CONVERSACIÓN
CON UNA MUJER
DE
OCHENTA Y TRES AÑOS DE EDAD
“SANTAFECINA,
PROTESTANTE Y PERONISTA”
Entrevista
a Elida Aguirre
“En mi lecho de enferma / extendí mis manos. / Y pedí perdón por mis
pecados / y paz para mi alma. / Después, sentí que un ángel se agarraba de
ellas. / —Vamos. —Me dijo. —Te mostraré el Reino. / Y juntos fuimos hacia el
infinito. / El me preguntó: / —¿Te gusta? Esta es la Tierra Prometida. /
Asombrada, le contesté: / —¡Es hermosa!... / Pero, con curiosidad, me dije: /
—¿Estaré en ella? / El, sonriendo, miró mis ojos y exclamó: / —Eso… Sólo lo
sabe Dios” (EA, Sólo lo sabe Dios,
2004).
Mamá nació el 11 de febrero
de 1933, en el norte de la provincia de Santa Fe, en la localidad de Alejandra.
Según Guido Abel Tourn Pavillon, en Colonia
Alexandra, esta localidad, que constituye una comuna en el presente, está
emplazada en un territorio que fue conocido como el Pájaro Blanco, durante la
segunda mitad del siglo XIX. Tal territorio fue objeto de un movimiento
colonizador que originó cuatro poblaciones de residentes extranjeros junto al
río San Javier: la colonia de estadounidenses denominada California; al norte
de ésta, la colonia de galeses denominada Galesa; al norte de ésta, la colonia de
franceses denominada Eloísa o Francesa; y, al norte de ésta, la colonia de
ingleses e italianos denominada Alejandra. Ninguna escapó al paso del tiempo.
Las tres primeras desaparecieron. Y la cuarta quedó reducida a las dimensiones
de la localidad que tiene su nombre. Esta última, la designada como Alejandra, fue
instalada por Thomson Bonar y Cía. (un banco londinense que asumió el
compromiso de poblar una parte del Pájaro Blanco, al suscribir un contrato de
colonización el 15 de octubre de 1870, cuatro días después de la sanción de la
ley provincial que autorizó la concreción de ese acto). Dicha suscripción ocurrió
a unos meses de la muerte del mariscal Francisco Solano López, en la batalla de
Cerro-Corá; de la finalización de la
Guerra del Paraguay, Guerra de la Triple Alianza o Guerra de la Triple Infamia (con arreglo a
la expresión de Juan Bautista Alberdi); y de la devastación del Estado guaraní:
un Estado de 1.500.000 habitantes que ―de acuerdo a José María Rosa, en La guerra del Paraguay y las montoneras
argentinas―, exportaba una cantidad apreciable de yerba, tabaco y madera;
gozaba de una balanza comercial que era favorable; carecía de una deuda
externa; y tenía un telégrafo, un ferrocarril, una flota mercante y una capital
moderna que poseía edificios tan notables como el Palacio Nacional, el Oratorio
de la Virgen ,
el Teatro, el Club Nacional, etc.
Conforme a Raúl Scalabrini
Ortiz, en Historia de los ferrocarriles
argentinos, una comisión designada por el gobierno nacional informó en su
momento que la provincia de Santa Fe no tenía tierras fiscales para liquidar y,
en consecuencia, para obtener los fondos que eran necesarios para la
expropiación de las propiedades que la autoridad había cedido al Ferrocarril
Central Argentino, a excepción de las que existían entre Melincué y el río
Carcarañá, las que existían entre San Javier y Cayastá, las que existían junto
a la frontera cordobesa y las que existían en el norte, en donde el gobierno
provincial ya había vendido algunas a una empresa colonizadora. Innegablemente,
lo último se refiere al Pájaro Blanco. Por desgracia, el autor no individualiza
la empresa, ni especifica la fecha del informe. Y, por eso, no se puede decir
si esa expresión aludía a Thomson Bonar y Cía.; a Marshall, Pearssen,
Lonbotton, Broadbent y Mc Donell (la firma que transmitió sus derechos a la responsable de la fundación de la colonia);
o, en cambio, a la Cía. de Colonización El Rey
(la firma que exploró las tierras fiscales que estaban ubicadas entre San
Javier y el arroyo El Rey, antes de la aparición de las dos anteriores). En cambio,
se puede garantizar que Thomson Bonar y Cía. no actuó en ningún instante como una entidad
benefactora, sino como la impulsora de un
emprendimiento inmobiliario que consistía básicamente en la adquisición barata
de un conjunto de tierras y en la colonización de las mismas con un grupo de
personas que pudiesen pagarlas. Según Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis
Duhalde, en Felipe Varela contra el
Imperio Británico, esta firma administró el guano peruano antes que la empresa
Gibbs Hnos. y Cía. (que contribuyó a la producción de la Guerra del Guano o Guerra
del Pacífico). Prestó dinero a Chile para que financiase la lucha contra
España, durante el conflicto que lo enfrentó con ese país. Prestó dinero a
Uruguay para que costease la lucha contra el Paraguay, durante la Guerra de la Triple Alianza. Y tuvo
vinculaciones financieras con Paraguay y con Argentina, tras la finalización de
la tragedia que devastó la tierra guaraní.
