¿Cómo estábamos
antes? ¿Cómo estamos ahora? ¿Estamos mejor? ¿O estamos peor? ¿Cómo estamos?
Hace un tiempo, ante una multitud que la escuchaba bajo la lluvia, Cristina
Fernández planteó esta inquietud. Y, al realizarlo, estableció de una manera
simple y precisa el eje de la discusión. ¿Cuánto gastamos en estos días? ¿Gastamos
menos que el año pasado? ¿Gastamos lo mismo? ¿O gastamos más? Todos sabemos
cuál es la respuesta correcta. Nadie ignora qué sucedió con la electricidad, el
gas, el agua y el teléfono; con los productos lácteos, la carne, las verduras y
las frutas; con el transporte público; con la nafta; con las expensas de los
edificios; con los alquileres de las casas y los departamentos; y con las
cuotas de los colegios privados y las empresas de medicina prepaga; entre otras
cosas. En unos pocos meses, todo se encareció notablemente. Los precios se
elevaron hasta el cielo. Y el poder adquisitivo de las remuneraciones se redujo
de un modo apreciable. Nosotros —que no figuramos entre los criadores más
importantes de ganado, ni entre los productores más importantes de trigo, maíz,
girasol o soja; y que no constamos entre los accionistas de una explotación
minera, una industria que tiene una posición dominante, una empresa que presta
un servicio público, una cadena de supermercados, un banco o un grupo
comunicacional—; no pertenecemos a los sectores que se beneficiaron con las
decisiones del gobierno nacional y, por ende, con la transferencia de riquezas
que se produjo como consecuencia de esas decisiones. A diferencia de los que
«ganaron» con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia, no obtuvimos nada
con la devaluación de la moneda, la eliminación total o parcial de las
retenciones, el incremento de las tarifas y los precios, el aumento de los
desocupados, el pago de la deuda reclamada por los «fondos buitres», etc. Nosotros,
para decepción de los que suponen lo contrario, pertenecemos al bando que perdió,
al bando que entregó una parte sustancial de sus ingresos a los que tienen más
dinero. Al respecto, si votamos por Daniel Scioli o Mauricio Macri, si votamos
en blanco o si, directamente, no votamos, carece de importancia. La
circunstancia de ver a los sectores dominantes desde afuera y, en especial,
desde abajo, es lo concluyente.
* * * * *
Nosotros, los que
perdimos, teníamos un país. Este no era perfecto. Pero, tampoco constituía una
calamidad. Había mejorado enormemente con el paso de los años, por obra de
todos los que lo habíamos reconstruido día a día, ladrillo a ladrillo. Por otro
lado, la posibilidad de hacer lo que faltaba y de modificar lo que estaba mal
no era algo quimérico, sino algo factible. Mas, eso no duró mucho. A partir de
la asunción presidencial de Mauricio Macri, nuestro país desapareció. Dejó de
existir. Y adquirió la inmaterialidad de un recuerdo. Los cruzados del
neoliberalismo lograron esa proeza. Como los terremotos, los tornados, los incendios o las topadoras que destruyen
en unos instantes una casa que, quizás, fue construida a lo largo de una vida,
socavaron en seis meses una obra que costó doce años de sacrificios. El
resultado de su actuación deja en claro que un gobierno conservador y
revanchista que carece de planificación y tacto político es nefasto para el
pueblo porque éste sufre las consecuencias negativas de las medidas que
favorecen a los sectores dominantes y las consecuencias negativas de las
torpezas que sabotean la gestión gubernativa. Esta es una situación que nos
perjudica por partida doble y que, como añadidura, nos desconcierta profundamente.
Aquí, no estamos ante unos hombres y unas mujeres de la derecha vernácula que
llegaron a la Casa Rosada,
los ministerios y las secretarías, tras el derrocamiento del gobierno, la
desestabilización de la economía, la proscripción política de la oposición, el
fraude electoral o la utilización de una fuerza «popular» o «progresista». Aunque emerja como una cuestión ilógica, nos hallamos ante una fuerza conservadora
que fue votada por la sociedad, a través de un procedimiento democrático. Quienes
sufragaron por Mauricio Macri y, luego, perdieron su empleo, su comercio o su
empresa por la política oficial, no lo hicieron obligadamente. Lo hicieron en
forma voluntaria.
* * * * *
Desde que llegaron, los
neoliberales de la actualidad quieren borrar las huellas del kirchnerismo. No
perdonan su obra de gobierno. No perdonan el incremento de la producción y el
trabajo, ni la vigencia de los derechos laborales, ni la ampliación del mercado
interno, ni el aumento del consumo, porque eso favoreció los intereses de los
trabajadores y los empresarios pequeños y medianos. No perdonan la modificación
de la Corte Suprema
de Justicia, ni la defensa de los derechos humanos, ni la admisión del
matrimonio igualitario, ni la regulación de la muerte digna, ni la promoción
del Memorándum de Entendimiento con la República Islámica
de Irán, porque eso contempló los reclamos de varios sectores de la sociedad.
