UN AULA CERRADA
Elías Quinteros
El cierre de 143 grados correspondientes a 47 escuelas de educación primaria, 53 cursos correspondientes a 26 escuelas de educación media y 25 cursos correspondientes a 13 escuelas de educación técnica, por una decisión de la dirección general que entiende en los asuntos educativos que están relacionados con la gestión estatal, no constituye una cuestión menor. Aunque los fundamentos de esta medida manifiesten que la misma procura el aseguramiento del derecho a la educación, el mejoramiento del servicio educativo con cursos que tengan el número adecuado de alumnos, la reasignación del espacio físico con el objeto de abrir 52 salas correspondientes al nivel de educación inicial, el desdoblamiento de los cursos superpoblados que existen en los distritos de la zona sur y la relocalización del personal docente, quienes conocemos la política educativa del macrismo no podemos evitar que la incredulidad nos domine de un modo abrumador. Y esto no es gratuito. Desde el 10 de diciembre de 2007, fecha de la asunción del ingeniero Mauricio Macri como Jefe de Gobierno, vemos que la actividad gubernamental no se caracteriza por ejecutar la totalidad de las partidas que son votadas cada año, por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, para cubrir los requerimientos del rubro educativo.
Si bien algunos piensan que el principio de la eficiencia justifica plenamente el cierre de un aula, la historia de las naciones desarrolladas demuestra que el costo de la educación no configura un gasto, sino una inversión que sólo es dejada de lado por los gobernantes que desean la ignorancia de su pueblo. Después de todo, un aula cerrada por una decisión oficial es más que una habitación clausurada y arrojada a los brazos del silencio, la oscuridad, el abandono y el olvido. Es una tumba destinada a guardar los fantasmas de los cursos que transcurrieron entre sus cuatro paredes y los ecos de las lecciones que iluminaron el desarrollo de esos cursos, como si fuesen cadáveres rígidos y fríos que no descansan en paz. Es un escenario condenado a padecer la ausencia permanente de los actores que le confieren un significado. Y es un templo violentado y sometido a la ignominia por un funcionario, por un burócrata, por un empleado que no cumple las expectativas de la sociedad que paga su salario, sino las órdenes de un gobernante que procede como su patrón y, por momentos, como su dueño. Inevitablemente, cuando la puerta y las ventanas se cierren para siempre, cuando las luces se apaguen de un modo definitivo, cuando los sonidos se extingan por completo, y cuando las mesas y las sillas se envuelvan con el manto del polvo y la humedad, nadie escribirá una oración en los pizarrones que cuelgan de las paredes. Nadie leerá un libro. Nadie abrirá un cuaderno. Nadie realizará una pregunta. Y nadie recibirá una respuesta. La ignorancia suplantará al conocimiento. La suposición desplazará a la certeza. El error ocupará el lugar del acierto. Y el sentido común será más importante que la ciencia y el buen sentido.
Sin ninguna duda, la concreción de este acto y, con más razón, la multiplicación del mismo de una manera increíble, constituye la obra de una mente que desprecia la educación, o que desprecia la instrucción pública, o que desprecia a los hombres y a las mujeres que ejercen la docencia, o que desprecia a los chicos y a las chicas que aprenden o tratan de aprender algo nuevo, durante el desarrollo de cada jornada, a pesar de las falencias innegables del sistema educativo. Pero, esta enumeración de causas no alcanza para disminuir la magnitud de nuestra perplejidad e, incluso, de nuestro desconcierto. Mientras el gobierno nacional y la generalidad de los gobiernos provinciales anuncian con satisfacción y, a veces, con jactancia, el incremento de las aulas existentes, la administración porteña adopta la postura contraria. Por lo visto, para el ingeniero Mauricio Macri y para la gente que lo acompaña la circunstancia de clausurar un aula es más relevante que la de inaugurar una nueva. Tal inversión de los valores expone con claridad el perfil de las personas que gobiernan la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: personas que, a pesar de abogar por la educación pública en cada uno de sus discursos y en cada una de sus entrevistas periodísticas, contribuyen de una forma decisiva al deterioro de la actividad educativa, mediante la inacción de sus respectivas reparticiones, la implementación de medidas que persigue el propósito ya expuesto y la ejecución de decisiones que resultan desacertadas, parciales o tardías.
El Artículo 14 de la Constitución Nacional dice que los habitantes de la Nación gozan del derecho de enseñar y del derecho de aprender. El Artículo XII de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el Artículo 26 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales —instrumentos incorporados a nuestra Carta Magna y, por ende, con jerarquía constitucional—, contemplan el derecho a la educación. A su vez, el Artículo 24 de la Constitución de la Ciudad establece que esta última asume la responsabilidad indelegable de asegurar y financiar la educación pública, en la totalidad de sus niveles y modalidades. Sin embargo, dichas estipulaciones de carácter jurídico no significan nada para todos los que no afrontan ninguna consecuencia legal por el hecho de negarse a cumplirlas. Las excusas ya no sirven. La verdad es evidente. Si un funcionario cierra un aula en estos días, otro cerrará una escuela dentro de un tiempo. Y cuando nadie encuentre una escuela pública para cerrar, alguien creará las condiciones necesarias para el cierre de las escuelas privadas que no cobran unas cuotas elevadas. Finalmente, los establecimientos educativos del ámbito privado que aglutinan a los hijos de los ricos tendrán el monopolio de la educación. Y los chicos que no provengan de un hogar acaudalado tendrán que dedicarse a robar, mendigar o realizar las tareas que poseen las remuneraciones más bajas. Ese es el futuro que nos aguarda si no hacemos algo para evitarlo: un futuro sin posibilidades y, por lo tanto, sin esperanzas para la mayoría.
