Elías Quinteros
Su desempeño como difusores de un pensamiento que apoya a los medios y critica al gobierno los coloca automáticamente en el campo de la oposición. Desde este sitio, realizan el trabajo sucio que es evitado por los que no manchan sus manos con tareas vergonzosas. Y, en consecuencia, justifican lo que es injustificable. Legitiman lo que es ilegítimo. Y defienden lo que es indefendible. Sus apreciaciones —mezcla de destellos inteligentes, picardías oportunas y sentidos comunes—, conforman un respaldo para los legisladores que tratan de usufructuar los beneficios de una mayoría que no existe en el Congreso Nacional con el objeto de bloquear las iniciativas de la bancada oficialista; para los jueces que tratan de entorpecer el funcionamiento del gobierno por medio de pronunciamientos que son revocados en instancias superiores a raíz de su manifiesta improcedencia; y para los políticos que tratan de monopolizar la atención de las cámaras, al igual que las vedettes que despotrican en los programas televisivos de chimentos, con el propósito de obtener un poco de publicidad y atención. El hecho de formar parte de la intelectualidad, una condición superlativa en algunos ámbitos de la sociedad argentina, les permite opinar sobre todo: política, economía, arte, deporte, etc. Y, lo que es más peligroso, les permite crucificar a cualquiera con una impunidad absoluta o casi absoluta. Indefectiblemente, todos enarbolan la garantía constitucional de la libertad de expresión cuando abordan un tema, aunque eso implique la ejecución de una labor que es llevada a cabo con ligereza o falta de ecuanimidad. Pero, ninguno recuerda esa libertad cuando algunos de sus colegas pierden sus empleos y, en consecuencia, también pierden la posibilidad de expresarse libremente por una decisión injusta de sus empleadores. Del mismo modo, todos levantan el fantasma de la censura cuando alguien cuestiona sus opiniones y, en especial, cuando alguien de la esfera oficial procede de esa manera. Pero, ninguno retoma esta cuestión cuando algunos de sus pares pierden la oportunidad de opinar sin ataduras y, con ello, también pierden la posibilidad de hablar o escribir según sus convicciones, por una prohibición de los que tienen el poder para echarlos o para perjudicarlos laboralmente, aunque ese perjuicio no involucre un despido o una suspensión.
Quienes despotrican contra el gobierno nacional, como si ese ejercicio configurase un mérito en sí mismo, olvidan la gravedad de la crisis política, económica y social que afectó a la Argentina en las postrimerías del año 2001 y, por ende, el corralito, los cacerolazos, la ola de saqueos, la declaración del estado de sitio, la represión policial del 19 y el 20 de diciembre, la caída de Fernando de la Rúa, la sucesión vertiginosa de cuatro presidentes, la interrupción del pago de la deuda externa, la devaluación monetaria y la sensación de caos generalizado que alimentaba el fantasma de la guerra civil y la balcanización. Tal olvido, que es intencional en muchas oportunidades, ayuda a construir una imagen de la realidad que, por la circunstancia de ser falsa, no refleja el origen verdadero de los males que opacan algunos aspectos del presente. Por esta razón, nadie puede explicar los acontecimientos actuales, es decir, las causas, el desarrollo y las consecuencias de dichos acontecimientos con las limitaciones que derivan de la proximidad temporal y espacial que existe entre ellos y nosotros, sin pensar en el modelo económico y cultural que alcanzó su consolidación durante el período histórico que coincidió con la administración menemista; sin pensar en el clima de autoritarismo, corrupción, frivolidad e impunidad que posibilitó la consolidación y la expansión de ese modelo; y sin pensar en el contexto nacional e internacional que constituyó el trasfondo y, en ocasiones, el responsable de la aparición, la permanencia y la difusión de algunas manifestaciones de ese clima; entre otros aspectos. Asimismo, nadie puede explicar el origen, la evolución y los efectos de ese modelo, de ese clima y de ese contexto y, además, el resto de las cuestiones que se relacionaron con los mismos de un modo directo o indirecto, sin considerar lo que aconteció con anterioridad. Esto significa que, a pesar de los que suponen lo contrario, nada puede ser explicado acabadamente sin considerar lo que precedió al objeto de nuestra explicación ya que la adopción de una actitud opuesta provocaría la pérdida de una parte de su sentido.
La memoria, cabe tenerlo presente, no se reduce a la preservación de hechos y fechas o, expresado de otra manera, al ordenamiento de un conjunto de acontecimientos según un criterio temporal y a la conservación de ese ordenamiento para que el olvido no borre total o parcialmente los acontecimientos que lo componen, ni altere total o parcialmente la relación que existe entre los mismos. Afortunadamente, es más que eso. Y, por tal motivo, también comprende la elaboración de un método que permita la interpretación de los hechos que forman parte del pasado; el encuentro de un sentido que posibilite la explicación de esos hechos de una forma que resulte creíble y que, por ende, erradique la presencia de la casualidad como responsable de su desarrollo; y la construcción de un relato que incluya la vida de cada uno en un plano que, al ser más amplio que el cotidiano, complete el panorama de su identidad. Y esto es algo que debe ser destacado. Después de todo, las sociedades que pierden su memoria, al igual que las personas que sufren ese percance, se desprenden de un fragmento de su identidad con cada vestigio de su pasado que se desvanece en el aire, sin dejar ninguna huella. Y, con ello, se despojan de aquello que las convierte en algo único y que, por esa misma razón, las distingue de las demás. Una sociedad sin memoria es una sociedad sin historia, sin leyendas que describan el tiempo de sus orígenes, sin cantos que eternicen las proezas de sus héroes, sin relatos que expliquen el sentido de sus victorias y sus derrotas colectivas. Es algo que existe sin una razón específica. No es como un árbol que hunde sus raíces en la tierra y, por lo tanto, enfrenta los huracanes con valentía y confianza. Es como una hoja que, tras apartarse de su rama, vuela con la brisa, de un sitio para el otro, sin un rumbo fijo. Pero, la memoria puede ser afectada de dos maneras diferentes: puede desaparecer poco a poco por obra del olvido o, en cambio, por obra de otra que ocupe su lugar. En el primer caso, nos encontramos ante una caja que está vacía. Y, en el segundo, nos hallamos ante una que contiene una falsificación. En ambos, a pesar de las apariencias, el resultado es el mismo: la desaparición de la memoria y, en consecuencia, de la cuota de verdad que yace en ella.
