UNAS PALABRAS SOBRE SIMON BOLIVAR
Elías Quinteros
Simón Bolívar, el hombre destinado a liberar la mitad de un continente y a dejar los trazos de su nombre en la denominación de un país, nace el 24 de julio de 1783, en la ciudad de Caracas. Por lo tanto, cuando deja el vientre materno en las postrimerías del siglo XVIII, en la Capitanía General de Venezuela, José Gervasio Artigas y Juan José Castelli tienen diecinueve años de edad; Manuel Belgrano, trece; Guillermo Brown, seis; José de San Martín, cinco; Bernardo de O‛Higgins y Mariano Moreno, cuatro; e Hipólito Bouchard y Juana Azurduy de Padilla, tres. Aunque pertenece a una familia adinerada que posee tierras y esclavos, el período que coincide con su niñez y su juventud no es una época dorada o, por lo menos, no lo es en su totalidad. Al contrario, el mismo se caracteriza por una serie de pérdidas que golpean su existencia (como la muerte de su padre, Juan Vicente Bolívar y Ponte, cuando él tiene tres años de edad; la muerte de su madre, María de la Concepción de Palacios, cuando él tiene nueve; y la muerte de su esposa, María Teresa de Toro y Alayza, cuando él tiene diecinueve). Tal período, por otra parte, comienza a siete años de la independencia de los Estados Unidos y a dos de la rebelión de Túpac Amaru II. Y coincide con la producción de una serie de acontecimientos que sacuden a las sociedades americanas y europeas de su tiempo. Así, su vida recibe, por ejemplo, los ecos de la Revolución Francesa cuando tiene cinco años de vida, de la independencia de Haití y de la instauración del Imperio Napoleónico cuando tiene veinte, y de las acciones que configuran la reconquista y la defensa de la ciudad de Buenos Aires cuando tiene veintitrés. En la totalidad de estos casos, los pueblos —el de las Trece Colonias, el del Alto Perú, el de Francia, el de Haití y el del Virreinato del Río de la Plata—, aparecen como los protagonistas de la historia y, en consecuencia, como los agentes del cambio. Por ende, el futuro Libertador nace y crece teniendo como contemporáneos a blancos, indios y negros que luchan para liberarse de los poderes que los oprimen.
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La estadía en España y en Francia con el objeto de olvidar la desaparición física de María Teresa, los amigos y las amantes de esos días, el encuentro con Alexander von Humboldt, el reencuentro con Simón Rodríguez, el viaje por Italia, el juramento del Monte Aventino, la estadía en los Estados Unidos de América, el retorno a la tierra natal, el nacimiento y la muerte de la Junta de Caracas, la declaración de la independencia de Venezuela, el caos político y económico- social que sucedió a ese hecho, la caída de Francisco Miranda, la publicación del Manifiesto de Cartagena, la campaña del río Magdalena y la campaña venezolana, están presentes en su mente, como figuras fantasmales y danzantes, cuando proclama el Decreto de guerra a muerte. “Todo español que no conspire contra la tiranía en favor de la justa causa, por los medios más activos y eficaces, será tenido por enemigo, y castigado como traidor a la patria y, por consecuencia, será irremisiblemente pasado por las armas. Por el contrario, se concede un indulto general y absoluto a los que pasen a nuestro ejército con sus armas o sin ellas; a los que presten sus auxilios a los buenos ciudadanos que se están esforzando por sacudir el yugo de la tiranía. Se conservarán en sus empleos y destinos a los oficiales de guerra, y magistrados civiles que proclamen el Gobierno de Venezuela, y se unan a nosotros; en una palabra, los españoles que hagan señalados servicios al Estado, serán reputados y tratados como americanos”. “Y vosotros, americanos, que el error o la perfidia os ha extraviado de las sendas de la justicia, sabed que vuestros hermanos os perdonan y lamentan sinceramente vuestros descarríos, en la íntima persuasión de que vosotros no podéis ser culpables, y que sólo la ceguedad e ignorancia en que os han tenido hasta el presente los autores de vuestros crímenes, han podido induciros a ellos. No temáis la espada que viene a vengaros y a cortar los lazos ignominiosos con que os ligan a su suerte vuestros verdugos. Contad con una inmunidad absoluta en vuestro honor, vida y propiedades; el solo título de americanos será vuestra garantía y salvaguardia. Nuestras armas han venido a protegeros, y no se emplearán jamás contra uno solo de nuestros hermanos”. “Esta amnistía se extiende hasta a los mismos traidores que más recientemente hayan cometido actos de felonía; y será tan religiosamente cumplida, que ninguna razón, causa, o pretexto será suficiente para obligarnos a quebrantar nuestra oferta, por grandes y extraordinarios que sean los motivos que nos deis para excitar nuestra animadversión”. “Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”[1].
