bailaba muy bien el chotis y la polka. Y era un invitado infaltable en las fiestas. Sin embargo, tenía un problema. Gastaba el dinero de las ventas en los almacenes, mientras tomaba una ginebritas y jugaba a las cartas con sus amigos.

EQ —Por lo visto, ese detalle no impidió que él fuese uno de tus tíos preferidos.

EA —Efectivamente.

EQ —¿Qué sucedió después?

EA —Al concluir la sociedad, algo que no atenuó el afecto que existía entre papá y tío Emilio, pasamos a vivir a un campo lindero, a una casa que estaba emplazada sobre el camino costero, entre éste y unos montes que daban al río. La vivienda (que fue la cuna de Robert, Rogelio, María Angélica, Irma, Rodolfo, Rosa y Olga, el resto de mis hermanos), tenía paredes de ladrillo y techo de paja. Era la clásica “casa chorizo”. Y constaba de tres habitaciones, una cocina, dos enramadas y, a cada lado, un patio grande con paraísos. En uno de esos patios, una enredadera se entrelazaba con glicinas, madreselvas, jazmines de lluvia y parras. Allí, papá tenía vacas lecheras, caballos de montar, caballos de tiro y caballos percherones. Criaba gallinas, cerdos y ovejas. Y sembraba maíz, girasol y lino. Pero, el contrato de arriendo no fue renovado. Y, por esa causa, después de un tiempo, papá tuvo que devolver dicho campo.

EQ —El abuelo consiguió otro. ¿No es cierto?

EA —Sí, consiguió uno que estaba situado a tres kilómetros del pueblo. En este caso, la casa, que poseía una galería a cada lado, estaba ubicada sobre el río; y el fondo del campo, sobre el camino costero. Pero, la superficie para siembra era chica: circunstancia por la cual papá sólo sembraba algodón y maíz.

EQ —¿Lo dejaron por eso?

EA —No, el campo fue vendido por su dueño. Papá no llegó a un acuerdo con el nuevo propietario. Y, por esa razón, arrendó otro: uno que lindaba con el camino a Calchaquí (un camino que estaba construido sobre un terraplén porque el lugar se cubría de agua en las épocas de lluvia). Ese terreno era bajo y anegadizo. Y, por eso, no permitía sembrar mucho maíz ni algodón. Papá comprendió que no iba a conseguir más tierra porque los propietarios preferían arrendar los campos a los ganaderos que sacaban las reses de las islas, en las épocas de las crecientes. Vendió las máquinas y las herramientas que ya no utilizaba. Y compró una casa en el pueblo. Luego de esa compra, la familia se dividió. Mamá, Helda (que era modista), e Irma, Rodolfo, Rosa y Olga (que iban a la escuela), se mudaron a Alejandra. Y papá, Robert, Rogelio, María Angélica y yo nos quedamos en el campo. Osvaldo (que ya se había casado), tenía su propia vivienda. Cuando podía, papá iba al pueblo. Y cuando eso sucedía, yo quedaba al frente de la casa.

EQ —¿Y esa forma de organización duró mucho tiempo?

EA —Tres años aproximadamente (hasta que el dueño del terreno le pidió a papá que retirase todas sus cosas).

EQ —Y la casa del pueblo, ¿cómo era?

EA —Era grande. Tenía cuatro habitaciones, una cocina, una galería y varios ventanales. Estaba construida junto a la vereda, en un terreno que ocupaba un cuarto de manzana. Y poseía árboles frutales.

EQ —¿Cómo era el trabajo en el campo?

EA —Duro, muy duro. Papá no tenía un tractor. No podía comprar uno porque todos eran muy caros. Por eso, amansaba los percherones que algunos estancieros le prestaban. Los usaba para tirar de las máquinas y de los carros, con el permiso de sus dueños. Y, luego, los devolvía.

EQ —¿Tus hermanos ayudaban?

EA —Sí, araban y sembraban la tierra. Cuidaban el ganado. Esquilaban las ovejas. Y, en los días de lluvia, revisaban las cosas que utilizaban en los trabajos del campo.