Si bien algunos piensan que el principio de la eficiencia justifica plenamente el cierre de un aula, la historia de las naciones desarrolladas demuestra que el costo de la educación no configura un gasto, sino una inversión que sólo es dejada de lado por los gobernantes que desean la ignorancia de su pueblo. Después de todo, un aula cerrada por una decisión oficial es más que una habitación clausurada y arrojada a los brazos del silencio, la oscuridad, el abandono y el olvido. Es una tumba destinada a guardar los fantasmas de los cursos que transcurrieron entre sus cuatro paredes y los ecos de las lecciones que iluminaron el desarrollo de esos cursos, como si fuesen cadáveres rígidos y fríos que no descansan en paz. Es un escenario condenado a padecer la ausencia permanente de los actores que le confieren un significado. Y es un templo violentado y sometido a la ignominia por un funcionario, por un burócrata, por un empleado que no cumple las expectativas de la sociedad que paga su salario, sino las órdenes de un gobernante que procede como su patrón y, por momentos, como su dueño. Inevitablemente, cuando la puerta y las ventanas se cierren para siempre, cuando las luces se apaguen de un modo definitivo, cuando los sonidos se extingan por completo, y cuando las mesas y las sillas se envuelvan con el manto del polvo y la humedad, nadie escribirá una oración en los pizarrones que cuelgan de las paredes. Nadie leerá un libro. Nadie abrirá un cuaderno. Nadie realizará una pregunta. Y nadie recibirá una respuesta. La ignorancia suplantará al conocimiento. La suposición desplazará a la certeza. El error ocupará el lugar del acierto. Y el sentido común será más importante que la ciencia y el buen sentido.
Sin ninguna duda, la concreción de este acto y, con más razón, la multiplicación del mismo de una manera increíble, constituye la obra de una mente que desprecia la educación, o que desprecia la instrucción pública, o que desprecia a los hombres y a las mujeres que ejercen la docencia, o que desprecia a los chicos y a las chicas que aprenden o tratan de aprender algo nuevo, durante el desarrollo de cada jornada, a pesar de las falencias innegables del sistema educativo. Pero, esta enumeración de causas no alcanza para disminuir la magnitud de nuestra perplejidad e, incluso, de nuestro desconcierto. Mientras el gobierno nacional y la generalidad de los gobiernos provinciales anuncian con satisfacción y, a veces, con jactancia, el incremento de las aulas existentes, la administración porteña adopta la postura contraria. Por lo visto, para el ingeniero Mauricio Macri y para la gente que lo acompaña la circunstancia de clausurar un aula es más relevante que la de inaugurar una nueva. Tal inversión de los valores expone con claridad el perfil de las personas que gobiernan la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: personas que, a pesar de abogar por la educación pública en cada uno de sus discursos y en cada una de sus entrevistas periodísticas, contribuyen de una forma decisiva al deterioro de la actividad educativa, mediante la inacción de sus respectivas reparticiones, la implementación de medidas que persigue el propósito ya expuesto y la ejecución de decisiones que resultan desacertadas, parciales o tardías.
El Artículo 14 de la Constitución Nacional dice que los habitantes de la Nación gozan del derecho de enseñar y del derecho de aprender. El Artículo XII de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el Artículo 26 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales —instrumentos incorporados a nuestra Carta Magna y, por ende, con jerarquía constitucional—, contemplan el derecho a la educación. A su vez, el Artículo 24 de la Constitución de la Ciudad establece que esta última asume la responsabilidad indelegable de asegurar y financiar la educación pública, en la totalidad de sus niveles y modalidades. Sin embargo, dichas estipulaciones de carácter jurídico no significan nada para todos los que no afrontan ninguna consecuencia legal por el hecho de negarse a cumplirlas. Las excusas ya no sirven. La verdad es evidente. Si un funcionario cierra un aula en estos días, otro cerrará una escuela dentro de un tiempo. Y cuando nadie encuentre una escuela pública para cerrar, alguien creará las condiciones necesarias para el cierre de las escuelas privadas que no cobran unas cuotas elevadas. Finalmente, los establecimientos educativos del ámbito privado que aglutinan a los hijos de los ricos tendrán el monopolio de la educación. Y los chicos que no provengan de un hogar acaudalado tendrán que dedicarse a robar, mendigar o realizar las tareas que poseen las remuneraciones más bajas. Ese es el futuro que nos aguarda si no hacemos algo para evitarlo: un futuro sin posibilidades y, por lo tanto, sin esperanzas para la mayoría.
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