Desde un principio, la
colonia tuvo dos ámbitos diferentes: el de la colonia en sentido estricto y el
de la villa o pueblo que se encontraba dentro de la misma. La colonia, es
decir, la porción de territorio que comprendía al pueblo recibió el nombre de
Alejandra, en homenaje a la hija de Cristian IX (rey de Dinamarca), esposa de Eduardo
(príncipe de Gales), y nuera de Victoria (reina de Gran Bretaña e Irlanda). En cambio,
el pueblo tuvo originariamente la denominación de Santa Catalina, por el barco
que trajo a Andrés Weguelin (el joven que fundó la colonia y murió en la misma
durante un ataque de los indios). Sin duda, el creador de Alejandra fue un joven idealista y emprendedor. Sin
embargo, no hubiese llegado muy lejos sin la ayuda económica de su familia. Al
respecto, Tourn Pavillon, en Historias de Pioneros, afirma que este representante de Bonchurch (población
ubicada en el extremo sur de la
Isla de Wight), fue hijo de Catherine Hammersley y Thomas Matthias Weguelin (socio principal de
Thomson Bonar y Cía. e integrante del directorio del Banco de Inglaterra, desde
1838 hasta 1853); nieto de Emily Thomson y Charles Hammesley; y bisnieto de Charlotte Jacob y John Thomson (fundador de Thomson Bonar y
Cía., una empresa de Londres con una sucursal en San Petersburgo que ya comerciaba
con Rusia y con los puertos del Mar Báltico, a fines del siglo XVIII). Por lo
tanto, provenía de una familia aristocrática que se dedicaba a los negocios
financieros. En sus comienzos, la colonia dispuso de varios comercios (un
almacén, una panadería, una carnicería, una carpintería y una herrería); una
hacienda respetable (caballos, yeguas, bueyes de labor, vacas lecheras y
vacunos en general); y una infraestructura importante para la actividad
agropecuaria (un vaporcito para las comunicaciones con la población correntina
de Esquina Grande y para el traslado de los colonos hasta dicha localidad; una
chata de hierro para las cargas y para el transporte de los animales vacunos
que era arrastrada por el río; varios arados; una trilladora Robey que era tirada
por un vapor de caminos Thomson Road Steamer, es decir, una máquina parecida a
una locomotora que poseía ruedas con llantas de goma para transitar por los
caminos y los campos; varias segadoras; una máquina para hacer ladrillos; y un
molino harinero a vapor).
Pero, la administración fue
ineficiente y abusiva. El 5 de marzo de 1883, Thomson Bonar y Cía. hipotecaron
la colonia a favor de Adelaida Josefina Delawe. Y, dos años después, el 13 de
abril de 1885, la vendieron a la sociedad de hecho que estaba compuesta por
Antonio Zubelzu y Juan M. Ortiz. Esto marcó el fin del emprendimiento. Muchos
pobladores abandonaron el lugar y, por lo tanto, perdieron el dinero que habían
pagado hasta ese momento, por las concesiones que habían recibido. A diferencia
de ellos, los restantes continuaron abonando sus cuotas y abrazaron la
actividad ganadera. Uno de los aspectos más curiosos o, por lo menos, más
llamativos de este período, está constituido por el involucramiento de la colonia en los asuntos
políticos de la provincia. Así,
Leoncio Gianello, en Historia de Santa Fe, dice que la revolución que estalló el 17 de
marzo de 1877 (un pronunciamiento encabezado por el ex gobernador Patricio
Cullen), contó con el apoyo de algunos colonos extranjeros. Tal revolución
fracasó porque sus partidarios fueron derrotados el 20 de marzo, en el combate
de Los Cachos, por las fuerzas gubernamentales del coronel Romero. Por su
parte, Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra y en Historias
de Pioneros, confirma la participación de los alejandrinos en la revolución.