EQ —Pero, a veces, eso no alcanzaba.

EA —Efectivamente. Algunas tareas (como la cosecha del maíz, el girasol, el algodón o el lino), requerían la contratación de peones.

EQ —Imagino que trabajaban desde la salida hasta la puesta del sol.

EA —Todos empezaban temprano, a fin de evitar el calor. Trabajaban durante la mañana. Interrumpían el trabajo al mediodía. Almorzaban. Y descansaban un poco. Luego, retomaban sus tareas. Concluían las mismas al atardecer. Se aseaban. Tomaban unos mates. Cenaban. Y, por último, regresaban a sus hogares.

EQ —Considerando la extensión y la rigurosidad de cada jornada, ¿qué comían?

EA —Nosotros consumíamos la leche, los huevos y la carne de los animales que criábamos; las verduras que cultivábamos; y los productos que preparábamos (manteca, quesos, tocino, chicharrones, chorizos, bondiolas, morcillas, dulce de leche, dulces de fruta y orejones). Y sólo comprábamos en el almacén las cosas que no producíamos (yerba, azúcar, harina, harina de maíz, arroz y fideos). Los productos envasados (leche condensada, tomates, picadillo de carne, sardinas y duraznos), no estaban a nuestro alcance. Constituían objetos de lujo. Inevitablemente, la mayoría de los trabajos resultaban pesados. Por ende, las comidas o, por lo menos, las comidas de mi casa eran sanas, sustanciosas y abundantes: café o mate cocido (con o sin leche), y pan casero (con bondiola, chorizos o tocino), para el desayuno y la merienda; sopa, puchero completo, guiso de arroz con pollo, guiso de fideos con carne, tortillas o milanesas con ensalada, para el almuerzo y la cena; y, por último, asado o cordero a las brazas, para el final del trabajo, a manera de despedida.

EQ —Sé que los tíos y vos, cuando eran chicos, no comían si el abuelo no estaba sentado junto a la mesa.

EA —No sólo eso. Quienes protestaban porque la comida no era de su agrado, quienes se quejaban porque el contenido del plato era excesivo según su opinión y quienes derramaban dicho contenido, eran castigados con otro plato de comida.

EQ —También sé que el regalo de cumpleaños consistía en la preparación de la comida preferida de cada uno. ¿Cuál era la tuya? ¿El pastel de pollo al horno, con pasas de uvas?

EA —Sí.

EQ —Y el abuelo, ¿cómo solventaba sus gastos?

EA —Acudía al almacenero. Este le entregaba todo lo necesario. Y, además, le adelantaba el dinero para pagar el trabajo. A cambio, papá debía venderle los granos, aunque otros pagasen un precio más alto. El almacenero, tras recibir y pesar las bolsas que contenían las semillas, descontaba el importe de los gastos que figuraban en la “libreta”. Y entregaba a papá el dinero que quedaba (dinero que nunca era cuantioso). Por esa razón, papá siempre terminaba vendiendo unas cabezas de ganado para cubrir los gastos del año.

EQ —Eso significa que dependía de él.

EA —Por supuesto. Pero, también dependía de otros.

EQ —Como el hombre de la trilladora.

EA —Así es. Un mes antes de la cosecha del lino, una persona pasaba por el lugar. Anotaba a quienes querían contratar los servicios de la máquina. Establecía el costo del trabajo (que no era negociable). Y fijaba la fecha de la llegada. El día establecido, el maquinista aparecía con un tractor que arrastraba una trilladora que, a su vez, arrastraba una casilla que, a su vez, arrastraba un tanque para el agua.

