martes, 20 de junio de 2017

La vuelta por Elías Quinteros

LA VUELTA

Elías Quinteros

Los que desean en el presente un peronismo sin Cristina Fernández no advierten que son como los que deseaban en el pasado un peronismo sin Juan Domingo Perón. A semejanza de los que soñaban con el ocaso político del fundador del movimiento social y político más importante de la historia argentina, no entienden ni quieren entender que sus deseos carecen de importancia cuando el pueblo desea algo diferente. Y, en este momento, el pueblo, la gente, el común de las personas, quiere a Cristina Fernández porque ella garantiza dos cosas: la constitución de una oposición real y efectiva que frene el avance neoliberal y la unidad de las fuerzas peronistas y no peronistas que constituyen el campo nacional y popular. Ella es la única figura política que detenta la legitimidad necesaria para representar a las mujeres y a los hombres que recorren las calles y los caminos de la patria, como consecuencia de lo realizado durante sus dos presidencias. Pero, tal legitimidad carece de una aplicación práctica sin la presencia de un conjunto de fuerzas que instrumenten su candidatura y posibiliten su elección, por parte de los votantes que quieren verla en el Congreso Nacional. Suponer que la sociedad argentina puede obtener algún beneficio con la conducta de los que obstaculizan este armado político, poniendo en peligro la posibilidad de construir una oposición fuerte que pueda triunfar electoralmente, equivale a pecar de ingenuidad. Aquí, la cuestión consiste en volver. Es decir, consiste en volver a un sueño que surgió hace algunos años, en medio del humo y las cenizas que se esparcían sobre las ruinas de la Argentina. Consiste en volver a una nación diferente. Consiste en volver a una sociedad justa y, en su defecto, menos injusta que la que padecemos en este instante. Y consiste en volver a una realidad con chicos que comían, jugaban y estudiaban, en lugar de trabajar, mendigar o delinquir; con adultos que tenían un empleo digno; con ancianos que adquirían sin ninguna dificultad los medicamentos que necesitaban para vivir; y con familias que cenaban cada quince o treinta días en una pizzería o un restaurante; o que visitaban de tanto en tanto un cine o un teatro; o que veraneaban durante una o dos semanas en la playa, el campo o la montaña; o que pagaban a plazos un electrodoméstico, un automóvil o una vivienda. Tal retorno es posible. A pesar de los ladrones de ilusiones, o sea, a pesar de esos personajes siniestros y crueles que acobardan y desalientan, podemos hacerlo.

Hace un tiempo, un día antes del recambio presidencial, una multitud ocupó la Plaza de Mayo y las zonas aledañas para expresarle a Cristina Fernández que aprobaba y agradecía su gestión de gobierno. A partir de ese hecho, algo atípico en la historia argentina, la gente esparció un cántico que dice sintéticamente: «vamos a volver», «vamos a volver». Pero, ¿qué se esconde detrás de esta manifestación de la creatividad popular? ¿Una necesidad? ¿Un deseo?¿Una creencia? ¿Una certeza? ¿O una combinación de todo? Obviamente, no estamos ante la vuelta a una edad dorada, a un tiempo idílico, a una época cristalizada que sobrevive en la memoria colectiva como algo ideal y perfecto. Estamos ante una vuelta muy especial, ante la vuelta a un tiempo dramático, heroico, bello y, por instantes, trágico que dio un sentido a la existencia de la sociedad con sus victorias y sus derrotas. En otros términos, estamos ante la vuelta a la «Década Ganada», ante la vuelta al 25 de mayo de 2003, ante la vuelta al día que selló el inicio de un período de realizaciones extraordinarias y ante la vuelta a la posibilidad de soñar, de luchar por los sueños, de triunfar en la lucha y de conocer la dicha y la paz con el triunfo. Insisto no es la vuelta a un paraíso perdido que, por su condición de tal, no habilita ninguna clase de vuelta. En cierto modo, es la vuelta a una tierra prometida con el objeto de constituir una nación grande y bendecida por Dios. Lógicamente, para la oligarquía nativa, la imagen de la vuelta —una imagen que implica el retorno de Cristina Fernández y, por ende, del kirchnerismo y, por ende, del peronismo—, tiene un significado diferente. Es la imagen de la vuelta de la barbarie, de esa barbarie que vuelve, vuelve y vuelve. Es la imagen de «La vuelta del malón»: la pintura de Angel Della Valle que simboliza la agresión de la barbarie contra la civilización, mediante una serie de elementos que encarnan el ataque contra la vida (dos cabezas humanas), la libertad (una cautiva), la propiedad (un maletín y varios caballos), y la religión (una cruz, una custodia, un cáliz y un incensario). O, expresado de otra forma, es la imagen de esos indios belicosos que representan algo que aconteció en el pasado y, a la vez, algo que acontece en el presente, cada vez que contemplamos el lienzo.

