UNA HISTORIA REPETIDA
por Elías Quinteros
Es una historia repetida, tan repetida como las que surgen de las películas gastadas que son emitidas con frecuencia, por los canales de televisión. El clima cambia rápida o lentamente, más allá de la existencia o no de alertas meteorológicos. El cielo adquiere la coloración grisácea o, más bien, plomiza, que precede a las tormentas que quedan en la memoria. La lluvia cae sobre el mundo de los mortales demostrando que la ley de la gravedad continúa vigente. Y el agua, para sorpresa de pocos y sufrimiento de muchos, sube con una velocidad inusitada. Se desplaza por las avenidas y las calles a semejanza de un río indómito que desciende de las montañas. Ingresa en las viviendas y en los comercios. Inunda los sótanos y los garages subterráneos. Arruina todo lo que toca: muebles, electrodomésticos, alimentos, prendas, libros, fotografías, etc. Destroza los automóviles que no pueden resistir su impacto arrastrándolos durante cuadras y cuadras, arrojándolos contra los árboles y las paredes, amontonándolos en forma caprichosa y apilándolos como si fuesen unos juguetes. Y, finalmente, lucha con las personas que tratan de aproximarse a sus hogares o que, en cambio, tratan de alejarse de los mismos, aunque el oleaje potente y traicionero llegue hasta sus cinturas. Nadie sabe qué existe con exactitud debajo de la superficie líquida que se extiende ante sus ojos. Nadie sabe si las calles o las veredas esconden un pozo, un cascote, una madera astillada, un caño roto, un vidrio partido, una chapa oxidada o un cable pelado. Todos aceptan el riesgo de padecer un golpe, tener una herida, contraer una infección o sufrir una electrocución. Y, en consecuencia, caminan, caminan y caminan. A veces, alguien extiende una soga para que la gente que necesita cruzar una calle pueda aferrarse a ella. A veces, alguien saca un gomón o una canoa. Y, a veces, alguien socorre a un semejante que está en apuros, a instantes de transformarse en un camalote que es llevado por la corriente. Pero, por lo común, las mujeres y los hombres se mueven a tientas, sin la ayuda de nadie, con los zapatos en las manos, tratando de no pensar en los troncos, los muros, las marquesinas y los carteles publicitarios que se desploman de tanto en tanto, por culpa del viento. Para peor, las tormentas, cuando son intensas, suelen interrumpir el suministro de la electricidad. O, dicho en criollo, suelen cortar la luz.
Cada vez que esto sucede, todo lo que ilumina,
obviamente, se apaga. Las máquinas dejan de funcionar. Más de un tren y más de
un subterráneo quedan paralizados sobre las vías. Los ascensores se detienen:
algo que —además de impedir o, por lo menos, dificultar el desplazamiento de
los habitantes de los pisos elevados y, en particular, de los ancianos y los
discapacitados—, suele dejar a vecinos y a visitantes
atrapados entre dos pisos. Los símbolos de la vida moderna —tostadoras, licuadoras, batidoras, hornos a
microondas, heladeras con freezer,
extractores de aire, lavavajillas, televisores, reproductores de DVD, equipos de música, radiograbadores,
computadoras, impresoras, teléfonos inalámbricos, calefactores, aparatos de
aire acondicionado, ventiladores de mesa, ventiladores de pie, ventiladores de
techo, afeitadoras, secadores de cabellos, lavarropas, secarropas, planchas, aspiradoras, lustradoras e, incluso, teléfonos
celulares, notebooks y netbooks, cuando tienen sus baterias
descargadas—, resultan inútiles. Y, con ello, reducen
la existencia humana al aprovechamiento de la luz del sol, al empleo de la luz
de una linterna o de una vela durante la noche y al seguimiento de las noticias
por medio de una radio a pilas: esa radio antigua y querida que, por lo
general, yace olvidada en lo más profundo de un cajón. El agua no llena los
tanques. Por eso, asume el carácter de un bien preciado. La de las ollas que
fueron apiladas previsoramente, sobre las hornallas de las cocinas y las superficies
de las mesadas; y la de las botellas que fueron adquiridas con anticipación, en
un supermecado, un almacén o un quiosco; es para beber; tomar un café, un té o
unos mates; preparar una sopa; hervir unos fideos o unos arroces; lavar algunas
verduras; o limpiar en forma superficial, los vasos, los platos y los
cubiertos, que son utilizados al comer. Por su parte, la que fue conservada en las
bañeras y la que fue subida con baldes desde la planta baja, en el caso de los
edificios, no es para tomar un baño, ni para lavar la ropa. Es para higienizar
la cara y las manos, remojar alguna prenda que resulte imprescindible y, en
especial, evitar que los orines y las heces reinen libremente, dentro de los
inodoros, ofendiendo la mirada con su imagen y el olfato con su aroma. Si con
esto no alcanza, los productos lácteos, las carnes rojas y blancas, los fiambres,
las pastas frescas, las verduras y las frutas se pudren. Los remedios que
tienen que estar a una temperatura determinada se estropean. La basura se acumula
porque nadie la recoge. Y un olor desagradable impregna poco a poco el ambiente.
