EL SIMBOLO
por Elías
Quinteros
En la mañana
del martes 8, en la
Fundación Favaloro, operaron a Cristina Fernández; a la
militante peronista; a la presidenta reelecta de la Nación; a la responsable de
los cuarenta millones de seres humanos que viven en la República Argentina;
a la viuda del ex presidente Néstor Kirchner; a la amiga del ex presidente
venezolano Hugo Chávez; a la estadista que deslumbra en el Mercado Común del
Sur (MERCOSUR), la Unión
de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
(CELAC), el Grupo de los 20 (G-20), y la Organización de las Naciones
Unidas (ONU); a la jefa de Estado que habla de igual a igual con el presidente
estadounidense Barack Obama, el presidente ruso Vladímir Putin, el presidente chino
Xi Jinping, la presidenta brasileña Dilma Rousseff y el papa Francisco; y a la
mujer que, por lo expuesto y mucho más, constituye una figura extraordinaria a nivel
nacional, regional, continental e, incluso, mundial. Los canallas de siempre —esos
que dejan sus madrigueras en forma cotidiana, para esparcir su ponzoña, sin
ninguna clase de inhibición—, exteriorizaron nuevamente la «grandeza» que anida
en sus almas. Ninguno se privó de nada. Todos exhibieron la «nobleza» de sus
pensamientos. Algunos dijeron que la información relacionada con su salud no
había sido completa; otros, que la existencia de una «colección subdural
crónica» consistía en un invento de su entorno para que no apareciese en la
noche del 27 de octubre, tras la realización de los comicios, junto a los
candidatos del Frente para la
Victoria y, en consecuencia, no afrontase delante de las
cámaras de televisión, el costo político de una derrota electoral; otros, que
su hematoma, aunque era real, configuraba un recurso político para conmover a
la sociedad argentina y, por ende, obtener una cantidad mayor de votos en dicho
acto electoral; otros, que la necesidad de efectuar una operación evidenciaba
su decadencia física y, con ello, su decadencia política, ya que ambas estaban
unidas por una ligazón íntima e inquebrantable; otros, que la imposibilidad de
ejercer las atribuciones presidenciales durante el período de recuperación
dejaba el futuro de la Nación,
en las manos de un hombre tan «incapaz» y «corrupto» como Amado Boudou; otros, que
la población debía marchar hacia Plaza de Mayo con el objeto de impedir que el
vicepresidente ocupase la
Casa Rosada; etc.; etc.; etc.
Al igual que en
enero del año pasado, cuando fue operada en el Hospital Austral, por un carcinoma
que estaba localizado en su glándula tiroides, muchos anhelaron que la
intervención quirúrgica tuviese un desenlace negativo. Desde los que lo disimularon
con dificultad hasta los que lo expresaron directamente, el hecho de desear que
Cristina Fernández se topase con el peor de los finales, fue la nota característica
de algunos políticos, algunos periodistas y algunos ciudadanos comunes. Por lo
visto, para algunas personas, ni el deterioro de la salud de un semejante que
requiere la intervención de un cirujano y que, por eso, implica la existencia
de una cuota de riesgo, posee el poder necesario para apagar o, por lo menos,
atenuar el odio que tiene a ese semejante como destinatario. Pero, esto ya no
sorprende. Al fin y al cabo, Cristina Fernández, en su rol de presidenta de la Nación, hizo una serie de
cosas increíbles e imperdonables, según la apreciación de un sector de la
sociedad. No sólo demostró que una mujer puede gobernar a la Argentina con
eficiencia, al igual que un hombre, aunque no cuente con el apoyo de su marido.
También implementó una serie de decisiones políticas que golpearon fuertemente
al modelo neoliberal, desde lo real y desde lo simbólico. Obtuvo el apoyo del
electorado en dos oportunidades. Y, en síntesis, revivió cuestiones de género,
raza y clase, que estaban latentes en más de un individuo y en más de un grupo,
a la espera de un hecho o de un conjunto de hechos que las volviesen a la vida.
Tratemos de no mentirnos. Quien vive o quiere vivir de la actividad
especulativa, de la producción de materias primas o de la importación de artículos
elaborados en el extranjero, no ve con agrado la priorización de la actividad
productiva y, en especial, de la actividad productiva que conlleva el
desarrollo de las denominadas «tecnologías de punta», con el objeto de ampliar
el mercado interno, satisfacer las necesidades «populares» y exportar los
excedentes industriales, es decir, los excedentes que presentan una cuota
elevada de valor agregado y, por tal motivo, representan un ingreso mayor de
divisas. Quien aprovecha las épocas de desocupación e informalidad laboral para
conseguir empleados baratos no ve con agrado la mejora de las condiciones
laborales de la clase trabajadora. Quien piensa que el gobierno malgasta los
recursos públicos al atender los asuntos que están relacionados con la
educación, la salud, la vivienda y la ayuda social en general, no ve con agrado
las acciones gubernamentales que favorecen al grueso de los habitantes, incluso
a los extranjeros. Quien descubre, a pesar del agua que corrió debajo de los
puentes, un «comunista», un «zurdo», un «rojo», un «guerrillero», un «terrorista»
o un «subversivo», en sus variantes «leninista», «troskista», «stalinista»,
«maoista», «castrista» o «guevarista», a la vuelta de cada esquina, no ve con
agrado la defensa de los derechos humanos, el juzgamiento de los genocidas que
integraron la última dictadura, la aceptación de las protestas sociales y
políticas desde una perspectiva que excluye la represión policial y la
democratización la administración de la justicia. Y quien siente que está a
merced de los «negros», los «paraguas», los «bolitas», los «perucas», los
«chorros», los «faloperos», los «hippies», los «putos», los «pendejos» o las «minas»,
entre otros exponentes de las «especies inferiores» que deambulan por el mundo,
no ve con agrado las medidas que tienden a la integración de las poblaciones
del interior y de los países limítrofes, el respecto de las garantías
procesales, la despenalización de la tenencia de estupefacientes para el
consumo personal, la consagración del matrimonio igualitario, el reconocimiento
de la calidad de electores a los jóvenes de dieciséis años y la equiparación de
las mujeres con los hombres en más de un aspecto.