Y, además, agrega que Patricio Cullen, el líder de la misma, fue perseguido,
derribado de su caballo, lanceado y decapitado por una partida de soldados que
respondían al gobierno provincial.
Elías Quinteros —¿Qué recordás de Alejandra?
¿Cómo era en los tiempos de tu infancia y tu juventud?
Elida Aguirre — Era un pueblo chico. Vivía
de la actividad agrícola y ganadera. Tenía calles de tierra, veredas anchas con
paraísos y jacarandás de proporciones importantes y casonas con galerías,
jardines cubiertos de flores, patios grandes, pozos de agua y cocinas amplias
que servían de comedor diario.
EQ —¿Algo en particular perdura en tu mente?
EA —Sí, varias cosas. La plaza, la Comuna, la Iglesia Metodista
y la escuela. También las costas del río San Javier, los ceibos en flor, los
sauces llorones que tocaban el agua con sus hojas y las islas con su flora y su
fauna.
EQ —Una de las atracciones del pueblo está constituida por el edificio
de la Iglesia
Metodista : un edificio declarado Monumento
Histórico Comunal y Monumento Histórico de la Provincia que guarda debajo del piso, en una cripta subterránea,
los restos de seis hombres que fueron muertos por los indios (Andrés Weguelin,
Etienne Rostán, George Rogers, Arturo L. Powys, Charles Murray y Melitón
Larguía). Originariamente, este templo no estuvo vinculado al
metodismo sino al anglicanismo. El 29 de septiembre de 1878,
una de las fechas paradigmáticas de los alejandrinos, los colonos ingleses fundaron
la Iglesia de
San Andrés (una iglesia anglicana que fue denominada de ese modo en recuerdo
del creador de la colonia). Al comienzo, la misma funcionó en el granero de la
administración colonial. Y, a partir del 20 de julio de 1879, lo hizo en el
edificio que todos pueden apreciar en estos días. Sin embargo, esto no duró mucho
tiempo. Y, por este motivo, la Iglesia Metodista terminó adquiriendo dicha construcción.
¿Qué podés decir de este templo?
EA —El mismo era un edificio que se destacaba,
entre otras cosas, por su campana (que era escuchada con claridad, a una distancia
considerable, cada vez que anunciaba el comienzo del culto o la presencia de
los indios en las cercanías), y por su órgano (que era utilizado para el
acompañamiento de los himnos, durante el desarrollo de las ceremonias
religiosas).
EQ —Siempre decís que hiciste tus estudios primarios en el pueblo. Eso
significa que fuiste a la actual Escuela Provincial N° 438 “Joaquín V. González”
(un establecimiento educativo que fue fundado en 1919, con la denominación de
Escuela Elemental Mixta, para suplir la desaparición de la Escuela Elemental
Mixta Sección Centro). ¿Qué podés comentar acerca de ella?
EA —La escuela estaba situada frente a la
plaza, en una esquina. Reproducía la forma de una “L”. Tenía puertas altas,
ventanales y techo de tejas rojas. Y comprendía una dirección, tres aulas, una
sala de música que poseía un piano, una biblioteca, un baño para los varones,
uno para las mujeres y una vivienda para el director y su familia. Delante del
edificio, entre la fachada de éste y el tejido de alambre que se alzaba en el
límite de la vereda, a unos pasos de una hilera de paraísos, un jardín brindaba
el colorido de sus rosas, sus jazmines y sus malvones. Y detrás, más allá de la
galería que posibilitaba el juego de los alumnos en los días de lluvia, un
patio de tierra se extendía con tranquilidad, hasta el alambrado que lo
separaba de un campito que era utilizado por los chicos para jugar a la pelota.
