ALGO MÁS QUE UN SATELITE
Elías Quinteros

¿Alguien podía decir en ese instante que el
satélite no trasladaba una parte de la vida y la historia de los argentinos que
lo habían construido y, por supuesto, de los argentinos en general? ¿Alguien podía
asegurar que no transportaba en cada una de sus partículas la voz de Carlos
Gardel, las pinceladas de Benito Quinquela Martín, las palabras de Roberto Arlt,
los versos de Enrique Santos Discépolo, las notas de Atahualpa Yupanqui, los
discursos de Eva Perón y los goles de Diego Armando Maradona? ¿Alguien podía
garantizar que no llevaba la fragancia de los jazmines que son comprados en la
calle, el sabor de la carne que es asada en una parrilla, la imagen del
guardapolvo que es planchado por unas manos maternas o el embrujo del beso que es
robado con el consentimiento de la damnificada o el damnificado? ¿Y alguien podía
afirmar que no cargaba en sus paneles los reflejos de los elementos que enlazan
el mundo de la poesía, la religión y la filosofía, con el mundo de la
matemática, la física, la química, la astronomía y la ingeniería? Para sorpresa
de los que no habían creído en él y para disgusto de los que habían apostado a
su fracaso, subía y subía distanciándose de nosotros: los mortales, los que nos
arrastramos por el suelo, los que nos elevamos un poco, sólo un poco, con la
ayuda de una aeronave. No era un sueño satelital que estaba fuera de órbita, según
la opinión de un diario porteño. No era el resultado de una empresa satelital
que no funcionaba, según la opinión de un aspirante a la presidencia de la Nación. Ni era una heladera que
iba a estar en órbita, según la opinión de otro aspirante a dicho cargo. Por el
contrario, era una maravilla del intelecto y, en particular, del intelecto
nacional.
Por obra de unos científicos que habían confiado
en su país, el espacio recibía un fragmento de la Argentina y, por su intermedio,
un fragmento de la «Patria Grande». Sus medidas, cuatro metros de altura y
dieciséis metros de longitud, no correspondían a las dimensiones de algo
pequeño; sino a las dimensiones de algo grande; de algo que reproducía a una
escala menor el tamaño y el poder de un Estado que se extiende desde la Quebrada de Humahuaca hasta
el Polo Sur. A despecho de las cuestiones terrenales, el ARSAT-1 se adentraba
en la morada de las estrellas, de las constelaciones, de los antiguos dioses, trazando
un sendero de fuego. Y, mientras eso se desarrollaba de acuerdo a los cálculos
elaborados al respecto, algunos permanecían inmóviles y silenciosos. Otros
contenían la respiración. Otros lloraban. Y otros aplaudían. Con lentitud, ante
una multiplicidad de miradas, esa antorcha que atraía la atención de todos se
alejaba. Se empequeñecía. Y se convertía en una luz que titilaba, que se
apagaba, que desaparecía gradualmente en medio de la oscuridad y que se fundía
de una manera progresiva con el universo: con un universo que constituía el
testigo privilegiado de su triunfo.