miércoles, 20 de abril de 2016

Consideraciones de un día lluvioso

por Elías Quinteros

Casandra, la hija del rey Príamo y la reina Hécuba que oficiaba como sacerdotisa del dios Apolo, predijo que el caballo de madera que los griegos habían dejado en la playa, antes de abandonar las costas del reino, iba a provocar la caída de Troya. Pero, los troyanos no le creyeron porque ella, por obra de un castigo divino, arrastraba una condena terrible: la de efectuar predicciones que la gente no tomaba en serio. A raíz de esta cuestión, los troyanos desoyeron las palabras de la sacerdotisa. Introdujeron el caballo en su ciudad ignorando que el mismo tenía un grupo de guerreros enemigos en su interior. Celebraron el final de la guerra. Se embriagaron. Y, finalmente, se durmieron. Durante la noche, mientras todo estaba en calma, los guerreros salieron del animal. Mataron a los centinelas. Abrieron las puertas que imposibilitaban la entrada de su ejército. Y contribuyeron de tal modo a la destrucción de esa urbe. Esta historia, narrada y narrada a través de los siglos, demuestra que Casandra no era una persona creíble, más allá de la causa que explica o trata de explicar su falta de credibilidad. Y, además, trasluce otro asunto. Tras diez años de guerra, es decir, diez años de padecimientos y muertes, los troyanos necesitaban escuchar que el conflicto bélico había terminado, que los griegos habían huido y que ellos habían triunfado. Por lo tanto, no verificaron la partida de la flota griega, ni revisaron el interior del caballo de madera. Vieron lo que deseaban ver. Oyeron lo que deseaban oír. Y creyeron en lo que deseaban creer.


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En concordancia con lo dicho, en más de una ocasión, más de uno predijo que el triunfo electoral de Mauricio Macri iba a provocar el sufrimiento del pueblo. Sin embargo, y a semejanza de Casandra, quienes realizaron dicha predicción no fueron escuchados por una parte considerable de la ciudadanía. Increíblemente, más de la mitad de la sociedad apostó a un gobierno conservador. Es decir, apostó a un gobierno que, por la circunstancia de presentar tal característica, no privilegia la satisfacción de las necesidades que afectan a los sectores populares. A ciencia cierta, en una democracia, la asunción de un gobierno conservador por el voto del pueblo constituye una paradoja y, a la vez, una trampa. Al fin y al cabo, si todo va bien, la mayoría paga el festín de la minoría que resulta beneficiada por la gestión gubernamental. Y, en cambio, si todo va mal, la mayoría paga el costo de la crisis. En otras palabras, la mayoría siempre paga. Siempre. Por ende, quien contribuye al triunfo de esta clase de gobierno, a pesar de no pertenecer a los sectores conservadores, es alguien que vota en contra de sus intereses. Es alguien que vota en contra de su progreso personal. Y es alguien que vota en contra de sus hijos. Pero, entonces, ¿por qué millones de personas que mejoraron económica y socialmente, durante el transcurso de la última década, por la obra de un gobierno popular, nacional y latinoamericano, eligieron un gobierno que representa lo opuesto? ¿Por qué? En verdad, podemos dar muchas respuestas si buscamos con un poco de atención. Sin duda, entre los votantes de Mauricio Macri, hallamos de todo: individuos que pertenecen a los sectores conservadores; que suponen ingenuamente que pertenecen a estos sectores; que defienden los intereses de los sectores ya citados, aunque no integren sus filas, porque obtienen algún beneficio al proceder así; que odian a Cristina Fernández; que odian al kirchnerismo; que odian al peronismo en general; que no fueron alcanzados por las políticas sociales que Néstor Kirchner y Cristina Fernández implementaron durante sus mandatos; que supusieron que las conquistas políticas, económicas y sociales realizadas durante la Década Ganada eran irreversibles; que creyeron que el macrismo era la continuación natural y prolija del peronismo; etc. Por lo tanto, no podemos visualizarlos como un conjunto homogéneo.

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Quienes fueron elegidos por esos votantes están desesperados. Su desesperación es inocultable. Por desgracia, no entienden o no quieren entender que la postración de la nación y, en consecuencia, del pueblo, por obra de las medidas que implementan a diario, va a arrastrarlos de un modo irremediable e irreversible. Hasta el momento, hicieron todo lo que estuvo a su alcance para beneficiar a unos pocos, en perjuicio de la mayoría, con un espíritu revanchista que recuerda el año 1955: liberaron la compraventa de dólares, devaluaron la moneda nacional, incrementaron la inflación, eliminaron las retenciones agropecuarias y mineras, echaron a miles de trabajadores estatales, crearon las condiciones para que miles de trabajadores privados perdiesen sus empleos, arremetieron contra la simbología kirchnerista, etc. Es decir, tomaron decisiones que alegraron y alegran a los más ricos con una eficiencia admirable. Mas, no fueron capaces de crear e implementar un plan económico. Desde su perspectiva, todo depende del dinero que pueda venir de afuera. Esta necesidad los condujo a asumir una actitud de complacencia con los fondos buitres que litigaron contra la Argentina, a aceptar las pretensiones de ellos y, en definitiva, a dejar las llaves de la nación en un juzgado extranjero. Verdaderamente, la sumisión del Poder Ejecutivo a las presiones de unos especuladores internacionales es un hecho lamentable y humillante. Pero, la conversión del Poder Legislativo en un cómplice de esta conducta resulta incalificable.

