NÚMEROS
Elías Quinteros
¿Fueron 30.000? ¿Fueron más? ¿Fueron menos? ¿Cuántos fueron
con exactitud? ¿Tenemos la posibilidad de establecer su número con precisión? ¿Podemos
afirmar que fueron, por ejemplo, 40.000 o 20.000? Y si logramos hacer eso en
alguna ocasión, ¿el resultado, realmente, importaría? Lo preguno porque, a
semejanza de otros, yo no modificaría mi opinión de la última dictadura si los
desaparecidos fueron 47.532 o 24.176. En esta clase de situaciones, la
precisión matemática no altera el resultado final. El horror, superado un
punto, ya no es cuantificable, ya no es suceptible de ninguna medición. Por
eso, el intento de Ceferino Reato para demostrar que el número de desaparecidos
no llegó a 30.000, mediante el artículo titulado Hablan de 30.000 desaparecidos
y saben que es falso —un texto que apareció el 20 de septiembre, en el matutino
La Nación—, carece
de sentido. La pretensión de establecer la cantidad exacta es absurda, tan
absurda como la pretensión de establecer la cantidad exacta de personas que
fueron asesinadas durante el genocidio armenio o durante el genocidio judío. Acaso,
en esta clase de sucesos, ¿una rectificación de la cifra final puede agravar o
atenuar la responsabilidad de los que intervinieron en ellos como instigadores,
autores, cómplices o encubridores? Verdaderamente, ¿algo cambia si los
represores desaparecieron a 1.000 personas más o 1.000 personas menos? Sin
duda, los que se preocupan por la cantidad de las víctimas, en lugar de hacerlo
por su identidad, las deshumanizan. Las convierten en cosas. Las convierten en
números. Las convierten en abstracciones, es decir, en realidades inmateriales que,
al igual que la cantidad de estrellas que forman la
Vía Láctea o la cantidad de insectos que
pueblan el mundo, no impactan en la conciencia del hombre común.
Por otra parte, el hecho de comparar a los representantes de
una organización de derechos humanos, con los dirigentes de una organización no
gubernamental trucha que se alegran cuando la cantidad de pobres se incrementa,
porque eso acrecienta los subsidios y el apoyo nacional e internacional, resulta
injuriante. A fin de cuentas, ¿quién puede creer que los organismos que
defienden los derechos humanos inflaron el número de los desaparecidos? ¿Quién
puede creer que sostienen una mentira para no pagar un costo político que puede
tender un manto de dudas sobre sus afirmaciones y sus posicionamientos? ¿Y quién
puede creer que no se preocupan por la verdad sino por el poder? Sólo la
ignorancia, la estupidez y el odio pueden impulsar tal infamia. Aquí, en la Argentina, durante siete
años, padecimos una tragedia. Y esto fue así más allá del número exacto de
víctimas. O, acaso, ¿vamos a tratar de contabilizar con precisión las personas
que murieron durante la represión de la Semana Trágica? ¿O
durante la represión de La
Forestal? ¿O durante la represión de la Patagonia? ¿O durante el
bombardeo de la Plaza
de Mayo? ¿O durante los fusilamientos de 1956? Con toda franqueza, no
necesitamos practicar esa clase de contabilidad para saber que cada uno de esos
hechos representa algo monstruoso.
Tratar de convertir a la obra de una dictadura en una
cuestión matemática o, mejor dicho, en una cuestión de precisión matemática,
desde un matutino que no procede de un modo similar con los que perdieron la
vida durante los sucesos ya aludidos, ni con los que perdieron la vida durante
las guerras civiles del siglo XIX por la circunstancia de ser parte del
gauchaje, ni con los que perdieron la vida durante la Guerra de la Triple Alianza por la circunstancia
de ser parte del pueblo paraguayo, ni con los que perdieron la vida durante la Conquista del Desierto
por la circunstancia de ser parte de los pueblos aborígenes, resulta llamativo.
Pero, esta peculiaridad desaparece cuando advertimos que todo fue una excusa
para hablar de cifras que no son ciertas, de víctimas que no fueron tales y de pagos
irregulares de dineros que salen del presupuesto público: cuestiones que no
desentonan con una línea periodística que el 27 de mayo, en la editorial
denominada 1933, comparó el contexto actual del país con el período de Alemania
que se había extendido entre el final de la República de Weimar y el
comienzo del Tercer Reich; y que el 2 de septiembre, en la editorial intitulada
La tinta no destituye, afirmó que Juan Domingo Perón no había caído por la Revolución Libertadora.
La utilización de los desaparecidos y, en especial, de la defensa aparente de
los mismos, con el objeto de cuestionar la integridad de los organismos de
derechos humanos y, por su intermedio, la gestión del gobierno nacional, exterioriza
la naturaleza inescrupulosa de los que emplean el diario fundado por Bartolomé
Mitre, para atacar a los organismos que tratan de establecer qué sucedió con
esos desaparecidos y al gobierno que, a diferencia de los precedentes, apoya la
labor de esos organismos. Dicha actitud habla por sí misma. Y, por ende, no
merece mayores comentarios.
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