No perdonan la llegada de Cristina Fernández a la presidencia de la Nación, ni el desempeño de
un cargo tan importante por parte de ella, porque eso reivindicó la condición
de la mujer. No perdonan el otorgamiento de la Asignación Universal
por Hijo, ni la multiplicación de las vacunas que son obligatorias, ni la
creación del canal educativo Pakapaka, ni la entrega de netbooks a los
estudiantes, ni la posibilidad de votar con dieciséis años de edad, porque eso
mejoró la situación de los niños y los jóvenes. Y no perdonan la universalización
de los beneficios previsionales, ni el aumento de las jubilaciones y las
pensiones, porque eso modificó la existencia de los ancianos. Por lo visto, no
cuestionan al kirchnerismo por lo que no hizo, ni por lo que hizo mal. Lo cuestionan
por lo que hizo bien. A raíz de esto, transformaron el Salón de las Mujeres Argentinas de la Casa Rosada en una
oficina común y corriente. Reemplazaron las imágenes de los próceres argentinos que
adornaban el despacho presidencial por imágenes que no tienen un contenido
político. Retiraron los cuadros de Néstor Kirchner y
Hugo Chávez que integraban la
Galería de los Patriotas Latinoamericanos de la Casa de Gobierno y engalanaban
el balcón que era utilizado por Cristina Fernández cada vez que daba sus discursos
a la militancia. Eliminaron la obligación de incluir el canal Telesur en la
grilla de los operadores de cable. Destruyeron el muñeco de Zamba que estaba en
Tecnópolis. Desmantelaron la sala que homenajeaba a Néstor Kirchner en el CCK.
Reubicaron los bustos de Juan Domingo Perón, Héctor J. Cámpora y Néstor
Kirchner que estaban emplazados en el hall central de la Casa Rosada. Y retiraron la
camiseta de Racing y los mocasines de Néstor Kirchner que yacían en Museo del
Bicentenario.
* * * * *
Pero, esto no es nuevo. El
5 de marzo de 1956, Pedro Eugenio Aramburu firmó el Decreto-Ley N° 4.161. Esta
norma prohibía la utilización con fines de «afirmación ideológica peronista» o
«propaganda peronista»; por «individuos aislados», «grupos de individuos»,
«asociaciones», «sindicatos», «partidos políticos», «sociedades» y «personas
jurídicas públicas o privadas»; de «imágenes», «símbolos», «signos», «expresiones
significativas», «doctrinas», «artículos» y «obras artísticas»; como la «fotografía»,
el «retrato» o la «escultura» de los «funcionarios peronistas» y de sus «parientes»;
el «escudo» y la «bandera peronista»; el «nombre propio» del «presidente depuesto»
y de sus «parientes»; las expresiones «peronismo», «peronista», «justicialismo»,
«justicialista» y «tercera posición»; la abreviatura «PP»; las «fechas
exaltadas por el régimen depuesto»; las composiciones musicales conocidas como «Marcha
de los Muchachos Peronistas» y «Evita Capitana»; los «fragmentos de las
mismas»; y los discursos del «presidente depuesto» y de su «esposa». Establecía
la caducidad de las «marcas de industria, comercio y agricultura»; y de las
«denominaciones comerciales o anexas»; que consistían en las «imágines», los
«símbolos» y los «demás objetos» señalados previamente. Y castigaba estas
conductas con «prisión de treinta días a seis años»; «multa de m$n 500 a m$n 1.000.000»;
«inhabilitación absoluta» por el doble del tiempo de la «condena», para el
desempeño como «funcionario público» o como «dirigente político o gremial»;
«clausura por quince días» en el caso de «empresas comerciales»; y «clausura
definitiva» en el caso de «reincidencia». Las motivaciones del decreto-ley
figuraban en sus «considerandos». Según los mismos, el «Partido Peronista»
había creado «imágenes», «símbolos», «signos», «expresiones significativas»,
«doctrinas», «artículos» y «obras artísticas», como parte de una «intensa propaganda»
que había engañado la «conciencia ciudadana». Tales objetos habían tenido como
fin la difusión de una «doctrina» y una «posición política», que ofendían el
«sentimiento democrático del pueblo Argentino» y constituían una afrenta que
era «imprescindible borrar», porque recordaban una «época de escarnio y de
dolor para la población del país» y configuraban un «motivo de perturbación»
para la «paz interna de la
Nación» y una «rémora» para la consolidación de la «armonía
entre los Argentinos». A su vez, esas «doctrinas y denominaciones simbólicas»
habían tenido el «triste mérito de convertirse en sinónimo» de las «doctrinas»
y de las «denominaciones similares» de las «grandes dictaduras» de ese siglo que
el «régimen depuesto» había parangonado. Esto hacía indispensable la «radical
supresión» de dichos «instrumentos» o de «otros análogos» y la «prohibición de
su uso» en el ámbito de las «marcas» y las «denominaciones comerciales». ¿Esto
resulta familiar?