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Los legisladores que votaron a favor de la derogación de la Ley N° 26.017 o Ley Cerrojo y la Ley N° 26.984 o Ley de Pago Soberano no van a quedar en la historia como unos patriotas que hicieron lo correcto; ni como unos individuos realistas que resolvieron las secuelas de un problema grave y prolongado, de una manera práctica, a pesar de lo elevado de su costo; ni como unos visionarios que apoyaron la concreción de un buen negocio. Van a quedar como todos los que avalaron la sanción de leyes escandalosas que afectaron los derechos de las personas y los intereses de la nación. En otras palabras, van a quedar en la memoria colectiva como todos los que aprobaron la Ley de Punto Final, la Ley de Obediencia Debida, Ley de Reforma del Estado o la Ley de Convertibilidad. Por dicha razón, aunque traten de justificarse, sus argumentos son falaces, tan falaces que ni ellos mismos los creen. Algunos apoyaron la derogación de estas normas porque integran o representan a los sectores que se benefician con la gestión gubernamental y, en especial, con el endeudamiento nacional; otros, porque aceptan la disciplina partidaria; otros, porque suponen que la proximidad con el oficialismo puede reportarles un rédito político; y, otros, porque esperan que el Poder Ejecutivo les arroje un hueso. Sin embargo, nadie o casi nadie lo hizo pensando en la patria. Cada uno aportó lo suyo para que el Congreso Nacional fuese el escenario de un acto vergonzoso. Y, además, cada uno contribuyó a incrementar el desprestigio que envuelve a una parte de la clase política. El daño institucional es inmenso. Cuando las consecuencias de esta medida sean percibidas por el grueso de las personas, la sociedad va a repudiar a sus autores. Y cuando eso suceda, muchos no tendrán otra alternativa que la de esconder su rostro como el avestruz.

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Nos guste o no, nuestra vida cambiará. Por el aumento de los alimentos, comeremos menos. Y, por ende, no tendremos los problemas de las personas que tienen exceso de peso. Reemplazaremos la carne de vaca con la carne de pollo y la carne de pollo con los huesos de éste ya que son buenos para hacer una sopa. Dejaremos los postres. Aumentaremos la cuota semanal de arroz y fideos. Y aprovecharemos el pan viejo para hacer tostadas y budines. Por el aumento de la electricidad, viviremos austeramente, sin cosas superfluas como una televisión, un equipo de música y una computadora. Sustituiremos las lámparas del hogar con un sol de noche, el sol de noche con unas velas y las velas con unos fósforos. Nos acostaremos temprano. Y, por eso, dormiremos y descansaremos más. Lavaremos la ropa a mano para evitar el uso del lavarropas. Llevaremos nuestras prendas con arrugas para evitar el uso de la plancha. Subiremos por la escalera para evitar el uso del ascensor. Y, durante el verano, suplantaremos el aire acondicionado con un ventilador, el ventilador con un abanico y el abanico con unas ventanas abiertas. Por el aumento del gas, prescindiremos de las comidas que requieren la utilización de un horno. Y, durante el invierno, nos ducharemos en un minuto para usar el calefón con mesura. Lavaremos los platos, los cubiertos y los vasos con agua fría. Suplantaremos la estufa con las hornallas de la cocina. Y estaremos dentro de los ambientes con pulóveres, camperas y sobretodos. Por el aumento del teléfono, hablaremos personalmente en lugar de hacerlo a través de un aparato: algo que mejorará la comunicación humana. Y, por el aumento de los combustibles, los peajes y las tarifas del transporte público, caminaremos en lugar de viajar en un automóvil particular, un taxi, un colectivo, un subte o un tren: lo cual beneficiará nuestra salud y nuestra vida ya que haremos una actividad física y, por otro lado, reduciremos la contaminación ambiental.

