UNA FICCIÓN REAL
Elías Quinteros
Un teatro es como una iglesia, como una
universidad, como un museo, como un estadio. Es un sitio especial. Es un sitio
que se diferencia de los demás. Quien ingresa en uno experimenta inmediatamente
una sensación extraña, tan extraña y tan particular que las palabras no pueden
describirla con exactitud. No obstante, cualquiera puede decir que es algo que
conmueve y que, por encima de todo, modifica el estado del alma. Nadie sale de
un teatro tal como ingresó, a menos que la capacidad para el asombro y para la
emoción esté anulada por completo. Desde los tiempos de Esquilo, Sófocles, Eurípides
y Aristófanes, cuando los griegos creían que la consagración de una tragedia o
una comedia era tan importante como la obtención de un triunfo olímpico o una
victoria militar, el teatro, tal como lo conocemos en occidente, es una
expresión artística que retrata situaciones humanas. Mediante los actores que interpretan
sobre un escenario a personajes reales con algo de ficción y a personajes
ficticios con algo de realidad, nos brinda una imagen trágica, dramática,
cómica o absurda de nosotros mismos. En cada representación o, por lo menos, en
cada representación que nos impacta hondamente, una parte de nosotros, pequeña
o grande según las circunstancias, se identifica con los personajes que
aparecen en las escenas olvidando durante unos instantes que unas personas, es
decir, que unos seres de carne y hueso se ocultan detrás de las palabras, los
silencios, las expresiones y los movimientos que posibilitan las actuaciones.
Sin duda, debemos mucho, mucho más de lo que suponemos, a Shakespeare, Molière,
Goethe, Ibsen, Chéjov, Laferrère, Pirandello, García Lorca, Ionesco, Miller,
etc.
Innegablemente, una obra teatral tiene
algo mágico. Y la obra de Nicholas Wright titulada La Señora Klein no
constituye la excepción. La misma (interpretada aquí, en la Argentina, por María
Leal, como Melanie Klein, Fabiana García Lago, como Melitta Schmideberg, y
Laura López Moyano, como Paula Heimann, bajo la dirección de Eva Halac, en el Teatro
La Comedia), narra
el encuentro de Melanie Klein (una de las psicoanalistas más destacadas del
siglo XX), con su hija (la psicoanalista Melitta Schmideberg) y con su futura
discípula (la psicoanalista Paula Heimann), en una noche del año 1934. Tiene como
trasfondo a la muerte de Hans (hijo mayor de Melanie y hermano de Melitta que,
según esta última, no murió como consecuencia de un accidente, sino de un
suicidio). Y muestra sin tapujos el enfrentamiento que se produce entre un ser
(que antepone la teoría del psicoanálisis a la exteriorización de las emociones,
transformando a las personas en objetos de estudio con el propósito de interpretar
su comportamiento), y otros dos (que reaccionan ante tal actitud). En este
punto, debemos resaltar que el personaje principal (una mujer divorciada de cincuenta
y dos años de edad que alumbró tres hijos; que consiguió el respeto intelectual
de figuras tan notables del psicoanálisis como Sandor Ferenczi, Karl Abraham y Ernest
Jones; y que tuvo que exiliarse en la ciudad de Londres por culpa del nazismo);
ignora que el futuro le reconocerá la creación del psicoanálisis de niños y le
deparará la oposición despiadada de Anna Freud (la hija menor de Sigmund
Freud), y la hostilidad de sus visitantes (Melitta y Paula).
De acuerdo a la visión de Wright, Melanie
Klein es una persona dura, dura como una piedra que no tiene fisuras y que no
sucumbe ante los embates del tiempo, la naturaleza y los hombres. Pero, también
es una persona que trasluce, a su pesar, algunos trazos de fragilidad: como la
adicción a la bebida y al tabaco, como el desagrado que la lleva a reaccionar
violentamente cuando Melitta le informa que eligió como analista a Edward Glover
(un psicoanalista que no gozaba de su amistad, ni de su admiración
profesional), y como el dolor que la dobla sobre el piso, mientras llora y admite
que perdió a Hans, su primogénito, para siempre. Quien la ve y la escucha desde
el comienzo hasta el final de la obra siente que está ante un ser único, brillante
y omnipotente que racionaliza todo, que organiza la vida en base a las
categorías psicoanalíticas, que se esfuerza para que la realidad quepa dentro su
marco conceptual y que arrolla a cada objeto y a cada individuo que obstruye su
camino. Para ella, el mundo es un consultorio gigante. Los hombres son unos pacientes
que necesitan ayuda. Y la existencia es una terapia. Pero, ¿por qué razón presenciamos
por más de una hora una disputa que involucra a tres mujeres y que acontece en
una habitación? ¿Qué nos atrae en realidad? ¿Qué nos subyuga? ¿La disputa en sí
misma? ¿Las características de esa disputa? ¿Las cuestiones que quedan al
descubierto a medida que los personajes exteriorizan sus conflictos? ¿La
interpretación psicoanalítica de cada palabra y cada situación? ¿O el acomodamiento
de las interpretaciones para que las posturas ajenas siempre sean las
equivocadas? Claramente, no nos limitamos a observar las escenas. También intervenimos
en ellas. Y, en gran medida, esto es el resultado de la labor de las actrices:
tres mujeres que logran que sus personajes resulten cercanos y creíbles. Por lo
visto, los actores son unos ilusionistas, unos simuladores, unos farsantes
maravillosos e irresistibles que se apropian momentáneamente de vidas ajenas.
Los autores son sus instigadores directos. Y los espectadores, por momentos,
son sus cómplices.