viernes, 8 de febrero de 2013

EL ENVILECIMIENTO DE LA PALABRA por Elías Quinteros


EL ENVILECIMIENTO DE LA PALABRA

Elías Quinteros

Los atenienses de la antigüedad percibieron la importancia del humor, de la política y del lenguaje. Por esa razón, amaron la comedia, crearon la democracia y cultivaron la retórica. Infortunadamente, veinticinco siglos después, Miguel Del Sel (un humorista que trata de imitar a los políticos, a semejanza de los políticos que tratan de imitar a los humoristas), se esfuerza por destruir esos logros atenienses. Sin lugar a dudas, lo dicho por él, contra Cristina Fernández, en un espectáculo reciente, es algo que degrada el ejercicio del humor (porque lo convierte en algo que genera la risa de las personas que consideran que la acción de insultar a un semejante constituye un acto gracioso), el ejercicio de la política (porque la convierte en algo que exterioriza, banaliza y naturaliza, los prejuicios de clase, raza y género, que están presentes en algunos sectores sociales), y el ejercicio del lenguaje (porque lo convierte en algo que transmite los pensamientos y los sentimientos más ruines, de la forma más grosera). Es cierto. Su estilo no llega a los extremos de Jorge Lanata (que es un periodista que, por momentos, trata de imitar a los humoristas y, por momentos, trata de imitar a los políticos). Pero, se aproxima bastante. Y, por otra parte, goza de la aceptación de una porción de la sociedad: esa porción que cacerolea de tanto en tanto, que prorrumpe en improperios irreproducibles y que sueña con ver a Cristina Fernández y a varios de sus ministros colgando de una cuerda.

Aunque en este instante, por fuerza de las circunstancias, no estemos hablando de un genio de la comedia (como Aristófanes), de la democracia (como Pericles), o de la argumentación (como Sócrates), debemos valorar que, por lo menos, estemos escribiendo sobre un exponente auténtico e inconfundible del conservadorismo argentino, en estado puro, que desarrolla su militancia partidaria entre las filas del macrismo. Esto último no carece de trascendencia. Quien afirma que las chicas se embarazan para cobrar el dinero de la Asignación Universal por Hijo, mientras exterioriza su pertenencia a esa expresión política de la derecha local, tiene el perfil adecuado para definir a la responsable de dicho beneficio, como una «vieja chota» y como una «hija de puta». Tales apreciaciones (de una manera previsible, lógica y, en cierta forma, natural), atraviesan sus prácticas discursivas y su actividad profesional cada vez que las mismas no responden a un libreto que trata de ocultarlas o disimularlas, sino que obedecen a una elaboración personal y espontánea que las deja al descubierto, en la totalidad de su crudeza. Y, cuando hacen esto, crean, a su pesar, una disyuntiva de fuego, es decir, una disyuntiva con dos términos irreconciliables, ya que las personas que están con Cristina Fernández no se ríen con ellas y las que se ríen con ellas no están con la presidenta.

El insulto, en cualquiera de sus manifestaciones, es una forma de agresión. No depende del carácter grosero o no, de la palabra que aparece como su soporte, para adquirir el sentido de un agravio. Por ejemplo, la aplicación del término «ladrón» a un individuo honesto constituye un insulto. En cambio, la aplicación de ese término a uno que fue condenado por la realización de un robo configura una verdad. Todo el que acude a una expresión que lesiona el honor de otro demuestra, aunque pretenda lo contrario, tres cosas: que no soporta a la persona que emerge como la destinataria de su agresión; que no dispone de los argumentos necesarios para cuestionar a esa persona de un modo que no resulte infundado; y que no tiene, aunque sea transitoriamente, la capacidad mínima e indispensable para controlar la magnitud de su violencia. Por eso, en muchas ocasiones, el insulto es el acto inicial de una escalada que, si involucra a más de un sujeto activo, puede asumir connotaciones amenazantes: tan amenazantes como las que enmarcaron la actuación de las mujeres y los hombres que desplegaron un muestrario de agresiones verbales, durante la marcha del «8N» o durante el viaje fluvial que tuvo que padecer Axel Kicillof.

Pero, la imagen de una mujer que padece un proceso de decadencia como consecuencia de su edad avanzada y que, por lo tanto, inspira una cuota de compasión; no compatibiliza con la imagen de una que tiene la inteligencia, la inescrupulosidad, la voluntad y los medios para hacer el mal y que, por ello, genera una situación de miedo generalizado. O bien, la presidenta de la Nación es lo primero. O bien, es lo segundo. Mas, no puede ser lo uno y lo otro a la vez. Esta indefinición (que nos lleva arbitrariamente a pensar en otra: en la que irrumpe cuando visualizamos a alguien que oscila entre el rol de un humorista con reflexiones políticas y el rol de un político con ocurrencias humorísticas), transparenta la imposibilidad de atacar a Cristina Fernández, con razonamientos de la «derecha» que no sean elitistas y egoístas. Desde los tiempos de la «125» (suceso que puso de un lado, a los defensores del orden existente, y del otro, a los cuestionadores de ese orden), el agravio acompaña a muchos de los que sienten que la política del gobierno nacional les impide usufructuar sus bienes, expresar sus ideas e imponer su visión de la realidad, al resto de la sociedad. Para estos, inevitablemente, la pérdida paulatina y creciente de una parte de su preeminencia cultural, tanto en términos reales como simbólicos, por una serie de decisiones y acciones gubernamentales que redujeron la desigualdad social, es un motivo de indignación, frustración, violencia y agresión.

En el siglo V a. C., como ya expresamos, los atenienses, tras descubrir el valor de la palabra, convirtieron a ésta en el instrumento de la política y de la comedia. Sin embargo, hoy, a dos mil quinientos años de distancia, algunos actúan diferente. En lugar de proceder como ellos, la degradan. La rebajan. La convierten en un insulto, en lo opuesto a una ocurrencia que ayuda a reír o un razonamiento que ayuda a pensar. Aquí, y en cualquier parte del mundo, una ofensa verbal es una acción inexcusable. No obstante, una porción de los políticos y de los periodistas que representan a la oposición, posee la costumbre de justificar las palabras agraviantes cuando las mismas están destinadas a un integrante del gobierno y, en especial, a la presidenta de la Nación. Desde que Ernesto Sanz, en su condición de senador, manifestó que el dinero de la Asignación Universal por Hijo se iba por la canaleta del juego y de la droga; desde que Mauricio Macri, en su condición de Jefe de Gobierno, propuso tirar a Néstor Kirchner por la ventana de un tren; y desde que Marcos Aguinis, en su condición de escritor y periodista, comparó a la Tupac Amaru con la Juventud Hitleriana; entre otros casos; todo es posible. Cualquier agravio, incluso el más ruín, tiene la posibilidad de ver la luz del día. Por lo tanto, quienes deseamos vivir en una sociedad democrática no podemos cerrar nuestros ojos ante esta clase de hechos. Todos tenemos en nuestras manos un arma poderosa para impedir que la práctica del insulto se propague como una epidemia y se convierta en una moda: la condena social. Cuando los que insultan a diestra y siniestra comprueben que sus improperios no consiguen el amedrentamiento de los individuos afectados, ni logran la modificación de las políticas oficiales, ni obtienen el aval de la opinión pública; y, por esa causa, abandonen el ejercicio de dicho hábito; viviremos en un medio que nos permita respirar con una cuota menor de dificultad.

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