UNA CUESTION DE FE
Elías Quinteros
Mi padre, un hombre de una fe poderosa y admirable,
consideraba que las personas tenían que esforzarse para conservar su fe en los
momentos difíciles de la vida porque esos momentos eran, justamente, los que
ponían a prueba la fe de cada uno y demostraban, en definitiva, si la misma era
auténtica o no. Y yo —que fui inscripto en el Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires, con
el nombre de un profeta que degolló a cuatrocientos cincuenta sacerdotes que
contaban con la protección del rey Acab y de la reina Jezabel, tras demostrar
ante el pueblo de Israel que Yahveh era más poderoso que Baal; y que fui
educado, desde la perspectiva religiosa, en las enseñanzas de Jesús, Pablo,
Agustín, Lutero y, por encima de todo, Wesley—; trato de tener presente el
pensamiento de mi padre cuando siento que mi fe flaquea. El reconocimiento de
esto último no constituye un motivo de vergüenza para mí. Después de todo,
dudar es humano. Y, por otra parte, cada uno de los nombrados tuvo sus dudas e,
incluso, sus dudas ciclópeas, incontrolables y angustiosas. Ciertamente, yo me
encontraba, aunque no lo advertía o no lo quería advertir, en un momento de
desconcierto, cansancio e incertidumbre, por el resultado de las Primarias
Abiertas Simultáneas y Obligatorias, por la operación de Cristina, por el aniversario
de la muerte de Néstor, etc. Pero, la vida, que no deja de sorprendernos, me
demostró una vez más que mi padre estaba en lo correcto. En primer lugar, el
domingo 27, el Frente para la
Victoria tuvo un desempeño más que aceptable en la elección
legislativa, para disgusto de los opositores más acérrimos, ya que incrementó
el número de sus diputados, aunque no logró imponerse en ninguno de los cinco
distritos más importantes, desde el punto de vista electoral. En segundo
término, el lunes 28, el equipo de Racing —que había empatado con Colón y Lanús;
había perdido con San Lorenzo, Tigre, Arsenal, All Boys, Boca Juniors, Newell's
Old Boys, Belgrano de Córdoba, Rafaela, Estudiantes de La Plata y Vélez Sarsfield; y había
quedado en el último puesto de la lista de posiciones correspondiente al Torneo
Inicial de la Primera A—;
derrotó a Godoy Cruz y, con ello, se reencontró con el triunfo. Y, en tercer
orden, el martes 29, la
Corte Suprema de Justicia de la Nación falló a favor de la
constitucionalidad de la Ley N°
26.522 o Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en la causa caratulada:
«Grupo Clarín SA y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional y otro s/ acción meramente
declarativa».
Desde cualquier ángulo, el tercer hecho fue el más
importante. El triunfo de Racing constituyó un motivo de alegría para los
partidarios de la «Academia». El triunfo del Frente para la Victoria constituyó un
motivo de alegría para los partidarios del gobierno nacional. Mas, el triunfo
de la Ley de
Servicios de Comunicación Audiovisual constituyó un motivo de alegría para los
partidarios de la «democracia». Y, aquí, tenemos la obligación de no
confundirnos. La sociedad argentina no asistió a la representación de un acto
judicial que, por medio de una serie de rituales y tecnicismos, se limitó a
traslucir el conflicto que enfrenta a la presidenta con el Grupo Clarín o, dicho
de otra manera, que enfrenta al Estado Nacional con el poder económico. Por el
contrario, presenció algo que era más trascendente: el desarrollo de la escena
más esperada y angustiante de una tragedia que —con el estilo de Shakespeare o,
quizás, de Sófocles—, enfrenta a la «democracia» con el «mercado». Quien
piensa, tras ver los acontecimientos, que todo se reduce a la existencia de un
conflicto entre una mandataria y un grupo económico que trata de defender la
libertad de expresión incurre en una equivocación. Y quien estima, a diferencia
del caso anterior, que todo se reduce a la existencia de un conflicto entre una
mandataria y un grupo económico que trata de conservar su posición dominante
dentro del campo de las comunicaciones, sólo percibe el aspecto superficial del
asunto. Aunque algunos procuren demostrar lo opuesto, la «democracia» y el «mercado»
son dos realidades irreconciliables. Y, por esa razón, el predominio de la
primera es incompatible con la existencia del segundo, al igual que el
predominio del segundo es incompatible con la existencia de la primera. La
«democracia», entendida como una forma de gobierno que refleja una forma de
vida, necesita que el Estado, mediante una actitud activa, regule en la medida
de lo imprescindible la actividad de la totalidad de los actores, sean
económicos o no, para que ninguno quede a merced de otro. En cambio, el
«mercado» —a semejanza de sus dos hijas: la «oferta» y la «demanda»—, necesita
que el Estado, mediante una actitud activa o pasiva, permita que los actores
económicos protagonicen un enfrentamiento permanente y que, en consecuencia,
los actores más poderosos, es decir, los que concentran el capital, devoren
total o parcialmente a los más débiles. Esto es así porque el «mercado» —efecto
directo del crecimiento desproporcionado de la esfera económica, en detrimento
de las demás, a raíz de la presencia de un Estado que no impide ese crecimiento,
ni evita que el pez más grande se coma al más pequeño—, responde a la ley de la
selva. Tal característica lo lleva a reproducir el escenario natural que
precedió a la celebración del contrato social, en donde el hombre era el lobo
del hombre, según el pensamiento de Hobbes. No en vano, los capitalistas más
extremos abogan por la desaparición del Estado o por la existencia de un Estado
pequeño y débil. De una manera que resulta paradójica, el capitalismo —que
siempre aparece asociado a los adelantos tecnológicos y científicos de los
siglos XVIII, XIX y XX—, implica un retroceso, una involución, una vuelta a la
época de las cavernas.
