Elías Quinteros
Los que desean en el presente un peronismo sin
Cristina Fernández no advierten que son como los que deseaban en el pasado un
peronismo sin Juan Domingo Perón. A semejanza de los que soñaban con el ocaso
político del fundador del movimiento social y político más importante de la
historia argentina, no entienden ni quieren entender que sus deseos carecen de
importancia cuando el pueblo desea algo diferente. Y, en este momento, el
pueblo, la gente, el común de las personas, quiere a Cristina Fernández porque
ella garantiza dos cosas: la constitución de una oposición real y efectiva que frene
el avance neoliberal y la unidad de las fuerzas peronistas y no peronistas que
constituyen el campo nacional y popular. Ella es la única figura política que
detenta la legitimidad necesaria para representar a las mujeres y a los hombres
que recorren las calles y los caminos de la patria, como consecuencia de lo
realizado durante sus dos presidencias. Pero, tal legitimidad carece de una
aplicación práctica sin la presencia de un conjunto de fuerzas que instrumenten
su candidatura y posibiliten su elección, por parte de los votantes que quieren
verla en el Congreso Nacional. Suponer que la sociedad argentina puede obtener
algún beneficio con la conducta de los que obstaculizan este armado político,
poniendo en peligro la posibilidad de construir una oposición fuerte que pueda
triunfar electoralmente, equivale a pecar de ingenuidad. Aquí, la cuestión
consiste en volver. Es decir, consiste en volver a un sueño que surgió hace
algunos años, en medio del humo y las cenizas que se esparcían sobre las ruinas
de la Argentina. Consiste en volver a una nación diferente. Consiste en volver
a una sociedad justa y, en su defecto, menos injusta que la que padecemos en este
instante. Y consiste en volver a una realidad con chicos que comían, jugaban y
estudiaban, en lugar de trabajar, mendigar o delinquir; con adultos que tenían
un empleo digno; con ancianos que adquirían sin ninguna dificultad los medicamentos
que necesitaban para vivir; y con familias que cenaban cada quince o treinta
días en una pizzería o un restaurante; o que visitaban de tanto en tanto un
cine o un teatro; o que veraneaban durante una o dos semanas en la playa, el
campo o la montaña; o que pagaban a plazos un electrodoméstico, un automóvil o
una vivienda. Tal retorno es posible. A pesar de los ladrones de ilusiones, o
sea, a pesar de esos personajes siniestros y crueles que acobardan y desalientan,
podemos hacerlo.
Hace un tiempo, un día antes del recambio
presidencial, una multitud ocupó la Plaza de Mayo y las zonas aledañas para
expresarle a Cristina Fernández que aprobaba y agradecía su gestión de
gobierno. A partir de ese hecho, algo atípico en la historia argentina, la gente
esparció un cántico que dice sintéticamente: «vamos a volver», «vamos a volver».
Pero, ¿qué se esconde detrás de esta manifestación de la creatividad popular?
¿Una necesidad? ¿Un deseo?¿Una creencia? ¿Una certeza? ¿O una combinación de
todo? Obviamente, no estamos ante la vuelta a una edad dorada, a un tiempo
idílico, a una época cristalizada que sobrevive en la memoria colectiva como
algo ideal y perfecto. Estamos ante una vuelta muy especial, ante la vuelta a
un tiempo dramático, heroico, bello y, por instantes, trágico que dio un
sentido a la existencia de la sociedad con sus victorias y sus derrotas. En
otros términos, estamos ante la vuelta a la «Década Ganada», ante la vuelta al
25 de mayo de 2003, ante la vuelta al día que selló el inicio de un período de
realizaciones extraordinarias y ante la vuelta a la posibilidad de soñar, de
luchar por los sueños, de triunfar en la lucha y de conocer la dicha y la paz
con el triunfo. Insisto no es la vuelta a un paraíso perdido que, por su
condición de tal, no habilita ninguna clase de vuelta. En cierto modo, es la
vuelta a una tierra prometida con el objeto de constituir una nación grande y
bendecida por Dios. Lógicamente, para la oligarquía nativa, la imagen de la
vuelta —una imagen que implica el retorno de Cristina Fernández y, por ende,
del kirchnerismo y, por ende, del peronismo—, tiene un significado diferente.
