viernes, 18 de octubre de 2013

El símbolo por Elías Quinteros

EL SIMBOLO

por Elías Quinteros

En la mañana del martes 8, en la Fundación Favaloro, operaron a Cristina Fernández; a la militante peronista; a la presidenta reelecta de la Nación; a la responsable de los cuarenta millones de seres humanos que viven en la República Argentina; a la viuda del ex presidente Néstor Kirchner; a la amiga del ex presidente venezolano Hugo Chávez; a la estadista que deslumbra en el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), el Grupo de los 20 (G-20), y la Organización de las Naciones Unidas (ONU); a la jefa de Estado que habla de igual a igual con el presidente estadounidense Barack Obama, el presidente ruso Vladímir Putin, el presidente chino Xi Jinping, la presidenta brasileña Dilma Rousseff y el papa Francisco; y a la mujer que, por lo expuesto y mucho más, constituye una figura extraordinaria a nivel nacional, regional, continental e, incluso, mundial. Los canallas de siempre —esos que dejan sus madrigueras en forma cotidiana, para esparcir su ponzoña, sin ninguna clase de inhibición—, exteriorizaron nuevamente la «grandeza» que anida en sus almas. Ninguno se privó de nada. Todos exhibieron la «nobleza» de sus pensamientos. Algunos dijeron que la información relacionada con su salud no había sido completa; otros, que la existencia de una «colección subdural crónica» consistía en un invento de su entorno para que no apareciese en la noche del 27 de octubre, tras la realización de los comicios, junto a los candidatos del Frente para la Victoria y, en consecuencia, no afrontase delante de las cámaras de televisión, el costo político de una derrota electoral; otros, que su hematoma, aunque era real, configuraba un recurso político para conmover a la sociedad argentina y, por ende, obtener una cantidad mayor de votos en dicho acto electoral; otros, que la necesidad de efectuar una operación evidenciaba su decadencia física y, con ello, su decadencia política, ya que ambas estaban unidas por una ligazón íntima e inquebrantable; otros, que la imposibilidad de ejercer las atribuciones presidenciales durante el período de recuperación dejaba el futuro de la Nación, en las manos de un hombre tan «incapaz» y «corrupto» como Amado Boudou; otros, que la población debía marchar hacia Plaza de Mayo con el objeto de impedir que el vicepresidente ocupase la Casa Rosada; etc.; etc.; etc.

Al igual que en enero del año pasado, cuando fue operada en el Hospital Austral, por un carcinoma que estaba localizado en su glándula tiroides, muchos anhelaron que la intervención quirúrgica tuviese un desenlace negativo. Desde los que lo disimularon con dificultad hasta los que lo expresaron directamente, el hecho de desear que Cristina Fernández se topase con el peor de los finales, fue la nota característica de algunos políticos, algunos periodistas y algunos ciudadanos comunes. Por lo visto, para algunas personas, ni el deterioro de la salud de un semejante que requiere la intervención de un cirujano y que, por eso, implica la existencia de una cuota de riesgo, posee el poder necesario para apagar o, por lo menos, atenuar el odio que tiene a ese semejante como destinatario. Pero, esto ya no sorprende. Al fin y al cabo, Cristina Fernández, en su rol de presidenta de la Nación, hizo una serie de cosas increíbles e imperdonables, según la apreciación de un sector de la sociedad. No sólo demostró que una mujer puede gobernar a la Argentina con eficiencia, al igual que un hombre, aunque no cuente con el apoyo de su marido. También implementó una serie de decisiones políticas que golpearon fuertemente al modelo neoliberal, desde lo real y desde lo simbólico. Obtuvo el apoyo del electorado en dos oportunidades. Y, en síntesis, revivió cuestiones de género, raza y clase, que estaban latentes en más de un individuo y en más de un grupo, a la espera de un hecho o de un conjunto de hechos que las volviesen a la vida. Tratemos de no mentirnos. Quien vive o quiere vivir de la actividad especulativa, de la producción de materias primas o de la importación de artículos elaborados en el extranjero, no ve con agrado la priorización de la actividad productiva y, en especial, de la actividad productiva que conlleva el desarrollo de las denominadas «tecnologías de punta», con el objeto de ampliar el mercado interno, satisfacer las necesidades «populares» y exportar los excedentes industriales, es decir, los excedentes que presentan una cuota elevada de valor agregado y, por tal motivo, representan un ingreso mayor de divisas. Quien aprovecha las épocas de desocupación e informalidad laboral para conseguir empleados baratos no ve con agrado la mejora de las condiciones laborales de la clase trabajadora. Quien piensa que el gobierno malgasta los recursos públicos al atender los asuntos que están relacionados con la educación, la salud, la vivienda y la ayuda social en general, no ve con agrado las acciones gubernamentales que favorecen al grueso de los habitantes, incluso a los extranjeros. Quien descubre, a pesar del agua que corrió debajo de los puentes, un «comunista», un «zurdo», un «rojo», un «guerrillero», un «terrorista» o un «subversivo», en sus variantes «leninista», «troskista», «stalinista», «maoista», «castrista» o «guevarista», a la vuelta de cada esquina, no ve con agrado la defensa de los derechos humanos, el juzgamiento de los genocidas que integraron la última dictadura, la aceptación de las protestas sociales y políticas desde una perspectiva que excluye la represión policial y la democratización la administración de la justicia. Y quien siente que está a merced de los «negros», los «paraguas», los «bolitas», los «perucas», los «chorros», los «faloperos», los «hippies», los «putos», los «pendejos» o las «minas», entre otros exponentes de las «especies inferiores» que deambulan por el mundo, no ve con agrado las medidas que tienden a la integración de las poblaciones del interior y de los países limítrofes, el respecto de las garantías procesales, la despenalización de la tenencia de estupefacientes para el consumo personal, la consagración del matrimonio igualitario, el reconocimiento de la calidad de electores a los jóvenes de dieciséis años y la equiparación de las mujeres con los hombres en más de un aspecto.