La escuela funcionaba de lunes a sábado. Los grados eran mixtos. Las clases
correspondientes a primero, primero superior y segundo eran impartidas durante
la tarde, para proteger a los más pequeños del frío. Y las correspondientes a
tercero, cuarto, quinto y sexto eran impartidas durante la mañana. A su vez,
las concernientes a los dos últimos eran dadas en la misma aula porque los
alumnos que llegaban hasta esos grados eran pocos. En algunos casos, los padres
necesitaban que sus hijos los ayudasen con las tareas agrícolas. En otros,
enfrentaban problemas de carácter económico. Y, en otros, pensaban que sus
hijos sólo necesitaban aprender a leer y escribir. Todos los alumnos llevaban
un guardapolvo blanco y una cartera de cuero que contenía sus útiles escolares
(un libro de lectura, un cuaderno, un cuaderno de caligrafía, un cuaderno de
dibujo, un lápiz común, una goma de borrar, varios lápices de colores, un
regla, varias acuarelas y, a partir del tercer grado, una lapicera, una
escuadra, un compás, etc.). Los chicos usaban el pelo corto, tan corto que las
orejas y la nuca quedaban al descubierto. Y las chicas, por su parte, acudían
con el pelo trenzado y, en su defecto, atado con una cinta. Unos y otros tenían
una educación común: lenguaje, lectura, caligrafía, aritmética, geometría, música,
dibujo, historia, geografía, gimnasia y religión. No obstante, cualquiera podía
advertir una diferencia. Los chicos tenían jardinería y las chicas, labores
(una materia que implicaba el aprendizaje de costura, bordado y tejido).
EQ —El pueblo era el centro de la actividad ganadera de la zona. Por ese
motivo, otro de los elementos edilicios que lo caracterizaban de un modo
especial estaba constituido por la feria de ganado. ¿No es cierto?
EA —Sí, la feria de ganado estaba emplazada
cerca del pueblo. Los lotes (grupos grandes o pequeños de vacas, vacas
preñadas, vacas con crías, vaquillonas, toros o novillos), eran puestos en los
corrales. Y eran observados durante la noche. Al día siguiente, durante la
mañana, los animales eran vendidos por kilo. Después, los lotes rematados eran
llevados hasta la balanza. Y, allí, bajo el control de los vendedores y los
compradores, eran pesados. Estos remates (que atraían a propietarios de estancias
y a representantes de frigoríficos), reunían a muchos compradores. Algunos eran
conocidos porque pagaban bien. Otros, en cambio, porque eran pichincheros. Al
terminar la venta, cada comprador juntaba sus animales y formaba una tropa que
era conducida hasta sus campos por troperos contratados al efecto.
EQ —Algunos aprovechaban esa feria para bañar la hacienda.
EA —Por supuesto.
EQ —¿Y eso cómo era?
EA —Tras ser puestos en un corral, los
animales pasaban de uno en uno, por una manga. Y, después, entraban al baño (que
era alargado y que, además, tenía la profundidad necesaria para que pudiesen
zambullirse por completo). Ahí, la persona que estaba encargada de bañarlos
tomaba un palo largo que tenía la forma de una “V” en una de sus puntas. Y con
él, empujaba la cabeza de cada una de las reses hacia abajo.
EQ —Por el hecho de estar emplazada junto al río, Alejandra linda con un
territorio que está plagado de islas. Según tu opinión, ¿qué particularidades
definían a cada una de ellas, cuando vos vivías en tus pagos?
EA —Las islas que existen entre el río San
Javier y el río Paraná, los dos ríos más importantes de la zona, eran ricas en
árboles, arbustos, plantas, juncos y camalotes. Allí, ceibos, sauces llorones,
aromos, espinillos, laureles, zarzaparrillas y mburucuyás, al igual que palos
azules, colas de caballo, pajas bravas, espadañas, totoras y plantas de irupé, coexistían
con pirinchos, martines pescadores, urracas, pájaros carpinteros, horneros,
teros, palomas, chajás, bandurrias y lechuzas, con garzas blancas y rosadas,
gallinetas, martinetas, perdices, carpinchos, nutrias, iguanas, yacarés,
serpientes de cascabel, ñacaninás y, por extensión, con sábalos, dorados,
palometas, pacúes, surubíes, bagres, moncholitos, mojarritas y rayas.