El enfrentamiento con un gigante de las comunicaciones o,
con más precisión, con un poder real, concreto y enorme, de carácter empresarial,
comercial y financiero, que defiende al «mercado» porque sabe que éste le
permite actuar con una libertad y una impunidad que no son admitidas en una
«democracia verdadera», actualiza los análisis efectuados por Weber, respecto
de las organizaciones burocráticas, y por Heidegger, respecto de la
comunicación moderna. Asimismo, esta forma de comunicación —que combina, según
lo explicado por Forster, lo mejor de la propaganda fascista y de la cinematografía
«hollywoodense»; y que procura, según lo manifestado por Zaffaroni, la
homogeneización de la diversidad cultural que existe en la Argentina—; atraviesa el
campo de la información, el campo de la publicidad y el campo del entretenimiento.
Incide directa o indirectamente en los contenidos y en las prácticas de la educación,
formando y reformando las mentes, dentro y fuera de los establecimientos
educativos, de acuerdo a la conveniencia del momento. Y tritura día a día, con
su maquinaria infernal, la vida de los que se someten a su voluntad sin ninguna
clase de limitación: seres que venden su alma, como Fausto, el personaje de
Goethe; y que están obligados a ocultar su ruindad, como Dorian Gray, el
personaje de Wilde. Sin duda, todo lo sucedido desde la sanción de la Ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual y, con más razón, desde el cuestionamiento judicial de
dicha norma por parte del Grupo Clarín, prueba que los defensores de la misma no
son unos Quijotes o, dicho de otra manera, unos seres creados por la
imaginación de Cervantes que ven un molino y creen que están ante un gigante amenazador.
Al contrario, el gigante de esta historia es real. En contraposición con Goliat,
que fue vencido por un individuo (David), y con Polifemo, que fue vencido por
varios (Ulises y los que integraban su tripulación), éste conoció la derrota
por el esfuerzo común de un pueblo, de una sociedad, de un colectivo heterogéneo
que tuvo la habilidad necesaria para superar sus diferencias en aras de algo
superior.
Probablemente, el fallo no contente a todos. Al fin y al
cabo, la derrota infringida a Magnetto, más allá de su contundencia, no equivale
a la destrucción total de su poder de fuego. Sin embargo, tal circunstancia no
disminuye la importancia de lo logrado. La resolución de la Corte Suprema de
Justicia —además de enunciar que el Estado puede regular las comunicaciones
audiovisuales con el propósito de favorecer la pluralidad y la diversidad de
las expresiones, para que la sociedad pueda tener un abanico informativo que le
permita elegir mejor—, reconoce que una «democracia» que pretenda garantizar su
existencia y profundizar su contendido se encuentra legitimada para enfrentar
al «mercado» con los instrumentos estatales que están a su disposición. Y, al
proceder de ese modo, da a entender por medio de un lenguaje «jurídico» que el
enfrentamiento con el «mercado» no es un acto que atenta contra la Constitución Nacional,
sino que es uno que contribuye a consolidarla. El «mercado», venerado por
algunos como si fuese un dios, no constituye algo intocable. No es algo que se
encuentra al margen del p
oder estatal, ni al margen del sistema democrático, ni al margen de la voluntad popular. Desde que Moreno teorizó sobre el Estado y, por lo tanto, consideró que éste tenía la obligación de adecuar la economía a las necesidades de la «causa revolucionaria», anticipando en más de un aspecto la política económica del peronismo, la oposición al «mercado» fue vista como una herejía, por los Torquemadas de dicha divinidad: una actitud que convirtió a América en un Auschwitz titánico que, durante cinco siglos, devoró pueblos, grupos e individuos, independientemente de su identidad racial y étnica. En este caso, la condición de «hereje» se superpone con la condición de «bárbaro», según la concepción de Sarmiento. Y, por eso, configura la negación de la condición de «ciudadano», de la condición de «persona física» y de la condición de «ser humano»: negación ventajosa para las fuerzas económicas porque conlleva, a su vez, el desconocimiento de los derechos más elementales. Por fortuna, desde la semana pasada, algo cambió. La «democracia», a pesar de ser imperfecta, superó una prueba decisiva. Indudablemente, mi padre estaba en lo cierto. No debemos perder la fe. Y si lo hacemos, debemos esforzarnos para recuperarla.
oder estatal, ni al margen del sistema democrático, ni al margen de la voluntad popular. Desde que Moreno teorizó sobre el Estado y, por lo tanto, consideró que éste tenía la obligación de adecuar la economía a las necesidades de la «causa revolucionaria», anticipando en más de un aspecto la política económica del peronismo, la oposición al «mercado» fue vista como una herejía, por los Torquemadas de dicha divinidad: una actitud que convirtió a América en un Auschwitz titánico que, durante cinco siglos, devoró pueblos, grupos e individuos, independientemente de su identidad racial y étnica. En este caso, la condición de «hereje» se superpone con la condición de «bárbaro», según la concepción de Sarmiento. Y, por eso, configura la negación de la condición de «ciudadano», de la condición de «persona física» y de la condición de «ser humano»: negación ventajosa para las fuerzas económicas porque conlleva, a su vez, el desconocimiento de los derechos más elementales. Por fortuna, desde la semana pasada, algo cambió. La «democracia», a pesar de ser imperfecta, superó una prueba decisiva. Indudablemente, mi padre estaba en lo cierto. No debemos perder la fe. Y si lo hacemos, debemos esforzarnos para recuperarla.
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