* * * * *
Para Alfonso
Prat-Gay, actual Ministro de Hacienda y Finanzas Públicas, los argentinos somos
cooptados cada diez años, por un «caudillo que viene del norte, del sur (…) de
provincias de muy pocos habitantes, con un currículum prácticamente desconocido».
De acuerdo a esta manifestación, una manifestación que se nutre con lo más
concentrado del pensamiento sarmientino, la idea del «caudillo» remite a la imagen
de un «bárbaro» que comandaba una «montonera», es decir, un conjunto desorganizado
de «bárbaros armados» que estaba formado por «gauchos» que encarnaban la «barbarie»
en su «expresión más radical». La ligazón del «caudillo» con una provincia de «muy
pocos habitantes» nos coloca ante el «desierto», ante el escenario arquetípico
de la «barbarie»: un escenario que estaba poblado por indios, negros, mestizos,
mulatos, zambos y blancos que no defendían el «liberalismo económico», la «cultura
europea y las «prácticas burguesas». Y, finalmente, la alusión a un «currículum
prácticamente desconocido» no nos habla de los antecedentes de un político,
sino de los antecedentes de un empresario. En otras palabras, nos hallamos ante
la visión de un economista que, desde la posición de un «civilizado», presenta
a la «política» o, con más exactitud, a la «política popular y nacional», como
una expresión de la «barbarie». A tono con lo dicho, este representante de la
ortodoxia económica considera que esa «barbarie» está en el Estado, en los
empleados que trabajan para el mismo, en la «grasa militante»: una expresión
llamativa que conecta el término «grasa» (que equivale a «negrada», «aluvión
zoológico», «barbarie» y, por extensión, «peronismo», «populismo», «autoritarismo»
y «demagogia»); con el término «militante» (que equivale a «práctica política»
que favorece o pretende favorecer a los individuos que constituyen la «grasa»).
Por dicho motivo, desde la postura de este economista, la concepción de la
actividad del gobierno nacional como el acomodamiento de la «basura» resulta
razonable porque la «grasa militante» no pertenece al mundo de lo humano.
* * * * *
La vida es para los
que pueden pagar los bienes y los servicios que son brindados por la sociedad.
Quienes pueden pagarlos tienen derecho a disfrutarlos. El resto carece de tal
derecho. Y no lo tiene aunque piense sinceramente lo opuesto. De acuerdo al
economista Javier González Fraga, la gestión anterior hizo creer a un «empleado
medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos
e irse al exterior». Tal actitud configura un engaño y una crueldad. Desdibuja
la «diferencia» que existe entre las clases. Y subestima a la gente porque,
conforme lo afirmado por el Ministro de Energía y Minería Juan José Aranguren,
el consumidor deja de «consumir lo que considera alto». Mas, no podemos
equiparar al individuo que no compra un automóvil de lujo por lo elevado de su
precio con el individuo que no compra un kilo de pan o un litro de leche por la
misma razón. Unicamente, quien apoya a un presidente que gobierna para los
ricos o, mejor dicho, para los más ricos, puede aceptar con tranquilidad que
una persona no pueda adquirir un producto que satisface una necesidad básica o
una comodidad mínima porque no tiene el dinero necesario para realizar dicha
adquisición. Los que exteriorizan esta actitud presentan dos características. Por
un lado, ponen o tratan de poner el pie sobre los que definen como «inferiores».
Y, por el otro, bajan la cabeza ante los que ven como «superiores», aunque esa visión
esté desvirtuada por cuestiones personales. Así, nuestro Ministro de Hacienda y
Finanzas Públicas, en lugar de pedir perdón a los que revistan entre los
desocupados por culpa de su política económica, pide perdón a los empresarios
españoles que obtuvieron ganancias extraordinarias en los últimos años,
superando el grado de servilismo demostrado por Julio Argentino Roca (h), y
Guillermo F. Leguizamón, tras la firma del Tratado
Roca – Runciman, en la «Década Infame».