EQ —¿Esas islas pertenecían a alguien?
EA —Sí, sus dueños eran ganaderos. Cada uno
tenía un islero que recibía la denominación de puestero. Este vivía en el lugar
con su familia. Vigilaba la hacienda. Pescaba, cazaba, sembraba y criaba aves
para su consumo. Vendía los cueros de los animales cazados. Compraba sus
provisiones en el pueblo. Y, cuando las crecientes eran grandes, dejaba la zona.
EQ —¿Y eso acontecía con frecuencia?
EA —A veces, las crecientes no cubrían los
lugares altos. Pero, a veces, tapaban todo. Inutilizaban los pasos que eran
empleados por la hacienda. Y sólo las copas de los árboles quedaban fuera del
agua. En esas ocasiones, los animales cruzaban los ríos nadando. Las personas
que los guiaban durante el trayecto iban montadas sobre sus caballos o
prendidas a las colas de estos. Y algunas canoas completaban la escena
transportando la ropa de los jinetes, los recados y los terneritos pequeños.
EQ —¿La gente sabía si una creciente iba a producirse?
EA —La gente podía anticipar la llegada de las
crecientes fuertes por las señales de la naturaleza.
EQ —¿Por ejemplo?
EA —Las aves que cruzaban el cielo durante
días y días. O los carpinchos, las nutrias, los yacarés y las víboras que aparecían
en las costas.
EQ —La localidad tenía una cantidad
importante de arroceras.
EA —Sí. Y todas ocupaban muchas hectáreas. La
más grande pertenecía a la familia Paduán. En ellas, los peones contratados al
efecto hacían de todo. Cuadriculaban el terreno con tapias (terraplenes de
tierra que tenían la misión de retener el agua). Aumentaban la cantidad de ésta
a medida que las plantas crecían, cuidando que sus puntas no se mojasen. Y
continuaban de esta manera hasta que las espigas se endurecían. Luego, retiraban
el agua. Aguardaban durante unos días hasta que el suelo estuviese seco.
Cortaban el arroz (tarea que era realizada con una hoz y que, por ello,
obligaba a estar doblado durante su desarrollo). Y hacían conjuntos de parvas
con lo cortado, poniendo las espigas hacia adentro para que las lluvias no las humedeciesen.
Por último, tras el paso de las máquinas desgranadoras, colocaban los granos en
bolsas que visitaban el secador y, después, el molino. Allí, esos granos eran
despojados de su pelecho. Y, por medio de sarandas, los que estaban enteros
eran separados de los que estaban quebrados.
EQ —Vos trataste durante tu infancia y tu juventud a los hombres de campo.
EA —Sí.
EQ —¿Cómo eran?¿Qué tenían de original?
EA —Básicamente, eran hombres que andaban a
caballo. Yo sólo puedo recordarlos encima de un colorado, un tordillo, un
malacara, un pinto, un tostado, un doradillo, un zaino o un manchado, entre
otros, con los elementos que les permitían montar a cada uno de esos ejemplares
(las bajeras, la carona, la montura, el cojinillo, los estribos, el freno, las
riendas, el lazo, el rebenque, etc.). También eran hombres que vestían con
practicidad y elegancia (sombrero de paño, pañuelo de seda alrededor del
cuello, camisa de poplín, cinto de cuero con hebilla o con rastra de plata,
bombachas de gabardina anchas y tableadas, y botas acordeón).
EQ —En líneas generales, todos atesoraban un conjunto increíble de creencias
y saberes.
EA —Sí, los hombres de campo de mis tiempos sabían
que el florecimiento de la escoba dura o de la cebollita real durante una
sequía, la presencia de una pila de tierra encima de la boca de un hormiguero y
la opacidad de las estrellas, anunciaban la cercanía de una tormenta; que la
imagen de un sol rojizo que desaparecía durante la tarde, detrás de unas nubes
de una coloración similar, anunciaba la llegada o la continuación de una
sequía; que la huida de las aves de las islas anticipaba la llegada de una
crecida; que el viento norte alteraba a las personas que habían sufrido la picadura
de una víbora; que las papas que habían quedado bajo los rayos del sol resultaban
verdosas y gomosas; que el pescado que había quedado bajo la luz de la luna
enfermaba a la persona que lo comía; que el cabello cortado durante el cuarto
creciente crecía más rápido; y que las plantas sembradas durante esa fase lunar
producían muchas ramas y daban pocos frutos o pocas semillas. Consideraban que
si se perdían en una tierra desconocida debían soltar las riendas del caballo
para que el animal los llevase de vuelta al hogar; o debían poner la cabeza en
el lado opuesto al del ocaso en el momento de acostarse, a fin de tener la
posibilidad de orientarse al día siguiente, aunque el cielo estuviese nublado;
o debían observar los pastos al despertarse ya que los mismos solían inclinarse
hacia el lado de la salida del sol. Y, aunque parezca sorprendente, creían que
los perros que aullaban desgarradoramente durante la noche se callaban si
alguien colocaba sus alpargatas con la suela hacia arriba.