*  * * * *

Mamá nació en una época que conservaba con nitidez el recuerdo del Grito de Alcorta (rebelión legendaria de los chacareros arrendatarios de la Región Pampeana que tuvo su punto de origen en el sur santafecino), y de las huelgas de los trabajadores de La Forestal (compañía extranjera dedicada a la producción de tanino que creó una especie de Estado con sus pueblos, industrias, reses, ferrocarriles, puertos, moneda y policía, dentro de la provincia de Santa Fe, el territorio nacional del Chaco y la provincia de Santiago del Estero, sobre un territorio que tenía más de 2.000.000 de hectáreas). Creció con los ecos del Levantamiento de Paso de los Libres (rebelión armada de origen radical que fue sofocada violentamente), y de la Guerra del Chaco (conflicto bélico que se produjo entre Bolivia y Paraguay, por el dominio del Chaco Boreal). Vivenció el desarrollo de dos períodos claves de la historia argentina: la Década Infame (que se extendió desde el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, el 6 de septiembre de 1930, hasta el derrocamiento de Ramón Castillo, el 4 de junio de 1943); y la década peronista (que se prolongó desde el encumbramiento de Juan Domingo Perón por el pronunciamiento popular del 17 de octubre de 1945, hasta su derrocamiento por el pronunciamiento militar del 16 de septiembre de 1955). Y se trasladó a la ciudad de Buenos Aires, en 1956. Es decir, lo hizo en un año trágico para el país; en el año de la derogación de la reforma constitucional de 1949; en el año de los fusilamientos efectuados en los basurales de José León Suárez, en las instalaciones de Campo de Mayo, en la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras, etc., por los hombres de la autodenominada Revolución Libertadora (los mismos que habían bombardeado la Plaza de Mayo, que habían derrocado a Juan Domingo Perón y que habían proscripto al peronismo el año anterior); y en el año de la popularización del término “gorila”: término que alude a un antiperonista acérrimo y que deriva de una expresión usada en La Revista Dislocada (programa radial de carácter humorístico creado por Délfor Amaranto Dicásolo), al efectuar una parodia de Mogambo (película estadounidense dirigida por John Ford e interpretada por Clark Gable, Ava Gardner y Grace Kelly).

Su vida está asociada al siglo XX y al comienzo del siglo XXI y, por lo tanto, a hechos tan extraordinarios como la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el estallido de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, la Guerra Fría, la constitución del Estado de Israel, la Guerra de Corea, la Guerra de Argelia, la Revolución Cubana, la Guerra de Vietnam, la llegada del hombre a la luna, la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Asimismo, está vinculada, además de lo ya expuesto, a acontecimientos como la Revolución Argentina, el Cordobazo, el Proceso de Reorganización Nacional, el Conflicto del Atlántico Sur, las rebeliones de los Carapintadas, el copamiento del cuartel de La Tablada, el atentado contra la Embajada de Israel, el atentado contra la Asociación de Mutuales Israelitas Argentinas y la crisis del 19 y 20 de diciembre de 2001. Como consecuencia de su edad, ella fue testigo de la evolución de la radio, el cine y la aviación; de la aparición de la televisión, el satélite artificial, la computadora, el Internet y el teléfono celular; y de los reinados sucesivos del tango, el jazz, el bolero y el rock.

EQ—¿Por qué dejaste Alejandra?

EA —Cuando todos pasamos a la casa del pueblo, yo percibí que no tenía ningún porvenir allí. Y, por eso, decidí viajar a Buenos Aires. No me resultó fácil porque las costumbres y la forma de vida de los porteños eran diferentes a las mías. Para peor, después de un tiempo, mis recursos empezaron a acabarse. En ese momento, un matrimonio me ofreció un empleo. El mismo consistía en cuidar a su hija, a cambio de casa, comida y dinero. Yo no quería regresar a mi pueblo. Ni quería ser como las jóvenes que trabajaban y paraban en una pensión (unas jóvenes que no eran vistas con agrado, según las advertencias de las personas mayores que asistían a la iglesia que frecuentaba). Por lo tanto, acepté. Y me quedé con esa familia hasta que me casé con tu papá.

EQ —Eso sucedió el 27 de octubre de 1962, cuando él tenía treinta y cinco años de edad y vos veintisiete.

EA —Sí.

