miércoles, 25 de septiembre de 2013

NÚMEROS por Elías Quinteros


NÚMEROS

Elías Quinteros

¿Fueron 30.000? ¿Fueron más? ¿Fueron menos? ¿Cuántos fueron con exactitud? ¿Tenemos la posibilidad de establecer su número con precisión? ¿Podemos afirmar que fueron, por ejemplo, 40.000 o 20.000? Y si logramos hacer eso en alguna ocasión, ¿el resultado, realmente, importaría? Lo preguno porque, a semejanza de otros, yo no modificaría mi opinión de la última dictadura si los desaparecidos fueron 47.532 o 24.176. En esta clase de situaciones, la precisión matemática no altera el resultado final. El horror, superado un punto, ya no es cuantificable, ya no es suceptible de ninguna medición. Por eso, el intento de Ceferino Reato para demostrar que el número de desaparecidos no llegó a 30.000, mediante el artículo titulado Hablan de 30.000 desaparecidos y saben que es falso —un texto que apareció el 20 de septiembre, en el matutino La Nación—, carece de sentido. La pretensión de establecer la cantidad exacta es absurda, tan absurda como la pretensión de establecer la cantidad exacta de personas que fueron asesinadas durante el genocidio armenio o durante el genocidio judío. Acaso, en esta clase de sucesos, ¿una rectificación de la cifra final puede agravar o atenuar la responsabilidad de los que intervinieron en ellos como instigadores, autores, cómplices o encubridores? Verdaderamente, ¿algo cambia si los represores desaparecieron a 1.000 personas más o 1.000 personas menos? Sin duda, los que se preocupan por la cantidad de las víctimas, en lugar de hacerlo por su identidad, las deshumanizan. Las convierten en cosas. Las convierten en números. Las convierten en abstracciones, es decir, en realidades inmateriales que, al igual que la cantidad de estrellas que forman la Vía Láctea o la cantidad de insectos que pueblan el mundo, no impactan en la conciencia del hombre común.

Por otra parte, el hecho de comparar a los representantes de una organización de derechos humanos, con los dirigentes de una organización no gubernamental trucha que se alegran cuando la cantidad de pobres se incrementa, porque eso acrecienta los subsidios y el apoyo nacional e internacional, resulta injuriante. A fin de cuentas, ¿quién puede creer que los organismos que defienden los derechos humanos inflaron el número de los desaparecidos? ¿Quién puede creer que sostienen una mentira para no pagar un costo político que puede tender un manto de dudas sobre sus afirmaciones y sus posicionamientos? ¿Y quién puede creer que no se preocupan por la verdad sino por el poder? Sólo la ignorancia, la estupidez y el odio pueden impulsar tal infamia. Aquí, en la Argentina, durante siete años, padecimos una tragedia. Y esto fue así más allá del número exacto de víctimas. O, acaso, ¿vamos a tratar de contabilizar con precisión las personas que murieron durante la represión de la Semana Trágica? ¿O durante la represión de La Forestal? ¿O durante la represión de la Patagonia? ¿O durante el bombardeo de la Plaza de Mayo? ¿O durante los fusilamientos de 1956? Con toda franqueza, no necesitamos practicar esa clase de contabilidad para saber que cada uno de esos hechos representa algo monstruoso.

Tratar de convertir a la obra de una dictadura en una cuestión matemática o, mejor dicho, en una cuestión de precisión matemática, desde un matutino que no procede de un modo similar con los que perdieron la vida durante los sucesos ya aludidos, ni con los que perdieron la vida durante las guerras civiles del siglo XIX por la circunstancia de ser parte del gauchaje, ni con los que perdieron la vida durante la Guerra de la Triple Alianza por la circunstancia de ser parte del pueblo paraguayo, ni con los que perdieron la vida durante la Conquista del Desierto por la circunstancia de ser parte de los pueblos aborígenes, resulta llamativo. Pero, esta peculiaridad desaparece cuando advertimos que todo fue una excusa para hablar de cifras que no son ciertas, de víctimas que no fueron tales y de pagos irregulares de dineros que salen del presupuesto público: cuestiones que no desentonan con una línea periodística que el 27 de mayo, en la editorial denominada 1933, comparó el contexto actual del país con el período de Alemania que se había extendido entre el final de la República de Weimar y el comienzo del Tercer Reich; y que el 2 de septiembre, en la editorial intitulada La tinta no destituye, afirmó que Juan Domingo Perón no había caído por la Revolución Libertadora. La utilización de los desaparecidos y, en especial, de la defensa aparente de los mismos, con el objeto de cuestionar la integridad de los organismos de derechos humanos y, por su intermedio, la gestión del gobierno nacional, exterioriza la naturaleza inescrupulosa de los que emplean el diario fundado por Bartolomé Mitre, para atacar a los organismos que tratan de establecer qué sucedió con esos desaparecidos y al gobierno que, a diferencia de los precedentes, apoya la labor de esos organismos. Dicha actitud habla por sí misma. Y, por ende, no merece mayores comentarios.