EQ —El mate formaba parte de su cultura.
EA —Ciertamente.
EQ —Ahora, los mates están construidos con los materiales más diversos.
Pero, antes, la gente de tu pueblo los hacía con el fruto de una planta
trepadora que tiene ese nombre. ¿Cómo los preparaban?
EA —Eso requería el cumplimiento de varios
pasos. En principio, las personas aguardaban la maduración de los frutos de esa
planta. Seleccionaban los que se destacaban por su forma y su tamaño.
Atravesaban el extremo más fino de cada uno con un alambre. Y formaban una especie
de collar. Después, untaban los futuros mates con un poco de grasa (lo cual les
otorgaba un brillo y un color muy lindo). Y colgaban ese collar junto a una
chimenea para que el calor y el humo los curase, es decir, los hiciese
resistentes. Cuando necesitaban uno, elegían el que atraía su atención. Cortaban
con un cuchillo el extremo más fino. Lo hervían durante un rato. Y, finalmente,
raspaban su interior con una cuchara, a fin de retirar los filamentos que le
daban un sabor amargo y desagradable.
EQ —Sin embargo, la cuestión no concluía ahí porque el mate tenía su técnica
y su simbología.
EA —Exacto. En mis tiempos, por ejemplo, para
evitar que se lavase, el cebador o la cebadora, según el caso, cuidaba que el
agua de la pava no hirviese. Humedecía la yerba con un chorrito de agua tibia o
fría antes del inicio de la cebada. Y vertía el agua caliente sobre la parte
inferior de la bombilla que había quedado al descubierto. El mate amargo
recibía el nombre de cimarrón. Y el mate dulce, por su parte, era conocido como
el mate de mujeres. Algunas personas, para modificar su sabor, le agregaban una
cucharadita de café, una cascarita seca de naranja, unas hojitas de menta o
unas hierbas medicinales. Los chicos no mateaban mientras los adultos lo hacían
porque eso era considerado una falta de respeto. Quien estaba satisfecho y, por
lo tanto, no quería un mate más, decía: ¡Gracias!. Y el hombre que caía bajo
los encantos de la cebadora solía exclamar: ¡Qué ricos mates!, ¿Me cebaría toda
la vida?, ¡Qué pena irme! ¡Estaban tan ricos! o ¡Gracias! ¡No me dé más así
regreso!.
EQ —Algo que mezclaba el trabajo y la diversión era la actividad de la
yerra. ¿En qué consistía con exactitud?
EA —Las yerras eran una fiesta. Y el hecho de
ser invitado a una de ellas constituía un honor. El responsable de la misma convocaba
a sus vecinos, o sea, a los propietarios de las estancias cercanas, para que
concurriesen con sus familias y con sus peonadas. El espectáculo era
maravilloso. Algunos reunían los terneros. Otros los enlazaban. Otros los
pialaban. Otros los volteaban tras tirar de sus colas. Otros lo sujetaban. Y,
finalmente, el marcador retiraba la marca de la fogata que la mantenía
caliente. Recorría la distancia que lo separaba del animal que yacía sobre la
tierra. Y lo marcaba con rapidez, para evitar que la pieza de hierro se enfriase.