EQ Según el Acta N° 1114, del 26 de junio de 1925, del Registro Civil de la Sección Norte, de la ciudad de San Miguel de Tucumán, papá (que había nacido el 17 de junio de 1925, a las 4.30 horas); fue inscripto como hijo de José Salomón Quinteros e Irene Julia Vera; con el nombre de Julio César. Y, según el Acta N° 1, del 8 de enero de 1917, del Registro Civil de la localidad de Yerba Buena, del departamento de Tafí (correspondiente al matrimonio del abuelo José y la abuela Irene), fue nieto por línea paterna de José Salomón Quinteros y Nicéfora Rivadeo y por línea materna de Lucas Amadeo Vera y Edelmira Manuela Sánchez. El y vos, ¿en dónde se conocieron?

EA —En la iglesia. El tenía treinta años de edad y yo tenía veintidós.

EQ —¿Cómo era entonces?

EA —Tal como vos lo conociste: un tucumano inteligente, respetuoso, amable y alegre que vivía en la ciudad de Buenos Aires, desde que había dejado su provincia para radicarse con su familia, en el barrio de Floresta; que simpatizaba con el Club Atlético Vélez Sarsfield; que creía en el peronismo; que practicaba el metodismo; y que amaba la música clásica, el tango y la lectura.

EQ —A papá le gustaba leer. Recuerdo que solía sentarse en el verano, debajo de los árboles de una plaza, para disfrutar de una obra de historia, política, filosofía o teología.

EA —El decía que su saber provenía de la Universidad de la Calle y de los libros.

EQ —Y tenía como libro preferido a la Biblia.

EA —Eso era así porque consideraba que su lectura había cambiado su vida.

EQ —¿Cómo fue que sus destinos se cruzaron?

EA —Ambos simpatizamos de inmediato. Descubrimos que vivíamos a seis cuadras de distancia. Nos convertimos en buenos amigos. Y empezamos a compartir algunas cosas simples y bellas, tan simples y bellas como reservar la noche de los sábados para caminar hasta el centro comercial del barrio de Flores; viajar en el mismo colectivo al salir de la iglesia; beber un vermut en Juan B. Justo y Lope de Vega; tomar un café o un “submarino” con churros, en Rivadavia y Corro; o comer una pizza de mozzarella en Rivadavia y Olivera. Después de dos años de amistad, comprendimos que nos amábamos. Después de tres años de noviazgo, nos casamos. Y, después de cuatro años de matrimonio, vos viniste al mundo.

EQ —También escribiste: “Me considero una romántica, una romántica de las novelas universales, de la literatura con paisajes y personajes que nos introducen en la trama. Amo la poesía y la pintura”.

EA —Sí.

EQ —Y al considerar que sos así, ¿qué pensás del presente?

EA —Vivimos en un mundo con ricos y pobres; en un mundo con medios de comunicación que nos incitan al consumo de cosas innecesarias; en un mundo con grupos monopólicos que manejan la economía de las naciones y que establecen quiénes son los que trabajan y quiénes son los que no lo hacen, aunque eso deje a muchos sin un techo, sin un alimento mínimo o sin una cobertura social; y en un mundo con guerras, hambre y enfermedades, a pesar de los adelantos científicos y tecnológicos. Algunos no quieren verlo. Pero, la desigualdad económica es la causa principal de la drogadicción, la delincuencia, la multiplicación de las casas enrejadas y la inquietud de los que temen que alguien pueda apoderarse del fruto de su trabajo.

EQ —¿Y cómo vivís con esto?

EA —Confío en Dios. Sólo él nos protege, nos escucha y nos perdona. Yo sé que seguir sus enseñanzas y cumplir sus mandamientos no es sencillo porque somos viajeros que estamos de paso, en medio de un mundo que está lleno de tentaciones, vanidades y mezquindades. Sin embargo, la relación que existe entre él y nosotros es directa, sin ningún intermediario.

EQ —¿Tenés una opinión formada respecto de las gestiones presidenciales de Néstor Kirchner y Cristina Fernández?

EA —Por supuesto. Para mí, después de Juan Domingo Perón, fueron los únicos que gobernaron para el pueblo.

EQ —¿Te definirías como una santafecina, protestante y peronista que desciende de criollos y gringos?

EA —Sí. Pero, falta algo.

EQ —¿Qué?


EA —También me definiría como una boquense.