Si analizamos los documentos históricos que existen en los ámbitos públicos y privados; si recorremos los textos que, en algunos casos, aluden a esos documentos y, en otros, a los hechos que los inspiraron; y si estudiamos las ideas, las acciones y la vida en general de las personas que, al defender los intereses nacionales y populares, contribuyeron a la formación de un pensamiento argentino; podemos advertir que la denominada historia oficial, por el hecho de responder a los intereses de la oligarquía nativa y de los exponentes extranjeros que se asociaron con ella, ocultó o modificó los aspectos del pasado que no concordaban con sus lineamientos. La necesidad de legitimar el presente requirió, además de la disimulación de los males extremos y de la justificación de los males indisimulables, la construcción de un relato convincente con el propósito de evidenciar dos cuestiones fundamentales: la inconveniencia de implementar medidas que contrastasen con las adoptadas en el pasado, ante situaciones similares o parecidas; y, en simultáneo, la obligación de acatar el orden vigente, de creer en la efectividad de las medidas instrumentadas con el objeto de enfrentar los problemas existentes, de apoyar tales medidas sin ninguna clase de cuestionamiento y, por último, de aceptar la inexorabilidad de los males que no pueden ser eliminados o atenuados, mediante las medidas instrumentadas al efecto. Dicha actitud condujo a una adulteración de los tiempos idos. Y, por esa razón, algunos artífices de nuestra historia fueron condenados a sufrir los efectos del olvido y, acto seguido, a desaparecer de los discursos y los textos oficiales. Otros, que no podían sufrir esa condena porque su desaparición de la memoria colectiva podía dejar un vacío inexplicable fueron convertidos en seres que merecían el odio o el desprecio generalizado. Y otros, que no podían ser escondidos ni denigrados porque su grandeza era conocida y reconocida por todos fueron transformados en los defensores de una maraña de ideas que, en realidad, chocaban con las que habían regido cada uno de sus actos. Esta forma de proceder con relación a los que edificaron nuestro país negó el bronce y el mármol a muchos que lo merecían. Y, en cambio, destinó esos elementos al enaltecimiento de individuos que, en verdad, se habían destacado por la ruindad y, en algunos supuestos, por la criminalidad de sus acciones. Poco a poco, quienes percibieron la necesidad de modificar el pasado y quienes aceptaron esa modificación al creer en la veracidad de la misma, como consecuencia de su desconocimiento y su ingenuidad, consiguieron que algunos personajes que actuaron en contra de los intereses que favorecían al conjunto de la sociedad y que, por tal motivo, promovieron, posibilitaron, implementaron o consintieron la represión de los individuos, los grupos y los sectores que reaccionaron contra las medidas que afectaban dichos intereses, quedasen inmortalizados en la designación de una escuela, un hospital, una plaza, una calle u otro sitio público.
Según lo expuesto, todo intento de explicar el pasado desde una posición reaccionaria, que represente una prolongación de la línea de pensamiento analizada, demanda como paso previo e inevitable la alteración de ese pasado, con el objeto de exhibir una imagen del mismo que legitime las opiniones de los que observan la realidad desde esa posición. Acorde con el propósito de evitar una contradicción entre lo que es y lo que fue, contradicción que invalidaría lo dicho en el hoy con lo hecho en el ayer, el responsable de tal pretensión reescribe el relato histórico que recrea la época aludida y, al hacerlo, incurre en el dominio de la memoria con la intención de modificarla. Mas, esto no alcanza. No es suficiente. El texto ya no tiene la fuerza de los que fueron escritos en otros momentos. La historia oficial ya no rige de un modo absoluto. Irónicamente, los que pensaron que el bronce y el mármol garantizaban la eternidad incurrieron en un error de cálculo que merece la calificación de lamentable. Como consecuencia de dicho error, cualquiera puede advertir que, en líneas generales, los que andan por las calles no reparan en los monumentos de los parques, las plazas y los paseos públicos: esas muestras de metal oxidado, piedras erosionadas y superficies cubiertas por el estiércol de las palomas que yacen tras los barrotes de una reja para que nadie tenga la tentación de robarlos, destruirlos o arruinarlos con escritos y dibujos obscenos; que los que asisten a los establecimientos educativos, desde los que pertenecen a la actividad privada hasta los que corresponden a la actividad pública, no retienen los datos que constan en los manuales de historia más allá de la fecha de sus exámenes o, en su defecto, del día de su graduación; y que, en concordancia con los casos precedentes, los que consumen el producto de los medios de comunicación escrita, radial y televisiva no priorizan las publicaciones ni las emisiones que aluden a temas históricos, según la óptica y la modalidad tradicionales. Hoy, quienes vaciaron la historia son las víctimas principales de ese vaciamiento. Por eso, aprovechos la ocasión. No permitamos que pase a nuestro lado. Y empezemos a llenar dicho vacío con palabras que tengan la virtud de recuperar el pasado y preservar la memoria, desde una posición que no implique una falsa independencia.