HEROES
Elías Quinteros
El fútbol es extraño. Tiene algo que
viene de tiempos lejanos. Tiene algo de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad, de las
pruebas atléticas que cada cuatro años unían a las ciudades griegas en un
acontecimiento común, convocaban a los atletas más importantes de la Hélade y convertían a los
ganadores en unos héroes que recibían una corona de olivo y una gloria de
dimensiones monumentales. Tiene algo del teatro griego; de las representaciones
de las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides; de las escenificaciones de
las comedias de Aristófanes; de las interpretaciones de los actores que
provocaban la catarsis del público. Y tiene algo de las Fiestas Dionisíacas, de
las orgías del dios del vino que lograban que el individuo alcanzase la
embriaguez y el éxtasis, perdiese la noción del tiempo y del espacio,
desapareciese como tal y, por último, consiguiese la unidad con la naturaleza. Pero,
también tiene algo del circo romano con sus carreras de cuadrigas y del
anfiteatro romano con sus luchas de gladiadores. ¿Qué es en realidad? Lo
ignoro. Es un juego. Es un deporte. Es una actividad
profesional. Es un espectáculo. Es un negocio. Y, en definitiva, es un fenómeno
sociológico que burla las explicaciones más diversas. Millones de individuos lo
practican. Y millones de individuos lo contemplan. Muchos le otorgan una
importancia enorme, tan enorme que viven e, incluso, matan por él. Otros no
llegan a tal extremo. No obstante, discuten tan violentamente por las
cuestiones que lo involucran como los que riñen por los asuntos que rozan la
religión o la política. A su alrededor, millones y millones de euros y dólares
giran en una danza alocada que acrecienta más de una cuenta bancaria. Y, por
esa causa, la lista de los que viven con un lujo asiático, como consecuencia de
su generosidad, comprende jugadores; representantes; integrantes de cuerpos técnicos;
dirigentes de clubes y de entidades que agrupan a dichos clubes; periodistas
deportivos; accionistas de medios gráficos, radiales y televisivos; accionistas
de empresas que utilizan a los jugadores y a los clubes para publicitar sus
productos y sus servicios; etc. Sin embargo, todo eso no trasluce, ni describe,
ni explica lo más significativo. El fútbol también es una pasión.
Sin duda, el dolor de una derrota futbolística
es inmenso. Y, además, elude cualquier tipo de medición cuando el objeto de la
disputa es importante y cuando la posibilidad del triunfo es real. Nadie empalidece,
ni sufre, ni llora, por algo que es intrascendente o por algo que es
inalcanzable desde un comienzo. Por eso, la derrota del seleccionado argentino,
frente al seleccionado alemán, en el campo del Maracaná, es algo que duele, algo
que duele mucho. Quienes tratan de ocultar este dolor, quienes tratan de
minimizar su intensidad y quienes tratan de impedir su exteriorización, se
equivocan. La copa del mundial de fútbol no es algo menor. Y la obtención del
segundo puesto no es como la obtención del primero. Si la copa no fuese
importante, los jugadores más habilidosos del mundo no competirían por ella, ni
transpirarían las camisetas que los identifican, ni correrían el riesgo de
sufrir una lesión. Si no fuese más que un trofeo que premia al mejor de una
competencia deportiva, millones y millones de personas no seguirían con angustia
el desarrollo de un partido. Evidentemente, ganar no es lo mismo que perder. Y la
diferencia entre el primer lugar y el segundo no es ficticia. Por tal motivo, quien
desee experimentar el placer de la victoria en la totalidad de su magnitud tiene
que estar dispuesto a experimentar el dolor de la derrota en la totalidad de su
dimensión: algo que no sucede con las personas que no tienen la honestidad de
decir «esto me lastima», «esto me duele», «esto me entristece».
Quizás, sea injusto. Pero, yo no puedo admitir
los comentarios de los individuos que afirman con una liviandad absoluta: «Perdimos.
Pero, estoy contento. Al fin y al cabo, salimos subcampeones. Y eso significa
que el seleccionado argentino figura entre los dos seleccionados más
importantes del mundo». Con toda franqueza, no sé qué es peor: si la sinceridad
de los que anhelaban el fracaso del seleccionado o la hipocresía de los que no
pueden admitir que perdimos. Aquí, nadie sugiere que nos hundamos en medio de
la amargura que nos empuja hacia el abatimiento o en medio del resentimiento que
nos empuja hacia la violencia, ni que nos enfrentemos con los alemanes o con
los brasileños que conozcamos porque algunos exponentes de Alemania nos ganaron
y algunos exponentes de Brasil no nos apoyaron, ni que nos dediquemos a romper
cada objeto que se encuentre a nuestro alcance, ni que nos inmolemos. Un
campeonato de fútbol no justifica esas reacciones irracionales. Mas, tengamos
un poco de dignidad. Y digamos la verdad. Nadie celebra la obtención del segundo
lugar. Nadie celebra el hecho de quedar en el sitio que está reservado para los
que pierden con los que alcanzan el sitial más alto. Nadie celebra la derrota.
Quienes festejaron en las calles festejaron algo diferente. Festejaron la
actuación corajuda, limpia y generosa de los que lucharon por conseguir la
victoria: una victoria que no se escapó de las manos por su culpa, sino que lo
hizo por un capricho del destino. Innegablemente, todos fueron derrotados. Todos
cayeron. Y todos mordieron el polvo. Sin embargo, no sucumbieron de una forma
vergonzosa. Por el contrario, cayeron con una dignidad que es indiscutible. Y, por
dicha razón, todos son héroes. No lo son porque fueron vencidos. Lo son porque lucharon,
porque acariciaron el triunfo y porque perdieron con honor, con hidalguía, con
altivez. A diferencia de lo supuesto por algunos opinadores, los pueblos no
admiran a los perdedores o, lo que es peor, a los «ganadores morales»: expresión
tristísima que, con toda probabilidad, fue creada por un perdedor que se
acostumbró a perder y perder. En cambio, convierten en dioses, en dioses de
carne y hueso, a quienes enfrentan la derrota con la grandeza de los colosos y
con la fiereza de los leones. Confundir las cosas no es bueno. Y, por otra
parte, resulta lamentable cuando algunos que se presentan como «intelectuales»,
«comunicadores» o especialistas en todo», demuestran que no entienden lo básico
del fútbol, ni la relación de éste con la sociedad argentina.
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