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Dichas palabras, aunque sean terribles y resulten escalofriantes, no son más terminantes que los términos vertidos un tiempo antes, en el Plan de Operaciones, por Mariano Moreno. “[…] Sentado el principio que en toda revolución hay tres clases de individuos: la primera, los adictos al sistema que se defiende; la segunda, los enemigos declarados y conocidos; la tercera, los silenciosos espectadores, que manteniendo una neutralidad, son realmente los verdaderos egoístas; bajo esta suposición, la conducta del Gobierno […] debe ser silenciosa y reservada […]”. “[…] A todos los verdaderos patriotas, cuya conducta sea satisfactoria, y tengan dado de ella pruebas relevantes, si en algo delinquiesen, que no sea concerniente al sistema, débese siempre tener con éstos una consideración, extremada bondad; en una palabra, en tiempo de revolución, ningún otro debe castigarse, sino el de infidencia y rebelión contra los sagrados derechos de la causa que se establece; y todo lo demás debe disimularse”[2]. “[…] Con los segundos debe observar el Gobierno una conducta muy distinta, y es la más cruel y sanguinaria; la menor especie debe ser castigada, y aun en los juicios extraordinarios y asuntos particulares debe siempre preferirse el patriota […]”. “[…] Igualmente con los segundos, a la menor semiprueba de hechos, palabras, etc., contra la causa, debe castigarse con pena capital, principalmente cuando concurran las circunstancias de recaer en sujetos de talento, riqueza, carácter, y de alguna opinión […]”[3].
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Tras la entrada en la ciudad de Caracas, la revuelta de los llaneros, el fin de la Segunda República, la estadía en Nueva Granada y, por último, el refugio en la isla de Jamaica, Simón Bolívar escribe una carta que es conocida como la Carta de Jamaica. En ella, expone su pensamiento político con una claridad que resulta cristalina. El, en tanto revolucionario apasionado, desea la unidad americana con un fervor intenso e incontrolable. Pero, con un realismo asombroso, no cree que América pueda constituir un Estado en ese momento. “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible no me atrevo a desearlo; y menos deseo una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo, por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente ¿no continuarían éstos en la languidez y aun el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione el Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres”[4]. Asimismo, tampoco cree que los Estados que surjan en América puedan conformar una confederación. “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo, para discutir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones”[5].
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El 15 de febrero de 1819, en la inauguración del Congreso de Angostura, Simón Bolívar —que viene de residir en Haití, fracasar en la primera expedición a Venezuela, triunfar en la segunda y crear la Tercera República—, pronuncia un discurso que es conocido como el Discurso de Angostura. En el mismo, destaca la originalidad de los americanos que conforman una especie intermedia entre los europeos y los indios. “Al desprenderse la América de la monarquía española, se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación independiente, conforme a su situación o a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni aun conservamos vestigios de lo que fue en otro tiempo: no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y Europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado […]“[6]. Y, posteriormente, agudiza esta apreciación al considerar que el pueblo venezolano está compuesto por una mezcla de africanos y americanos, antes que por una expresión de los europeos. “Séame permitido llamar la atención del Congreso sobre una materia que puede ser de una importancia vital. Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de Africa y de América que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana (árabe), por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el indio y con el africano. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia”[7].