Asimismo, quien
advierte que la regulación del comercio exterior le imposibilita la obtención
de la totalidad de la ganancia que tiene su origen en la exportación de un
producto agropecuario, siente que Cristina Fernández le impide percibir una
parte del dinero que representa la consecuencia directa de su inversión y su
trabajo. Quien advierte que la regulación de los servicios de comunicación
audiovisual le imposibilita el mantenimiento de una posición monopólica u
oligopólica, siente que Cristina Fernández le impide ejercer libremente su
actividad empresarial. Quien advierte que la regulación del mercado cambiario
le imposibilita la adquisición de una suma importante de dólares, siente que
Cristina Fernández le impide preservar el valor de su moneda o pasar el período
de sus vacaciones en otro país. Y quien advierte que la regulación del servicio
doméstico le imposibilita la explotación laboral de su «sirvienta» o su «muchacha»,
siente que Cristina Fernández le impide conservar la higiene, el orden y el funcionamiento
adecuado de su hogar. Ella es la causa de cada uno de los males. Y, en cierto
modo, eso es verdad. Su nombre, su imagen y su voz, tres elementos que son parte
de nuestra vida cotidiana, están asociados de una manera indisoluble, a un conjunto
de intervenciones, discursos y decisiones que modificaron el aspecto de la Argentina, arrancándola
de su estado de postración y liberándola, en gran medida, de la condena de su
pasado neoliberal. Esa, y no otra, es la razón que explica la cantidad de
sentimientos destructivos que la tienen como blanco. Después de todo, con una
firmeza admirable y, quizás, con más de un momento de desconcierto, dudas y temores,
enfrentó a los que voltearon un gobierno democrático y provocaron la desaparición
de miles de personas con la excusa de llenar el «vacío de poder» y defender los
«valores occidentales y cristianos». Enfrentó a los que se beneficiaron en más
de un sentido, con la actuación delictiva o con la gestión gubernamental de los
que procedieron de esa manera. Enfrentó a los que se enriquecieron con el
negocio del endeudamiento externo, con el negocio de la privatización de las
empresas estatales y con el negocio de la apertura económica. Enfrentó a los
que transformaron a las organizaciones políticas, sindicales y sociales en
cáscaras vacías que no canalizaban los reclamos de las personas. Y enfrentó a
los que recurrieron a los medios de comunicación masiva, como las empresas que
editan diarios o revistas, las emisoras de radio, las emisoras de televisión y
las redes sociales, con el objeto de salvaguardar sus intereses corporativos. Es
verdad. Incurrió en acciones y omisiones que pueden merecer alguna crítica. Sin
embargo, la mayoría de los odios no tienen su génesis en las supuestas equivocaciones,
sino en los evidentes aciertos.
Hoy, ella es
un símbolo. Y, por esta particularidad, su conservación y, del mismo modo, su
abatimiento, no resultan inocuos. Quien desea su mal y, además, no oculta dicho
deseo, no se conforma con su desaparición de la escena política. Quiere algo
más. Sueña con su desaparición del plano simbólico para que el pueblo pueda observar
la extinción de la persona que encarna una parte de sus triunfos más notorios.
Y, por ende, pueda perder, total o parcialmente, su esperanza, su alegría, su voluntad
y su resistencia. La finalidad, consciente o no, consiste en golpear al sujeto
histórico que protagonizó las gestas de la última década para que, tras sufrir
el debilitamiento y el derrumbe de su espíritu, no pueda oponer ninguna
resistencia. Y, por ello, no pueda evitar que el país retorne al pasado o, más
específicamente, a la
Argentina que terminó en la crisis del año 2001. Esta
pretención —la de abatir cada una de las conquistas logradas, a fin de reeditar
los tiempos forjados por José Alfredo Martínez de Hoz o por Domingo Felipe
Cavallo—, no compatibiliza con la existencia y la vigencia de un símbolo
viviente que —aunque se encuentre en un quirófano, soportando los rigores de
una operación, o en una sala de terapia intensiva, tratando de recuperarse de
tal intervención—, infunde un respeto tan enorme que paraliza a más de un nostálgico
de los años neoliberales. Ciertamente, mientras Cristina Fernández respire, piense
y establezca los lineamientos del gobierno, aunque no ocupe su despacho, ni
intervenga en un acto oficial, ni participe en la campaña electoral, ni emplee
la cadena nacional, constituirá, para los que la odian desde un principio, un
muro imbatible, un problema irresoluble y un motivo de irritación constante.
Ella sola, sin nada más que su presencia, puede convocar a multitudes: a
multitudes que la veneran y que la tienen como su referente exclusiva. Nadie
puede hacer eso en este momento. Nadie puede reunir más que un puñado de
seguidores desalentados. Y nadie puede retener a esos seguidores por mucho
tiempo. El campo de la oposición, desde el extremo más progresista hasta el más
reaccionario, parece un piso de mosaicos. Y aunque muchos aboguen por una
unidad que les permita enfrentar al oficialismo con éxito, todos, tarde o
temprano, terminan peleando entre sí, como en un relato hobbesiano.
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