martes, 5 de noviembre de 2013

Una cuestión de fe por Elías Quinteros

UNA CUESTION DE FE

Elías Quinteros

Mi padre, un hombre de una fe poderosa y admirable, consideraba que las personas tenían que esforzarse para conservar su fe en los momentos difíciles de la vida porque esos momentos eran, justamente, los que ponían a prueba la fe de cada uno y demostraban, en definitiva, si la misma era auténtica o no. Y yo —que fui inscripto en el Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires, con el nombre de un profeta que degolló a cuatrocientos cincuenta sacerdotes que contaban con la protección del rey Acab y de la reina Jezabel, tras demostrar ante el pueblo de Israel que Yahveh era más poderoso que Baal; y que fui educado, desde la perspectiva religiosa, en las enseñanzas de Jesús, Pablo, Agustín, Lutero y, por encima de todo, Wesley—; trato de tener presente el pensamiento de mi padre cuando siento que mi fe flaquea. El reconocimiento de esto último no constituye un motivo de vergüenza para mí. Después de todo, dudar es humano. Y, por otra parte, cada uno de los nombrados tuvo sus dudas e, incluso, sus dudas ciclópeas, incontrolables y angustiosas. Ciertamente, yo me encontraba, aunque no lo advertía o no lo quería advertir, en un momento de desconcierto, cansancio e incertidumbre, por el resultado de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias, por la operación de Cristina, por el aniversario de la muerte de Néstor, etc. Pero, la vida, que no deja de sorprendernos, me demostró una vez más que mi padre estaba en lo correcto. En primer lugar, el domingo 27, el Frente para la Victoria tuvo un desempeño más que aceptable en la elección legislativa, para disgusto de los opositores más acérrimos, ya que incrementó el número de sus diputados, aunque no logró imponerse en ninguno de los cinco distritos más importantes, desde el punto de vista electoral. En segundo término, el lunes 28, el equipo de Racing —que había empatado con Colón y Lanús; había perdido con San Lorenzo, Tigre, Arsenal, All Boys, Boca Juniors, Newell's Old Boys, Belgrano de Córdoba, Rafaela, Estudiantes de La Plata y Vélez Sarsfield; y había quedado en el último puesto de la lista de posiciones correspondiente al Torneo Inicial de la Primera A—; derrotó a Godoy Cruz y, con ello, se reencontró con el triunfo. Y, en tercer orden, el martes 29, la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló a favor de la constitucionalidad de la Ley N° 26.522 o Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en la causa caratulada: «Grupo Clarín SA y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional y otro s/ acción meramente declarativa».

Desde cualquier ángulo, el tercer hecho fue el más importante. El triunfo de Racing constituyó un motivo de alegría para los partidarios de la «Academia». El triunfo del Frente para la Victoria constituyó un motivo de alegría para los partidarios del gobierno nacional. Mas, el triunfo de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual constituyó un motivo de alegría para los partidarios de la «democracia». Y, aquí, tenemos la obligación de no confundirnos. La sociedad argentina no asistió a la representación de un acto judicial que, por medio de una serie de rituales y tecnicismos, se limitó a traslucir el conflicto que enfrenta a la presidenta con el Grupo Clarín o, dicho de otra manera, que enfrenta al Estado Nacional con el poder económico. Por el contrario, presenció algo que era más trascendente: el desarrollo de la escena más esperada y angustiante de una tragedia que —con el estilo de Shakespeare o, quizás, de Sófocles—, enfrenta a la «democracia» con el «mercado». Quien piensa, tras ver los acontecimientos, que todo se reduce a la existencia de un conflicto entre una mandataria y un grupo económico que trata de defender la libertad de expresión incurre en una equivocación. Y quien estima, a diferencia del caso anterior, que todo se reduce a la existencia de un conflicto entre una mandataria y un grupo económico que trata de conservar su posición dominante dentro del campo de las comunicaciones, sólo percibe el aspecto superficial del asunto. Aunque algunos procuren demostrar lo opuesto, la «democracia» y el «mercado» son dos realidades irreconciliables. Y, por esa razón, el predominio de la primera es incompatible con la existencia del segundo, al igual que el predominio del segundo es incompatible con la existencia de la primera. La «democracia», entendida como una forma de gobierno que refleja una forma de vida, necesita que el Estado, mediante una actitud activa, regule en la medida de lo imprescindible la actividad de la totalidad de los actores, sean económicos o no, para que ninguno quede a merced de otro. En cambio, el «mercado» —a semejanza de sus dos hijas: la «oferta» y la «demanda»—, necesita que el Estado, mediante una actitud activa o pasiva, permita que los actores económicos protagonicen un enfrentamiento permanente y que, en consecuencia, los actores más poderosos, es decir, los que concentran el capital, devoren total o parcialmente a los más débiles. Esto es así porque el «mercado» —efecto directo del crecimiento desproporcionado de la esfera económica, en detrimento de las demás, a raíz de la presencia de un Estado que no impide ese crecimiento, ni evita que el pez más grande se coma al más pequeño—, responde a la ley de la selva. Tal característica lo lleva a reproducir el escenario natural que precedió a la celebración del contrato social, en donde el hombre era el lobo del hombre, según el pensamiento de Hobbes. No en vano, los capitalistas más extremos abogan por la desaparición del Estado o por la existencia de un Estado pequeño y débil. De una manera que resulta paradójica, el capitalismo —que siempre aparece asociado a los adelantos tecnológicos y científicos de los siglos XVIII, XIX y XX—, implica un retroceso, una involución, una vuelta a la época de las cavernas.