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En el instante de pronunciar ese discurso, él ignora que siete décadas más tarde, a fines del siglo XIX, José Martí retomará sus ideas en Nuestra América y, por ende, planteará la necesidad de un gobierno que sea original, es decir, de un gobierno que se adecue a los elementos naturales del país. “[…] La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”. “Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador”[8].
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Durante su exposición, afirma que la constitución de un gobierno estable requiere la existencia de un orden y que dicho orden, a su vez, demanda la combinación de dos elementos: la moderación de la voluntad general y la limitación de la autoridad pública. “Para formar un gobierno estable se requiere la base de un espíritu nacional que tenga por objeto una inclinación uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad general y limitar la autoridad pública. Los términos que fijan teóricamente estos dos puntos son de una difícil asignación; pero se puede concebir que la regla que debe dirigirlos es la restricción y la concentración recíproca a fin de que haya la menos frotación posible entre la voluntad y el poder legítimo. Esta ciencia se adquiere insensiblemente por la práctica y por el estudio. El progreso de las luces es el que ensancha el progreso de la práctica, y la rectitud del espíritu es la que ensancha el progreso de las luces”. “El amor a la Patria, el amor a las leyes, el amor a los magistrados, son las nobles pasiones que deben absorber exclusivamente el alma de un republicano. Los venezolanos aman la Patria, pero no aman sus leyes; porque éstas han sido nocivas, y eran la fuente del mal. Tampoco han podido amar a sus magistrados, porque eran inicuos, y los nuevos apenas son conocidos en la carrera en que han entrado. Si no hay un respeto sagrado por la Patria, por las Leyes y por las autoridades, la sociedad es una confusión, un abismo; es un conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a cuerpo”[9].
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En este punto, tampoco sabe que tras un período de quince años, Juan Manuel de Rosas, alertará a Facundo Quiroga, por medio de la Carta de la Hacienda de Figueroa, sobre la nocividad de una organización constitucional de carácter federativo y, con ello, de un gobierno general que represente a los integrantes de la federación, si cada Estado que la compone no tiene el poder para mantener el orden dentro de su jurisdicción. “[…] Obsérvese que una República Federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de estados bien organizados en sí mismos, porque conservando cada uno su soberanía e independencia, la fuerza del poder General con respecto al interior de la República es casi ninguna, y su principal y casi toda su investidura, es de pura representación para llevar la voz a nombre de todos los estados confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras; por consiguiente, si dentro de cada Estado en particular no hay elementos de poder para mantener el orden respectivo, la creación de un Gobierno General representativo no sirve más que para poner en agitación a toda la República a cada desorden parcial que suceda […]”[10]. Y, posteriormente, sentencia que el gobierno general de una república federativa no une a los Estados que lo integran. Sólo los representa. “[…] El gobierno general en una República federativa no une los pueblos federados, los representa, unidos: no es para unirlos, es para representarlos en unión ante las demás naciones: [él] no se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí […]”[11].
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Luego del cruce de los Andes, el triunfo de Boyacá, el aseguramiento de la libertad de Nueva Granada, el surgimiento de la Gran Colombia, el triunfo de Carabobo, la entrevista con José de San Martín en la ciudad de Guayaquil, la aparición de Manuela Sáenz en su vida, la batalla de Ayacucho y el nacimiento de Bolivia, Simón Bolívar promueve la realización del Congreso de Panamá. Y, al proceder de este modo, homenajea a Bernardo Monteagudo: el hombre que había abogado por la formación de una liga de Estados y por la constitución de un congreso que estuviese compuesto por representantes de cada uno de ellos, en la obra titulada Sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización. “Esta rápida encadenación de escollos y peligros muestra la necesidad de formar una liga americana bajo el plan que se indicó al principio. Toda la previsión humana no alcanza a penetrar los accidentes y vicisitudes que sufrirán nuestras repúblicas hasta que se consolide su existencia. Entretanto; las consecuencias de una campaña desgraciada, los efectos de algún tratado concluido en Europa entre los poderes que mantienen el equilibrio actual, algunos trastornos domésticos y la mutación de principios que es consiguiente, podrán favorecer las pretensiones del partido de la legitimidad, si no tomamos con tiempo una actividad uniforme de resistencia; y si no nos apresuramos a concluir un verdadero pacto, que podemos llamar de familia, que garantice nuestra independencia, tanto en masa como en el detalle”. “Esta obra pertenece a un congreso de plenipotenciarios de cada Estado que arreglen el contingente de tropas y la cantidad de subsidios que deben prestar los confederados en caso necesario. Cuanto más se piensa en las inmensas distancias que nos separan, en la gran demora que sufriría cualquier combinación que importase el interés común y que exigiese el sufragio simultáneo de los gobiernos del Río de la Plata y de Méjico, de Chile y de Colombia, del Perú y de Guatemala, tanto más se toca la necesidad de un congreso que sea el depositario de toda la fuerza y voluntad de los confederados; y que pueda emplear a ambas, sin demora, donde quiera que la independencia esté en peligro”[12].
