ALGO MÁS QUE UN SATELITE
Elías Quinteros
16 de octubre de 2014. 18.43 horas.
Víspera del «Día de la Lealtad».
Víspera del día que recuerda el acto fundacional del peronismo. El satélite de
comunicaciones ARSAT-1, diseñado y ensamblado íntegramente en la Argentina, se alejaba de
la Tierra iniciando
un viaje de treinta y seis mil kilómetros. La obra que había surgido de la mente
de los científicos del INVAP, con el propósito de prestar servicios de
telefonía, televisión e Internet, ascendía desde la base espacial de Kourou, a cincuenta
kilómetros de la ciudad de Cayena, capital de la Guayana Francesa.
Sus tres toneladas de peso se elevaban en un cohete Ariane 5, convertidas en
una llamarada que encandilaba e hipnotizaba, en pos de un sector del espacio
que corresponde a la
Argentina por una decisión de la Unión Internacional
de Telecomunicaciones. Al contemplarlo, uno sentía, entre otras cosas, que estaba
viendo un cometa. Pero, a diferencia de los cometas verdaderos, éste era uno
que había aparecido como consecuencia del trabajo intelectual y manual de un
grupo de hombres, de un grupo de hombres que había utilizado el fuego de
Prometeo para colocar el nombre del país más allá de los límites terrestres.
Poco a poco, kilómetro a kilómetro, atravesaba el cielo como un Pegaso moderno.
Su imagen emocionaba. Conmovía. No era la de un objeto frío y extraño. En
cierto modo, tenía la magia de las estrellas: esa magia indescriptible,
irresistible y, además, responsable de la inspiración de más de un poeta. Indudablemente,
era hijo de la ciencia y de la tecnología. Mas, ninguno de los observadores
incurría en la equivocación de considerar que sólo era una creación tecnológica
y científica. Cada uno de sus componentes integraba la totalidad de una idea, de
un sueño, de una utopía que ya no poseía el rasgo que la definía como tal, es
decir, que ya no poseía su carácter utópico porque configuraba una realidad
impactante, indiscutible y, paradójicamente, increíble.
¿Alguien podía decir en ese instante que el
satélite no trasladaba una parte de la vida y la historia de los argentinos que
lo habían construido y, por supuesto, de los argentinos en general? ¿Alguien podía
asegurar que no transportaba en cada una de sus partículas la voz de Carlos
Gardel, las pinceladas de Benito Quinquela Martín, las palabras de Roberto Arlt,
los versos de Enrique Santos Discépolo, las notas de Atahualpa Yupanqui, los
discursos de Eva Perón y los goles de Diego Armando Maradona? ¿Alguien podía
garantizar que no llevaba la fragancia de los jazmines que son comprados en la
calle, el sabor de la carne que es asada en una parrilla, la imagen del
guardapolvo que es planchado por unas manos maternas o el embrujo del beso que es
robado con el consentimiento de la damnificada o el damnificado? ¿Y alguien podía
afirmar que no cargaba en sus paneles los reflejos de los elementos que enlazan
el mundo de la poesía, la religión y la filosofía, con el mundo de la
matemática, la física, la química, la astronomía y la ingeniería? Para sorpresa
de los que no habían creído en él y para disgusto de los que habían apostado a
su fracaso, subía y subía distanciándose de nosotros: los mortales, los que nos
arrastramos por el suelo, los que nos elevamos un poco, sólo un poco, con la
ayuda de una aeronave. No era un sueño satelital que estaba fuera de órbita, según
la opinión de un diario porteño. No era el resultado de una empresa satelital
que no funcionaba, según la opinión de un aspirante a la presidencia de la Nación. Ni era una heladera que
iba a estar en órbita, según la opinión de otro aspirante a dicho cargo. Por el
contrario, era una maravilla del intelecto y, en particular, del intelecto
nacional.
Por obra de unos científicos que habían confiado
en su país, el espacio recibía un fragmento de la Argentina y, por su intermedio,
un fragmento de la «Patria Grande». Sus medidas, cuatro metros de altura y
dieciséis metros de longitud, no correspondían a las dimensiones de algo
pequeño; sino a las dimensiones de algo grande; de algo que reproducía a una
escala menor el tamaño y el poder de un Estado que se extiende desde la Quebrada de Humahuaca hasta
el Polo Sur. A despecho de las cuestiones terrenales, el ARSAT-1 se adentraba
en la morada de las estrellas, de las constelaciones, de los antiguos dioses, trazando
un sendero de fuego. Y, mientras eso se desarrollaba de acuerdo a los cálculos
elaborados al respecto, algunos permanecían inmóviles y silenciosos. Otros
contenían la respiración. Otros lloraban. Y otros aplaudían. Con lentitud, ante
una multiplicidad de miradas, esa antorcha que atraía la atención de todos se
alejaba. Se empequeñecía. Y se convertía en una luz que titilaba, que se
apagaba, que desaparecía gradualmente en medio de la oscuridad y que se fundía
de una manera progresiva con el universo: con un universo que constituía el
testigo privilegiado de su triunfo.