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Más allá de lo expuesto, día a día, nuestro sistema republicano, federal y democrático se desdibuja. La división de poderes, base fundamental de una república, se convierte poco a poco en una ilusión que no puede ocultar ni disimular la influencia del Poder Ejecutivo sobre los dos restantes. Los gobiernos provinciales danzan alrededor del presidente de la Nación, a cambio de unas chirolas que les permitan llegar a fin de mes. Los medios de comunicación masiva protegen al gobierno nacional, desde la mañana hasta la noche, con un cerco informativo que sólo es desafiado por las pocas voces de la oposición que pueden expresarse libremente. Un conjunto de funcionarios que experimentan la embriaguez del poder desmantelan en forma gradual los planes educativos, sanitarios, laborales y asistenciales que beneficiaban a miles y miles de individuos, para transformar al Estado en una entidad eficiente. Y, en medio de un caos que se agiganta con el paso del tiempo, dos clases de estafados caldean el ambiente de la sociedad: los que dicen que no votaron a Mauricio Macri para que los precios subiesen, la gente perdiese sus empleos y las tarifas de los servicios públicos aumentasen de una manera brutal; y los que dicen que no votaron a algunos candidatos de la oposición para que el oficialismo hallase en ellos a unos aliados inesperados. Así, la indignación crece. La bronca se acumula detrás de cada mirada silenciosa. Las protestas se multiplican adquiriendo la forma de paros, marchas, piquetes, manifestaciones y cacerolazos. Y el futuro aparece en el horizonte como un interrogante que deja una siembra de incertidumbre y preocupación. En este contexto, la concentración multitudinaria del 24 de marzo, en la Plaza de Mayo, a favor de la vigencia de los derechos humanos y en contra de la visita del presidente estadounidense; y la del 13 de abril, en los Tribunales Federales de Comodoro Py, a favor de Cristina Fernández y en contra del encarcelamiento de la ex mandataria; revelan la existencia de una capacidad de reacción y organización popular que despierta y sustenta la esperanza.

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El pueblo es el custodio de la democracia. Y, si no lo es, debe serlo. Esa es una obligación indelegable. En estos momentos, quienes fueron elegidos por la ciudadanía y quienes fueron designados por los funcionarios que obtuvieron el apoyo de las urnas no gobiernan para los sectores populares. Al contrario, lo hacen para una porción minoritaria. Por ende, la movilización del pueblo es legítima. Nadie que razone adecuadamente puede pretender que el grueso de la sociedad acepte con mansedumbre las medidas económicas que afectan a millones de individuos, ni que los beneficiados por la gestión anterior aparten de sus pensamientos a la responsable de los beneficios que tuvieron. Por ese motivo, la multitud que se concentró ante los Tribunales Federales de Comodoro Py, a pesar de la lluvia que caía sobre la ciudad de Buenos Aires, evidenció con su presencia y su magnitud la distancia que existe entre la democracia que tuvimos y la democracia que tenemos. “Cada vez que un Movimiento Político de carácter Nacional y Popular fue derrocado o finalizó su mandato —de acuerdo a una parte del texto que Cristina Fernández dejó en los estrados judiciales— las autoridades que lo sucedieron utilizaron en forma sistemática la descalificación de sus dirigentes, atribuyéndoles la comisión de graves delitos, siempre vinculados con abusos de poder, corrupción generalizada y bienes mal habidos”. “Sin embargo, los verdaderos motivos siempre fueron los mismos: por un lado, barrer con las conquistas logradas y los derechos adquiridos por la sociedad en sus diferentes estamentos y actividades; por el otro, imponer programas de ‘ajuste’ y endeudamiento -matrimonio indisoluble- utilizando la supuesta corrupción para ocultar ambos objetivos. Con el correr de los años cada uno de esos supuestos ‘procesos moralizadores’ devinieron en formidables transferencias de ingreso y patrimonio de las grandes mayorías a las elites gobernantes y sus grupos económicos vinculados, saliendo a la luz los escandalosos mecanismos de corrupción para hacer operativas esas políticas”. “(…) lo que sucede en la actualidad debe ser inscripto en un contexto político e institucional que se ha repetido a lo largo de nuestra historia: los avances y retrocesos que en materia de derechos y bienestar han sufrido en el pasado y vuelven a sufrir hoy los argentinos”. “(…) una vez más la historia se repite y el pasado vuelve a atrapar a los argentinos: endeudamiento, devaluación, despidos, persecuciones políticas, tarifazos en servicios públicos esenciales e indispensables, estampidas imparables de precios, comercios cerrados, industrias en crisis, censura y cercenamiento a la libertad de expresión, son sólo algunas de las calamidades que el nuevo Gobierno ha provocado en apenas 120 días (…)”. Tales palabras coinciden con un pasaje del discurso pronunciado unos instantes más tarde, en la calle, ante la multitud que la aguardaba: “(…) ¿cuál es el hilo conductor de cada uno de estos procesos moralizadores? (…) ¿Eran moralizadores? No, venían por los derechos, las conquistas que habían logrado millones de argentinos que habían mejorado su vida en esos proyectos políticos, que no es otra cosa que el movimiento nacional y popular que se encarna en las distintas épocas bajo distintas formas (…)”.