Cuando la claridad del día se disipa
por completo, la oscuridad, un experiencia que siempre resulta más inquietante
para las personas que se encuestran acostumbradas a las luces de las zonas
urbanas, se convierte en algo absoluto y angustiante. Los vehículos circulan
desordenadamente. Los colectivos modifican su recorrido habitual con el
propósito de hallar entre las penumbras una vía alternativa que les permita
llegar a su destino. Muchos de los que andan por las calles asumen el caracter
de espectros, es decir, de sombras que deambulan entre otras sombras. Muchos de
los que afrontan las consecuencias de los cortes
de luz protestan haciendo piquetes, encendiendo fogatas y golpeando
cacerolas. Y muchos de los que piensan que la ausencia de la iluminación
nocturna y de las fuerzas policiales crean el escenario adecuado para la
concreción de robos y saqueos se mudan a la vivienda de un pariente o, por el
contrario, se atrincheran en su hogar con el fin de proteger sus bienes. Con
toda sinceridad, nadie puede decir que los temporales constituyen una novedad.
Desde hace varios años, su número y su poder destructivo se acrecientan. Y, por
ello, asistimos año tras año, a la reproducción de una serie de imágenes
devastadoras que son difundidas durante las veinticuatro horas, por los medios
televisivos: unos medios que, salvo algunas excepciones, sólo procuran
conservar y, si es posible, aumentar la dimensión de su audiencia, con una
programación sensacionalista que despierta el morbo y con un discurso solidario
que pregona la antipolítica. Esto último, tal como es percibido por más de un
observador, tiene un objetivo claro. Tiende a presentar a las organizaciones
sociales que canalizan la solidaridad de la población como las monopolizadoras
de la honestidad y la eficiencia, en detrimento del gobierno nacional: un gobierno
que no emerge como el que trata de suplir la imprevisión de los gobiernos locales,
sino como el responsable de la situación que provoca el dolor de la gente, a
raiz de su supuesta ineficiencia y su supuesta deshonestidad.
Ya no alcanza, ni remotamente, con la
instrumentación de soluciones improvisadas, aunque las mismas sean el resultado
de un momento genial de inspiración. La elaboración de pronósticos oportunos
que posibiliten la evacuación de las zonas inhundables o la adopción de las
acciones políticas que contribuyan a mitigar los efectos de los siniestros es una
medida apropiada. Mas, no resulta suficiente. Y el diseño de proyectos híbridos
que permitan contener el agua de las crecidas y evacuar el agua de las lluvias no
configura, a pesar de sus bondades, una solución a largo plazo. Aquí, la
sociedad se halla ante la necesidad de alcanzar, a través de una planificación que
contemple la participación ciudadana, un modelo de urbanización que satisfaga los
requerimientos de sus integrantes, sin producir efectos devastadores sobre el
ambiente y los individuos: desafío que demanda el delineamiento de una forma de
vida y, en su defecto, de coexistencia, que fundamente y justifique el esbozo y
la implementación de dicho modelo. Tal necesidad plantea una serie de
interrogantes. Por ejemplo, ¿debemos priorizar las construcciones bajas o las
construcciones altas? ¿Debemos permitir el desarrollo de ambas? Y, en este
caso, ¿debemos destinar algunas zonas para las primeras y algunas zonas para
las segundas? ¿O debemos permitir que se desarrollen en cualquier parte, sin
ninguna clase de limitación? ¿Debemos preservar los espacios verdes que existen
en la actualidad? ¿Debemos incrementar su cantidad? ¿Debemos permitir que se
reduzca su número o su tamaño? ¿Debemos admitir el asentamiento de personas en sitios
que suelen quedar bajo el agua? ¿O junto a basurales? ¿O junto a
establecimientos contaminantes? ¿Debemos aumentar la cantidad de los túneles que
pasan por debajo de las vías férreas? ¿O debemos soterrar la totalidad de las
vías? ¿Debemos permitir que la masa de automotores crezca? ¿O debemos tener más
líneas de subterráneos? Y, de ser así, ¿Cómo deben ser? ¿Y por dónde deben
pasar? Tales inquietudes no se agotan en sí mismas. Apuntan a una realidad que
está más allá de la fisonomía de una zona urbana. Se relacionan con lo más
profundo de una comunidad: con sus creencias, con sus valores, con su visión de
la vida, con su noción de la muerte, con su manera de ser, etc. Por suerte, en
estos tiempos, la mayoría de los argentinos actualizamos una costumbre: la de
preguntarnos qué queremos o, expresado de otro modo, qué pretendemos, en tanto
individuos, del presente y del futuro. Cuando podamos resolver este enigma y,
por lo tanto, podamos conocernos con una intensidad mayor que la actual,
podremos establecer con precisión los aspectos relativos a la seguridad de
nuestras ciudades. Mientras esto no acontezca, las inundaciones volverán. La
historia se repetirá. Y los gobernantes locales continuarán subestimando a la
realidad, aunque no vacacionen durante la producción de las tragedias.
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