lunes, 14 de julio de 2014

Héroes por Elías Quinteros

HEROES

Elías Quinteros

El fútbol es extraño. Tiene algo que viene de tiempos lejanos. Tiene algo de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad, de las pruebas atléticas que cada cuatro años unían a las ciudades griegas en un acontecimiento común, convocaban a los atletas más importantes de la Hélade y convertían a los ganadores en unos héroes que recibían una corona de olivo y una gloria de dimensiones monumentales. Tiene algo del teatro griego; de las representaciones de las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides; de las escenificaciones de las comedias de Aristófanes; de las interpretaciones de los actores que provocaban la catarsis del público. Y tiene algo de las Fiestas Dionisíacas, de las orgías del dios del vino que lograban que el individuo alcanzase la embriaguez y el éxtasis, perdiese la noción del tiempo y del espacio, desapareciese como tal y, por último, consiguiese la unidad con la naturaleza. Pero, también tiene algo del circo romano con sus carreras de cuadrigas y del anfiteatro romano con sus luchas de gladiadores. ¿Qué es en realidad? Lo ignoro. Es un juego. Es un deporte. Es una actividad profesional. Es un espectáculo. Es un negocio. Y, en definitiva, es un fenómeno sociológico que burla las explicaciones más diversas. Millones de individuos lo practican. Y millones de individuos lo contemplan. Muchos le otorgan una importancia enorme, tan enorme que viven e, incluso, matan por él. Otros no llegan a tal extremo. No obstante, discuten tan violentamente por las cuestiones que lo involucran como los que riñen por los asuntos que rozan la religión o la política. A su alrededor, millones y millones de euros y dólares giran en una danza alocada que acrecienta más de una cuenta bancaria. Y, por esa causa, la lista de los que viven con un lujo asiático, como consecuencia de su generosidad, comprende jugadores; representantes; integrantes de cuerpos técnicos; dirigentes de clubes y de entidades que agrupan a dichos clubes; periodistas deportivos; accionistas de medios gráficos, radiales y televisivos; accionistas de empresas que utilizan a los jugadores y a los clubes para publicitar sus productos y sus servicios; etc. Sin embargo, todo eso no trasluce, ni describe, ni explica lo más significativo. El fútbol también es una pasión.

Sin duda, el dolor de una derrota futbolística es inmenso. Y, además, elude cualquier tipo de medición cuando el objeto de la disputa es importante y cuando la posibilidad del triunfo es real. Nadie empalidece, ni sufre, ni llora, por algo que es intrascendente o por algo que es inalcanzable desde un comienzo. Por eso, la derrota del seleccionado argentino, frente al seleccionado alemán, en el campo del Maracaná, es algo que duele, algo que duele mucho. Quienes tratan de ocultar este dolor, quienes tratan de minimizar su intensidad y quienes tratan de impedir su exteriorización, se equivocan. La copa del mundial de fútbol no es algo menor. Y la obtención del segundo puesto no es como la obtención del primero. Si la copa no fuese importante, los jugadores más habilidosos del mundo no competirían por ella, ni transpirarían las camisetas que los identifican, ni correrían el riesgo de sufrir una lesión. Si no fuese más que un trofeo que premia al mejor de una competencia deportiva, millones y millones de personas no seguirían con angustia el desarrollo de un partido. Evidentemente, ganar no es lo mismo que perder. Y la diferencia entre el primer lugar y el segundo no es ficticia. Por tal motivo, quien desee experimentar el placer de la victoria en la totalidad de su magnitud tiene que estar dispuesto a experimentar el dolor de la derrota en la totalidad de su dimensión: algo que no sucede con las personas que no tienen la honestidad de decir «esto me lastima», «esto me duele», «esto me entristece».

Quizás, sea injusto. Pero, yo no puedo admitir los comentarios de los individuos que afirman con una liviandad absoluta: «Perdimos. Pero, estoy contento. Al fin y al cabo, salimos subcampeones. Y eso significa que el seleccionado argentino figura entre los dos seleccionados más importantes del mundo». Con toda franqueza, no sé qué es peor: si la sinceridad de los que anhelaban el fracaso del seleccionado o la hipocresía de los que no pueden admitir que perdimos. Aquí, nadie sugiere que nos hundamos en medio de la amargura que nos empuja hacia el abatimiento o en medio del resentimiento que nos empuja hacia la violencia, ni que nos enfrentemos con los alemanes o con los brasileños que conozcamos porque algunos exponentes de Alemania nos ganaron y algunos exponentes de Brasil no nos apoyaron, ni que nos dediquemos a romper cada objeto que se encuentre a nuestro alcance, ni que nos inmolemos. Un campeonato de fútbol no justifica esas reacciones irracionales. Mas, tengamos un poco de dignidad. Y digamos la verdad. Nadie celebra la obtención del segundo lugar. Nadie celebra el hecho de quedar en el sitio que está reservado para los que pierden con los que alcanzan el sitial más alto. Nadie celebra la derrota. Quienes festejaron en las calles festejaron algo diferente. Festejaron la actuación corajuda, limpia y generosa de los que lucharon por conseguir la victoria: una victoria que no se escapó de las manos por su culpa, sino que lo hizo por un capricho del destino. Innegablemente, todos fueron derrotados. Todos cayeron. Y todos mordieron el polvo. Sin embargo, no sucumbieron de una forma vergonzosa. Por el contrario, cayeron con una dignidad que es indiscutible. Y, por dicha razón, todos son héroes. No lo son porque fueron vencidos. Lo son porque lucharon, porque acariciaron el triunfo y porque perdieron con honor, con hidalguía, con altivez. A diferencia de lo supuesto por algunos opinadores, los pueblos no admiran a los perdedores o, lo que es peor, a los «ganadores morales»: expresión tristísima que, con toda probabilidad, fue creada por un perdedor que se acostumbró a perder y perder. En cambio, convierten en dioses, en dioses de carne y hueso, a quienes enfrentan la derrota con la grandeza de los colosos y con la fiereza de los leones. Confundir las cosas no es bueno. Y, por otra parte, resulta lamentable cuando algunos que se presentan como «intelectuales», «comunicadores» o especialistas en todo», demuestran que no entienden lo básico del fútbol, ni la relación de éste con la sociedad argentina.

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