En esa oportunidad, el ternero también era castrado, señalado (identificado con
un corte que era efectuado en sus orejas), y descornado (privado de sus
guampas). Entre chistes, bromas, risas y algunos traguitos de caña o ginebra,
los peones realizaban cada una de esas tareas. Pero, por culpa de esos
traguitos, en algunas ocasiones, el marcador no ponía la marca en la forma
correcta. Es decir, la ponía torcida o la ponía al revés. Y, por esa razón,
otro tenía que remarcar el animal. La conclusión de las actividades era celebrada
con unos novillos asados y con un buen vino. Las mujeres de los invitados no
dejaban sola a la dueña de casa. Colaboraban con ella. Y servían ensaladas,
empanadas y pastelitos de hojaldre. A veces, alguna rellenaba una empanada con
algodón o con lana de oveja. Y, por eso, el que recibía tal empanada era objeto
de las bromas de los concurrentes. En algunas estancias, tras la finalización
de las faenas, los peones acostumbraban bolear algún ñandú con la anuencia del
patrón.
EQ —Me consta que la diversión no se reducía a esto.
EA —Claro que no. La gente bailaba en las
casas, con motivo de un cumpleaños, un bautismo, un compromiso, un casamiento,
etc. La más “distinguida” asistía al club social, en los días patrios y en el
día de la primavera. Y, en cambio, la de nivel económico más bajo concurría a
la pista de baile que existía en la orilla del pueblo. Muchos jugaban a la
taba, a los naipes (truco, tute, escoba y siete y medio), a las bochas y, por
supuesto, al fútbol. Periódicamente, el pueblo era visitado por circos que se
quedaban durante varios meses con sus carpas, trapecistas, magos, payasos y
animales amaestrados (tigres, leones, elefantes, osos, caballos y perros). También
era frecuentado por quienes instalaban calesitas y parques de diversiones que
permitían observar al tragaespadas, tirar al blanco y arrojar argollas a los
cuellos de las botellas. En la totalidad de estos casos, en medio de las luces
y la música del ambiente, la gente pasaba un momento agradable. Una vez por
semana, una persona llegaba desde un pueblo vecino, para pasar películas. Y,
durante el carnaval, en la calle principal, la quema del Rey Momo (un muñeco de
trapo que contenía en su interior paja seca y cohetes que explotaban al
quemarse), constituía el momento más destacado del corso: una mezcla de
serpentinas, papel picado y carrozas (carros adornados y tirados por caballos
que transportaban personas disfrazadas).
EQ —Sin duda, lo opuesto a estos ejemplos de esparcimiento estaba encarnado
por los entierros. Y, respecto de esto último, ¿es cierto que Alejandra carecía
de una casa de sepelios?
EA —Sí, Alejandra no tenía una. Por eso, lo
ataúdes eran traídos de Calchaquí. A raíz de esto, los difuntos eran velados
sobre una mesa, hasta que el ataúd llegaba de dicho pueblo. Si el sitio del
velatorio quedaba cerca del cementerio, el cajón era llevado a mano, caminando.
En cambio, si quedaba lejos, era transportado en un camioncito o en una
camioneta que era prestada por un pariente, un amigo o un conocido.
EQ —¿Qué recordás del cementerio?
EA —Bueno, el cementerio estaba ubicado en las
afueras del pueblo. Tenía un alambrado y un cerco de ligustrinas a su
alrededor. Presentaba un portón de madera en su entrada. Y albergaba en su
interior panteones y tumbas con cruces, angelitos, etc.
