UN «TIPO FUERA DE SERIE»
Elías Quinteros
Se llamaba Oscar
Valero. Y era un «tipo fuera de serie». Poseía la sabiduría que aparece con el
paso de los años. Hablaba con el conocimiento de un hombre común que había
adquirido la condición de un trabajador, con el conocimiento de un trabajador
que había adquirido la condición de un universitario y con el conocimiento de
un universitario que había adquirido la condición de un docente. Pertenecía a
la clase de peronistas que tienen al peronismo en sus genes. Y, por eso, sufría
cuando las obras del gobierno nacional que recordaban al peronismo originario
corrían algún peligro. Era inflexible con los opositores que añoraban los
tiempos del neoliberalismo y con los peronistas que trataban de sabotear el
proyecto de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. No actuaba con ceguera, ni
con ingenuidad. Percibía perfectamente las limitaciones y los errores
gubernamentales. Y, por dicha razón, su adhesión al Frente para la Victoria, aunque se caracterizaba por su amplitud y su sinceridad, no llegaba a
la obsecuencia. Quienes tuvimos la dicha de conocerlo lo apreciamos de
inmediato. No hacerlo resultaba imposible. Su aspecto impecable, su trato
amable y respetuoso, su espíritu generoso, su inteligencia penetrante, y sus
comentarios atinados y precisos, conquistaban a todos con una facilidad
increíble. Detentaba una virtud que no abunda: la de cautivar en el acto con su
forma de ser. A su lado, siempre disfrutábamos de una ocurrencia graciosa o una
anécdota querible. No era extrovertido. Ni era vanidoso. Figuraba entre los
hombres sencillos que conversan en voz baja y piden permiso en el momento de
abrir una puerta. Su imagen —la de un señor mayor de pelo corto y canoso,
anteojos, sonrisa tenue y abdomen importante—, inspiraba ternura. Y esto último
constituía algo generalizado.
La política y la
historia lo apasionaban. Por ello, dedicaba una parte de su tiempo al análisis
del presente y el pasado de nuestro país. Deseaba que las personas advirtiesen
que el discurso de los «medios dominantes» y las páginas de la «historia
mitrista» contenían una cantidad impresionante de falsedades y tonterías. Sin
embargo, no se engañaba. Ni se mentía. Comprendía que el desmantelamiento del
modelo cultural implantado por el menemismo representaba una empresa
gigantesca: una empresa que requería años y años de dedicación y perseverancia.
Seguramente, halló la inspiración y las fuerzas necesarias para superar sus
instantes de descorazonamiento en la figura de José Gervasio Artigas: ese
caudillo notable y entrañable que consiguió el apoyo y la lealtad de su pueblo;
gobernó democráticamente la «campaña» de la Banda Oriental; implementó una reforma agraria en los territorios que estaban bajo su
mando; promovió el federalismo; extendió el ámbito de su influencia política sobre
Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe y Córdoba; defendió la idea de la
«Patria Grande»; enfrentó en forma simultánea a las tropas «godas», «lusitanas»
y «porteñas»; y, al final, murió en el Paraguay, tras pasar tres décadas en la
condición de exiliado. A diferencia de Domingo Faustino Sarmiento —que veía en
este exponente de la causa americana el origen de la totalidad de los males
argentinos—, él —al igual que otros—, veía una encarnación auténtica de lo
popular, lo democrático, lo federal y lo latinoamericano.
Como muchos de su
edad, sentía que la «década ganada» había satisfecho sus expectativas de una
manera inesperada y generosa. Pero, «no comía vidrio». Entendía que el comienzo
de la historia argentina no estaba en los hechos del 25 de mayo de 2003, sino
en los acontecimientos del 25 de mayo de 1810 e, incluso, antes; que la
historia del país no configuraba un relato autónomo, sino uno que formaba parte
de la historia del continente; y que las cuestiones que habían aflijido a Hugo Chávez,
Luiz Inácio Lula da Silva o Néstor Kirchner, no diferían de los asuntos que habían
preocupado a los líderes del movimiento independentista del siglo XIX. A todas
luces, era un hombre de pensamiento avanzado. No obstante, no pudo profundizar
sus ideas. Las molestias de una enfermedad incurable y, luego, la llegada de la
muerte, no le permitieron cumplir ese cometido. Se fue de este mundo en
febrero, en el mes de su cumpleaños. Y nos dejó con un dolor profundo, inmenso
e indescriptible. En lo personal, yo sé que lo extrañaré, que lo extrañaré
mucho y que, además, lo recordaré de un modo inevitable, cuando vea su imagen
en una fotografía, cuando consiga un paquete de yerba «Andresito», cuando pase
por la localidad de Merlo, cuando visite la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires o cuando piense en el Instituto Superior Dr. Arturo
Jauretche, entre otras cosas.