AUSENCIA
Elías Quinteros
¿Cómo está? ¿Está bien? ¿Está mal? ¿O está
en un estado intermedio que no permite calificarlo de un modo o del otro? En
realidad, no lo sé. Carezco de los medios adecuados para saberlo. Pero,
sospecho que su condición no es buena o que, por lo menos, no es tan buena como
algunos dicen. Desde que fue operado en diciembre, a raíz del agravamiento de
su enfermedad, se encuentra fuera de su tierra, en una nación que no es la suya,
aislado y, en cierta forma, incomunicado. Nadie lo ve, a excepción de los pocos
que están en contacto con él: unos pocos que, comprensiblemente, no dicen nada
al respecto. Ningún registro de su imagen, ni de su voz, echa algo de luz sobre
el asunto. Y, por otra parte, los comunicados relativos a su salud no son abundantes,
ni precisos. Todo es un misterio o, mejor dicho, un manojo de preguntas que no
tienen respuestas convincentes. Para algunos, ya está muerto. Para otros, está
inconsciente. Y para otros, los que creen que puede ver, escuchar y hablar con
normalidad, está conectado a un conjunto de aparatos que le impiden dejar su
cama y, en consecuencia, regresar a su país. La mayoría —incluso los opositores
que temen que Venezuela pueda caer en el caos, si el «comandante» no regresa y
no reasume el gobierno con prontitud—, desea su restablecimiento. Sólo un
sector de la sociedad venezolana anhela lo contrario: ese sector que —como no
pudo vencerlo con los votos, ni pudo derrocarlo con un golpe de Estado—,
pretende que la muerte subsane su ineficiencia.
Aunque la gente de la «Revolución
Bolivariana» diga que él gobierna por medio de su vicepresidente y que, por
ello, la actividad gubernativa es normal, su ausencia resulta evidente,
innegable, incómoda y preocupante. Y esto es así porque la desaparición de un
hombre de una inteligencia penetrante, una personalidad fuerte, un carisma indiscutible
y una existencia hiperactiva, que es capaz de hablar durante horas, frente a
miles de personas que lo escuchan con devoción, deja un vacío que, por su
dimensión, empequeñece las cualidades de cualquiera que pretenda llenarlo. A pesar
de sus esfuerzos y, por si fuese poco, de sus discursos prolongados, Nicolás Maduro no es como él.
Diosdado Cabello tampoco. Y lo dicho con relación a los anteriores también vale
para Elías Jaua, José Rangel y todos los que integran su estado mayor. Su falta
es enorme, tan enorme como su figura. Y, por esta razón, la imposibilidad de verlo
y de escucharlo con sus expresiones habituales y sus gestos característicos, es
más notoria que los partes médicos que hablan de su mejoría. Razonablemente, la
gente que le otorgó su voto en las elecciones de octubre no quiere que esté
internado en un hospital de La
Habana, a merced de un mal que le impone el libramiento de
una batalla ciclópea, sino que esté trabajando en el Palacio Miraflores, es
decir, en la sede oficial del gobierno. Mas, cada venezolano que confía en él,
con esa clase de fe que supera las pruebas más duras, sabe que la mujer de la
guadaña ronda su habitación, tanto de día como de noche. Tal certeza, aunque pueda
ser rechazada de inmediato por quienes la experimenten, plantea la posibilidad
de su fallecimiento. Y esto, por su lado, revela la presencia de una
contradicción insalvable: la de la mortalidad de un hombre que, por su
condición de héroe, se halla destinado a tener una existencia interminable que
desafía y burla la finitud humana.
Mientras el «comandante de comandantes» se
debate entre el «ser» y el «no ser», ante las puertas del Hades, como en una
tragedia de William Shakespeare, quienes protagonizan las operaciones políticas
y las disputas jurídicas que tratan de incidir en el desarrollo de la realidad
venezolana, desempeñan sus roles, de acuerdo a sus capacidades, delante de un
público que interactúa con ellos. Indudablemente, las motivaciones de los unos
y de los otros son numerosas. Pero, a pesar de lo dicho, algo emerge con el
poder necesario para dominar la escena y, por ende, para relegar a un plano
secundario, al resto de las cosas que impulsan a los hombres desde el comienzo
de los tiempos: el amor que existe entre un pueblo y el individuo que cumple
con la función de liderarlo. Este sentimiento, que no está presente en la
mayoría de los análisis, explica la actitud de las mujeres y de los hombres que
están dispuestos a defender las conquistas de su revolución, independientemente
de su costo, hasta el regreso triunfal y definitivo de su lider: circunstancia
que se encuentra más allá de los deseos y de las predicciones de cualquiera de
ellos.
La sensación de estar viviendo un momento
definitorio, uno de esos momentos que modifican de una forma radical la vida de
las naciones y de las personas, impregna el aire de la República Bolivariana
de Venezuela e, incluso, de las naciones de Latinoamérica y el Caribe, desde
que el «comandante de las mil victorias» enfrenta su batalla más difícil, con
el objeto de concretar su milagro más rutilante, al otro lado del mar, en la
isla de Cuba. ¿Tendrá éxito en su empresa? Nuevamente, no lo sé. A semejanza de
lo expresado con relación a su estado, su futuro es un interrogante: un
interrogante que se agiganta de una manera geométrica, con el silencio, el tiempo
y la distancia. En estos días, mientras la burocracia partidaria timonea entre
la ausencia del lider y la expectativa del pueblo, tratando de mantener a flote
la nave de la revolución, el futuro aparece como una puerta abierta que invita
a pasar por ella. Esto no significa que el mismo esté exento de obstáculos y
peligros. Por el contrario, el porvenir siempre impone desafíos. Y, con ello, actualiza
la posibilidad del éxito o del fracaso. Con toda franqueza, y como consecuencia
de lo dicho, yo no me atrevo a precedir el desarrollo de las semanas y los
meses venideros. Eso es un enigma que está más allá de mi entendimiento. No
obstante, entre creer y no creer, elijo lo primero. Y lo hago porque algo, que
tampoco comprendo con exactitud, me dice que estamos ante una prueba que, a
diferencia de lo soñado por algunos, puede conducir hacia el fortalecimiento de
Venezuela y del continente, si los que tienen en sus manos los destinos del
«chavizmo», están a la altura de sus responsabilidades.