La idea de la vuelta forma parte de la cultura argentina. Al respecto, pensemos en José Hernández y en «La vuelta de Martín Fierro», en Alfredo Le Pera y en «Volver» (el tango que nos enseñó que veinte años no son nada), y en Aníbal Troilo y en «Nocturno a mi barrio» (la obra que nos explicó que él siempre está llegando y, por lo tanto, volviendo). Y, con una mayor especificidad, está asociada a la existencia del peronismo. Al fin y al cabo, el peronismo tiene en su historia, por ejemplo, la vuelta de Juan Domingo Perón de su detención en la isla de Martín García y de su exilio en los territorios de Paraguay, Nicaragua, Panamá, Venezuela, República Dominicana y España; la frase de Túpac Katari que fue retomada por Evita («Volveré y seré millones»); y la vuelta de los restos mortales de esta última, tras su robo, ocultamiento, vejamen y traslado al exterior. Tal noción —que mantiene con vida el recuerdo de Odiseo, el héroe griego que vuelve al reino de Itaca y, por ello, a la morada de su esposa Penélope y su hijo Telémaco, después de veinte años de lucha contra la adversidad—, no está asociada en nuestro caso a la figura de un ministro, un senador, un diputado o un gobernador. Por el contrario, está vinculada, para desgracia de cualquiera que aspire a un liderazgo que no merece, a la imagen de Cristina Fernández: la mujer que enfrentó a las patronales del campo, al Grupo Clarín, a los partidos políticos de la oposición, al «partido judicial» y a los «fondos buitres», entre otros. Los compañeros y las compañeras no ignoran esta verdad. La conocen bien. Y dicha afirmación también incluye a los que pretenden que ella no regrese porque consideran que su prestigio puede sufrir un daño irreparable si participa en la contienda electoral. Tanto cuidado resulta llamativo e inquietante. Ciertamente, la sobreactuación de una persona resalta lo que ésta procura ocultar.


A días o, más bien, a horas del vencimiento del plazo para la presentación de candidaturas, los bandos están definidos. De un lado, vemos a los que apuestan a favor de la unidad y la reactivación de un proyecto popular y, del otro, a los que apuestan a favor de la ruptura y los intereses de la coalición gobernante, aunque afirmen que buscan lo contrario. Cada uno sabe cuál es su lugar. Cada uno sabe si debe estar con Cristina Fernández o si debe estar con los que se oponen a ella, más allá de quién o quiénes tengan derecho a utilizar la denominación «Partido Justicialista», la sigla «PJ», el escudo partidario o los rostros de Perón y Evita. El peronismo, a no dudarlo, es más que eso. Es un fenómeno complejo, multifacético y desconcertante que elude las clasificaciones. Es un misterio y, por instantes, un misterio que resiste cualquier intento de esclarecimiento. Y es una realidad política, social y cultural tan grande que no cabe dentro de una denominación, ni dentro de una sigla, ni dentro de una figura gráfica. Básicamente, constituye la expresión de las necesidades y las concreciones del pueblo. Pero, tal particularidad está sujeta a una validación constante. Por ende, la transformación del Partido Justicialista en un sello, en una forma sin contenido, en una cáscara vacía, como consecuencia de la falta de esa validación, es una posibilidad permanente. La simbología y la estructura partidaria con su logística y su incidencia son importantes. Sin embargo, no garantizan el triunfo electoral. Sólo el apoyo de la gente lo hace. Y, en estos tiempos tan extraños y convulsionados, la gente común y corriente, en una proporción que no es despreciable, quiere que Cristina Fernández vuelva.