Es la imagen de la vuelta de la barbarie, de esa barbarie que vuelve, vuelve y
vuelve. Es la imagen de «La vuelta del malón»: la pintura de Angel Della Valle
que simboliza la agresión de la barbarie contra la civilización, mediante una
serie de elementos que encarnan el ataque contra la vida (dos cabezas humanas),
la libertad (una cautiva), la propiedad (un maletín y varios caballos), y la
religión (una cruz, una custodia, un cáliz y un incensario). O, expresado de
otra forma, es la imagen de esos indios belicosos que representan algo que
aconteció en el pasado y, a la vez, algo que acontece en el presente, cada vez
que contemplamos el lienzo.
La idea de la vuelta forma parte de la cultura
argentina. Al respecto, pensemos en José Hernández y en «La vuelta de Martín
Fierro», en Alfredo Le Pera y en «Volver» (el tango que nos enseñó que veinte
años no son nada), y en Aníbal Troilo y en «Nocturno a mi barrio» (la obra que
nos explicó que él siempre está llegando y, por lo tanto, volviendo). Y, con
una mayor especificidad, está asociada a la existencia del peronismo. Al fin y
al cabo, el peronismo tiene en su historia, por ejemplo, la vuelta de Juan
Domingo Perón de su detención en la isla de Martín García y de su exilio en los
territorios de Paraguay, Nicaragua, Panamá, Venezuela, República Dominicana y
España; la frase de Túpac Katari que fue retomada por Evita («Volveré y seré
millones»); y la vuelta de los restos mortales de esta última, tras su robo,
ocultamiento, vejamen y traslado al exterior. Tal noción —que mantiene con vida
el recuerdo de Odiseo, el héroe griego que vuelve al reino de Itaca y, por ello,
a la morada de su esposa Penélope y su hijo Telémaco, después de veinte años de
lucha contra la adversidad—, no está asociada en nuestro caso a la figura de un
ministro, un senador, un diputado o un gobernador. Por el contrario, está
vinculada, para desgracia de cualquiera que aspire a un liderazgo que no
merece, a la imagen de Cristina Fernández: la mujer que enfrentó a las
patronales del campo, al Grupo Clarín, a los partidos políticos de la oposición,
al «partido judicial» y a los «fondos buitres», entre otros. Los compañeros y las
compañeras no ignoran esta verdad. La conocen bien. Y dicha afirmación también incluye
a los que pretenden que ella no regrese porque consideran que su prestigio
puede sufrir un daño irreparable si participa en la contienda electoral. Tanto
cuidado resulta llamativo e inquietante. Ciertamente, la sobreactuación de una
persona resalta lo que ésta procura ocultar.
A días o, más bien, a horas del vencimiento del plazo
para la presentación de candidaturas, los bandos están definidos. De un lado,
vemos a los que apuestan a favor de la unidad y la reactivación de un proyecto
popular y, del otro, a los que apuestan a favor de la ruptura y los intereses
de la coalición gobernante, aunque afirmen que buscan lo contrario. Cada uno
sabe cuál es su lugar. Cada uno sabe si debe estar con Cristina Fernández o si
debe estar con los que se oponen a ella, más allá de quién o quiénes tengan
derecho a utilizar la denominación «Partido Justicialista», la sigla «PJ», el
escudo partidario o los rostros de Perón y Evita. El peronismo, a no dudarlo, es
más que eso. Es un fenómeno complejo, multifacético y desconcertante que elude
las clasificaciones. Es un misterio y, por instantes, un misterio que resiste
cualquier intento de esclarecimiento. Y es una realidad política, social y
cultural tan grande que no cabe dentro de una denominación, ni dentro de una
sigla, ni dentro de una figura gráfica. Básicamente, constituye la expresión de
las necesidades y las concreciones del pueblo. Pero, tal particularidad está
sujeta a una validación constante. Por ende, la transformación del Partido
Justicialista en un sello, en una forma sin contenido, en una cáscara vacía,
como consecuencia de la falta de esa validación, es una posibilidad permanente.
La simbología y la estructura partidaria con su logística y su incidencia son
importantes. Sin embargo, no garantizan el triunfo electoral. Sólo el apoyo de
la gente lo hace. Y, en estos tiempos tan extraños y convulsionados, la gente
común y corriente, en una proporción que no es despreciable, quiere que
Cristina Fernández vuelva.