* * * * *
En contraposición con los profetas
del Antiguo Testamento, estos cruzados del neoliberalismo no se preocupan por los
«huérfanos», las «viudas», los «extranjeros» y los «pobres». Al contrario, tienen una cuestión personal
con ellos. Por ejemplo, quienes convirtieron a Zamba —el personaje animado del canal de
televisión Pakapaka que enseñó la historia argentina a millones de chicos,
desde la perspectiva de un niño formoseño que viaja a través del tiempo— en un conjunto de pedazos que
quedaron tirados sobre el suelo, con una saña que resulta indisimulable, no
destruyeron algo que, según el Ministro de Medios y Contenidos Públicos Hernán
Lombardi, estaba podrido por dentro. Destruyeron una ilusión: una ilusión que
alimentaba la imaginación de los chicos. Para estos, Zamba era más que un
objeto inanimado. El estaba vivo. Era un niño que le hablaba al resto de los
niños en su idioma. Era un niño que compartía sus juegos. Y era un niño que,
además, comentaba con una cuota de humor los hechos importantes de nuestro
pasado. En su compañía, los pequeños dialogaban con Manuel Belgrano, José de
San Martín y Simón Bolívar. Participaban en la jura de la bandera, en el cruce
de la Cordillera
de los Andes, en la
Entrevista de Guayaquil y en el Combate de la Vuelta de Obligado. Comprendían
el significado de la última dictadura. Y, sin advertirlo, obtenían los
beneficios de una experiencia que reunía el entretenimiento y el conocimiento. Pero,
ahora, su destrucción por quienes dicen que están preocupados por la niñez y la
infancia nos coloca en una situación complicada. ¿Qué haremos con los pequeños?
¿Qué les diremos? ¿Los transformaremos en los destinatarios de una mentira
piadosa para preservar su inocencia? O, en cambio, ¿les confiaremos la verdad?
* * * * *
¿Qué podemos hacer
cuando advertimos que las palabras no tienen la posibilidad de describir la
realidad en la totalidad de su dimensión? ¿Qué podemos decir? ¿Qué podemos
escribir? A veces, cuando la realidad elude a las palabras que intentan
expresarla, el silencio es más conveniente y más respetuoso. Pero, las palabras
no fueron creadas para que las personas las guarden en el fondo de un arcón.
Todas, sin excepción, fueron concebidas para que alguien las pronuncie y para
que alguien las escriba, es decir, para que alguien las utilice e, incluso,
para que alguien las utilice en la empresa paradójica de describir lo
indescriptible. Entonces, en esos casos, ¿debemos conformarnos con acariciar la
superficie de una realidad que oculta sus secretos más profundos detrás de un
muro inexpugnable? No. No debemos hacer eso. Debemos escuchar al pueblo. En este sentido, las
multitudes que protagonizaron la sucesión de huelgas, movilizaciones, manifestaciones, piquetes y campamentos
que se produjeron en los últimos tiempos; al igual que las multitudes que conmemoraron
el cuadragésimo aniversario del inicio de la última dictadura, acompañaron la
presentación de Cristina Fernández en el juzgado de Claudio Bonadio y protestaron
contra la política de despidos del gobierno nacional, el veto de la ley de
emergencia ocupacional y la violencia de género; fueron elocuentes. A seis meses
del final de un mandato y el comienzo de otro, nadie puede negar que estamos
presenciando un enfrentamiento entre la parte movilizada de un pueblo que
empuja a su dirigencia política, gremial y social, con la firmeza de sus
demandas; y un gobierno que pierde su legitimidad de origen a medida que afecta
las normas constitucionales, la libertad de prensa, la justicia y los derechos
de las mayorías, con sus decisiones oficiales: circunstancia que renueva la
confrontación que existe desde 1810, entre dos modelos de país que son
incompatibles desde más de un punto de vista (el de una entidad soberana y el
de una entidad colonial). A pesar del resultado de las elecciones; de la
ventaja de la fuerza política que domina el Estado nacional, el Estado
bonaerense y el Estado porteño; y del poder de los medios comunicacionales; miles
y miles de ciudadanos defienden sus opiniones en la mesa del hogar y las mesas
del bar, manifiestan sus ideas a través de las redes sociales y las radios que
les permiten expresarse libremente, denuncian, reclaman y plantean sus
objeciones en los estrados judiciales, entre otras acciones. Es cierto. Una
parte de los afectados no reacciona. No dice ni hace nada. Sólo está quieta y
silenciosa. Sin embargo, la otra entiende que se encuentra en un barco que se
hunde poco a poco, por la impericia del capitán y la tripulación, con los que
viajan en la tercera clase, en la segunda e, incluso, en la primera. ¿Qué
sucederá con esta embarcación en los próximos días, en las próximas semanas y
en los próximos meses? Sin duda, su destino dependerá en muchos sentidos de lo
que nosotros permitamos que acontezca.