El enfrentamiento con un gigante de las comunicaciones o, con más precisión, con un poder real, concreto y enorme, de carácter empresarial, comercial y financiero, que defiende al «mercado» porque sabe que éste le permite actuar con una libertad y una impunidad que no son admitidas en una «democracia verdadera», actualiza los análisis efectuados por Weber, respecto de las organizaciones burocráticas, y por Heidegger, respecto de la comunicación moderna. Asimismo, esta forma de comunicación —que combina, según lo explicado por Forster, lo mejor de la propaganda fascista y de la cinematografía «hollywoodense»; y que procura, según lo manifestado por Zaffaroni, la homogeneización de la diversidad cultural que existe en la Argentina—; atraviesa el campo de la información, el campo de la publicidad y el campo del entretenimiento. Incide directa o indirectamente en los contenidos y en las prácticas de la educación, formando y reformando las mentes, dentro y fuera de los establecimientos educativos, de acuerdo a la conveniencia del momento. Y tritura día a día, con su maquinaria infernal, la vida de los que se someten a su voluntad sin ninguna clase de limitación: seres que venden su alma, como Fausto, el personaje de Goethe; y que están obligados a ocultar su ruindad, como Dorian Gray, el personaje de Wilde. Sin duda, todo lo sucedido desde la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y, con más razón, desde el cuestionamiento judicial de dicha norma por parte del Grupo Clarín, prueba que los defensores de la misma no son unos Quijotes o, dicho de otra manera, unos seres creados por la imaginación de Cervantes que ven un molino y creen que están ante un gigante amenazador. Al contrario, el gigante de esta historia es real. En contraposición con Goliat, que fue vencido por un individuo (David), y con Polifemo, que fue vencido por varios (Ulises y los que integraban su tripulación), éste conoció la derrota por el esfuerzo común de un pueblo, de una sociedad, de un colectivo heterogéneo que tuvo la habilidad necesaria para superar sus diferencias en aras de algo superior.

Probablemente, el fallo no contente a todos. Al fin y al cabo, la derrota infringida a Magnetto, más allá de su contundencia, no equivale a la destrucción total de su poder de fuego. Sin embargo, tal circunstancia no disminuye la importancia de lo logrado. La resolución de la Corte Suprema de Justicia —además de enunciar que el Estado puede regular las comunicaciones audiovisuales con el propósito de favorecer la pluralidad y la diversidad de las expresiones, para que la sociedad pueda tener un abanico informativo que le permita elegir mejor—, reconoce que una «democracia» que pretenda garantizar su existencia y profundizar su contendido se encuentra legitimada para enfrentar al «mercado» con los instrumentos estatales que están a su disposición. Y, al proceder de ese modo, da a entender por medio de un lenguaje «jurídico» que el enfrentamiento con el «mercado» no es un acto que atenta contra la Constitución Nacional, sino que es uno que contribuye a consolidarla. El «mercado», venerado por algunos como si fuese un dios, no constituye algo intocable. No es algo que se encuentra al margen del p
oder estatal, ni al margen del sistema democrático, ni al margen de la voluntad popular. Desde que Moreno teorizó sobre el Estado y, por lo tanto, consideró que éste tenía la obligación de adecuar la economía a las necesidades de la «causa revolucionaria», anticipando en más de un aspecto la política económica del peronismo, la oposición al «mercado» fue vista como una herejía, por los Torquemadas de dicha divinidad: una actitud que convirtió a América en un Auschwitz titánico que, durante cinco siglos, devoró pueblos, grupos e individuos, independientemente de su identidad racial y étnica. En este caso, la condición de «hereje» se superpone con la condición de «bárbaro», según la concepción de Sarmiento. Y, por eso, configura la negación de la condición de «ciudadano», de la condición de «persona física» y de la condición de «ser humano»: negación ventajosa para las fuerzas económicas porque conlleva, a su vez, el desconocimiento de los derechos más elementales. Por fortuna, desde la semana pasada, algo cambió. La «democracia», a pesar de ser imperfecta, superó una prueba decisiva. Indudablemente, mi padre estaba en lo cierto. No debemos perder la fe. Y si lo hacemos, debemos esforzarnos para recuperarla.

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