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A los cuarenta y siete años de edad, el Libertador pasa sus días en medio de la tristeza y la amargura. No entiende la actitud de Francisco de Paula Santander. Tampoco entiende la de José Antonio Páez. Y, por encima de todo, no entiende el asesinato de Antonio José de Sucre. A esa altura de su vida, en lo profundo de su ser, siente que todo fue inútil y, además, que él, el hombre que soñó con la libertad de América, no hizo más que arar en el mar y sembrar en el viento. Por una decisión del destino, sus tormentos no duran mucho tiempo. El 17 de diciembre de 1830, en Santa Marta, la muerte cierra sus ojos. Y, en consecuencia, acaba con la existencia de quien había manifestado el 15 de agosto de 1805, en la ciudad de Roma: “¡Juro delante de usted; juro por [el] Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!”[13].
[1] SIMON BOLIVAR, Decreto de guerra a muerte, del 15 de junio de 1813, Academia Nacional de la Historia, http://www.anhvenezuela.org/textosHistoricos.php?pag=5&codigo=41&cod=0. [2] MARIANO MORENO, Plan Revolucionario de Operaciones, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1993, ps. 34-35. [3] MARIANO MORENO, Plan…, ps. 35-36. [4] SIMON BOLIVAR, Carta a un caballero inglés, del 6 de septiembre de 1815, conocida como Carta de Jamaica; en RUFINO BLANCO-FOMBONA (Recopilador), El pensamiento vivo de Bolívar, Losada, Buenos Aires, 1983, p. 145. [5] SIMON BOLIVAR, Carta…, p. 150. [6] SIMON BOLIVAR, Discurso pronunciado ante el Congreso de Angostura, el 15 de febrero de 1819, conocido como Discurso de Angostura; en RUFINO BLANCO-FOMBONA (Recopilador), El pensamiento vivo de Bolívar, Losada, Buenos Aires, 1983, ps. 69-70. [7] SIMON BOLIVAR, Discurso…, p. 76. [8] JOSE MARTI, Nuestra América; en JOSE MARTI, Nuestra América y otros escritos, Ediciones El Andariego, Buenos Aires, 2005, ps. 9-10. [9] SIMON BOLIVAR, Discurso…, p. 88. [10] JUAN MANUEL DE ROSAS, Carta a Facundo Quiroga, del 20 de diciembre de 1834, conocida como Carta de la Hacienda de Figueroa; en ENRIQUE M. BARBA (Recopilador), Correspondencia entre Rosas, Quiroga y López, Hachette, Buenos Aires, 1975, p. 98. [11] JUAN MANUEL DE ROSAS, Carta…, p. 103. [12] BERNARDO MONTEAGUDO, Sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización; en PACHO O'DONNELL, Monteagudo. La pasión revolucionaria, Planeta, Buenos Aires, 1998, p. 225-226. [13] SIMON BOLIVAR, Juramento del Monte Aventino, del 15 de agosto de 1805; en SIMON BOLIVAR, Escritos políticos, Editorial Porrúa, México, 1999, p. 3.
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