Asimismo, quien advierte que la regulación del comercio exterior le imposibilita la obtención de la totalidad de la ganancia que tiene su origen en la exportación de un producto agropecuario, siente que Cristina Fernández le impide percibir una parte del dinero que representa la consecuencia directa de su inversión y su trabajo. Quien advierte que la regulación de los servicios de comunicación audiovisual le imposibilita el mantenimiento de una posición monopólica u oligopólica, siente que Cristina Fernández le impide ejercer libremente su actividad empresarial. Quien advierte que la regulación del mercado cambiario le imposibilita la adquisición de una suma importante de dólares, siente que Cristina Fernández le impide preservar el valor de su moneda o pasar el período de sus vacaciones en otro país. Y quien advierte que la regulación del servicio doméstico le imposibilita la explotación laboral de su «sirvienta» o su «muchacha», siente que Cristina Fernández le impide conservar la higiene, el orden y el funcionamiento adecuado de su hogar. Ella es la causa de cada uno de los males. Y, en cierto modo, eso es verdad. Su nombre, su imagen y su voz, tres elementos que son parte de nuestra vida cotidiana, están asociados de una manera indisoluble, a un conjunto de intervenciones, discursos y decisiones que modificaron el aspecto de la Argentina, arrancándola de su estado de postración y liberándola, en gran medida, de la condena de su pasado neoliberal. Esa, y no otra, es la razón que explica la cantidad de sentimientos destructivos que la tienen como blanco. Después de todo, con una firmeza admirable y, quizás, con más de un momento de desconcierto, dudas y temores, enfrentó a los que voltearon un gobierno democrático y provocaron la desaparición de miles de personas con la excusa de llenar el «vacío de poder» y defender los «valores occidentales y cristianos». Enfrentó a los que se beneficiaron en más de un sentido, con la actuación delictiva o con la gestión gubernamental de los que procedieron de esa manera. Enfrentó a los que se enriquecieron con el negocio del endeudamiento externo, con el negocio de la privatización de las empresas estatales y con el negocio de la apertura económica. Enfrentó a los que transformaron a las organizaciones políticas, sindicales y sociales en cáscaras vacías que no canalizaban los reclamos de las personas. Y enfrentó a los que recurrieron a los medios de comunicación masiva, como las empresas que editan diarios o revistas, las emisoras de radio, las emisoras de televisión y las redes sociales, con el objeto de salvaguardar sus intereses corporativos. Es verdad. Incurrió en acciones y omisiones que pueden merecer alguna crítica. Sin embargo, la mayoría de los odios no tienen su génesis en las supuestas equivocaciones, sino en los evidentes aciertos.

Hoy, ella es un símbolo. Y, por esta particularidad, su conservación y, del mismo modo, su abatimiento, no resultan inocuos. Quien desea su mal y, además, no oculta dicho deseo, no se conforma con su desaparición de la escena política. Quiere algo más. Sueña con su desaparición del plano simbólico para que el pueblo pueda observar la extinción de la persona que encarna una parte de sus triunfos más notorios. Y, por ende, pueda perder, total o parcialmente, su esperanza, su alegría, su voluntad y su resistencia. La finalidad, consciente o no, consiste en golpear al sujeto histórico que protagonizó las gestas de la última década para que, tras sufrir el debilitamiento y el derrumbe de su espíritu, no pueda oponer ninguna resistencia. Y, por ello, no pueda evitar que el país retorne al pasado o, más específicamente, a la Argentina que terminó en la crisis del año 2001. Esta pretención —la de abatir cada una de las conquistas logradas, a fin de reeditar los tiempos forjados por José Alfredo Martínez de Hoz o por Domingo Felipe Cavallo—, no compatibiliza con la existencia y la vigencia de un símbolo viviente que —aunque se encuentre en un quirófano, soportando los rigores de una operación, o en una sala de terapia intensiva, tratando de recuperarse de tal intervención—, infunde un respeto tan enorme que paraliza a más de un nostálgico de los años neoliberales. Ciertamente, mientras Cristina Fernández respire, piense y establezca los lineamientos del gobierno, aunque no ocupe su despacho, ni intervenga en un acto oficial, ni participe en la campaña electoral, ni emplee la cadena nacional, constituirá, para los que la odian desde un principio, un muro imbatible, un problema irresoluble y un motivo de irritación constante. Ella sola, sin nada más que su presencia, puede convocar a multitudes: a multitudes que la veneran y que la tienen como su referente exclusiva. Nadie puede hacer eso en este momento. Nadie puede reunir más que un puñado de seguidores desalentados. Y nadie puede retener a esos seguidores por mucho tiempo. El campo de la oposición, desde el extremo más progresista hasta el más reaccionario, parece un piso de mosaicos. Y aunque muchos aboguen por una unidad que les permita enfrentar al oficialismo con éxito, todos, tarde o temprano, terminan peleando entre sí, como en un relato hobbesiano.