* * * * *
El avance de la frontera de
los blancos a través de una región que estuvo poblada por abipones, mocovíes y
tobas (tres ramas de los guaycurúes), generó de un modo inevitable un
enfrentamiento armado entre los colonos y los indios (los pobladores originarios),
que se prolongó hasta
el 19 de marzo de 1919: fecha de la destrucción del Fortín Yunká y de la matanza de los ocupantes de esa
guarnición militar, por parte del último malón que quedó registrado en las páginas de la historia. Respecto de esta cuestión, Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra y en Historias
de Pioneros, describe los auxilios prestados a las colonias de la zona, en
varias oportunidades, por William Tandy Moore: un estadounidense de Kentucky, conocido como Capitán Moore, que fue condenado a
realizar “servicios a las armas”, durante tres años, por la muerte de James
Hurt (un vecino del lugar que había discutido con él); y que, por ende, realizó
tres expediciones contra los indios del Gran Chaco. En realidad, para los primeros, es decir, para los colonos,
los indios eran unos salvajes que los agredían constantemente. Y, por ello,
merecían ser objeto de un escarmiento. En este sentido, Javier Maffucci Moore
(tataranieto del Capitán Moore), en Indios, Inmigrantes y
Criollos en el Nordeste Santafecino (1860-1890), ilustra esta visión con
más de un ejemplo. Así, podemos citar el caso de Guillermo Perkins (que opinaba,
a tono con el discurso sarmientino, que no hallaba otra alternativa que la
total destrucción de los gauchos de La
Rioja y de los indios de La Pampa y el Chaco); el caso de Charles Allen
Hildreth (que confesaba que los colonos llevaban un buen número de rifles,
escopetas, fusiles y revólveres para darles a los salvajes una calurosa
recepción si llegaban con viles intenciones); y el caso de The Standard &
River Plate News (que consideraba que la violencia desplegada por los
colonos, durante la tercera expedición de William Tandy Moore, iba a infundir un creciente odio entre los civilizados y los
incivilizados, a raíz de la matanza de estos últimos). Por el contrario, para los segundos, o sea,
para los indios, los colonos eran unos invasores que los despojaban de sus
tierras. Con relación a esto, Hugo Chumbita, en Jinetes rebeldes. Historia del bandolerismo social en la Argentina,
expone la opinión que los indios tenían de los blancos al afirmar que el vocablo
“huinca” (que designaba al hombre de piel blanca), significaba
en un principio “ladrón”, ya que derivaba del vocablo “huincún” (que significaba “robo de animales”). En otras palabras, contenía un sentido más que inequívoco.
EQ —Si no me
equivoco, el abuelo tuvo una anécdota con unos indios que vivían en las
cercanías de su casa.
EA —Sí. Un día, mientras tomaba unos mates,
percibió que unos indios que vivían junto al rió, en un ranchito, salían del
maizal cargando sobre sus espaldas varias bolsas de choclos. De inmediato,
montó su caballo. Cabalgó hasta el lugar. Y, cuando estuvo frente a ellos con
la intención de recriminarles su conducta, les preguntó: ¿Por qué roban?... El
jefe del grupo lo escuchó. Y, después, le contestó: Nosotros no robamos a
nadie. No sacamos los choclos de noche, sino de día.
EQ —Además de lo que mencionaste hasta ahora, ¿qué es lo que ves cuando
cerrás los ojos?
EA —Muchas cosas: los árboles exhibiendo sus
hojas amarillas en los días del otoño y sus ramas desnudas en los días del
invierno; las plantas brotando y, después, floreciendo en los días de la
primavera; la tierra flotando en el aire, por causa del viento caliente y seco,
en los días del verano; y, la más bella de todas, los campos de lino, con sus
flores meciéndose suavemente e imitando el oleaje del mar.
EQ —Vos escribiste en una oportunidad: “Al estar sentada ante mi
ventanal, contemplando las hermosas azaleas, los verdes helechos y los
perfumados jazmines que se encuentran en mis macetas, pienso: ¿Por qué no
escribir lo poco que sé de mis antepasados?... Y al buscar en mis recuerdos,
encuentro que ellos y yo tenemos muchas cosas en común: la tierra, las raíces
que nos unen, la fe en el mismo dios”. ¿Podemos hablar de ellos?
EA —Sí.
EQ —Según Tourn Pavillon, en Colonia Alexandra, en Alejandra 1903-2003, en 120 Años de Historia y en
los Boletines N° IV y VII de las Publicaciones de la Casa Comunal de la Cultura (Iglesias Evangélicas en la Alexandra y La Educación en la “Colonia Alexandra”,
respectivamente), el bisabuelo Ladislao Aguirre (que había ofrecido un aporte
especial para la compra del edificio de la iglesia, durante la reunión que había
acontecido con ese fin, el 23 de enero de 1911), participó en la vida
institucional de Alejandra como integrante del Jurado de Tachas en 1915,
miembro suplente de la
Comisión de Fomento en 1925 y en 1934, y tesorero de dicha comisión
en 1932. Y la bisabuela María Gardiol de Aguirre (que
había llegado al lugar para trabajar como maestra particular en el establecimiento
La Balziglia de Pedro Tourn), propuso al resto de los habitantes de Alejandra
que gestionasen ante la
Iglesia Metodista el envío de un pastor: lo cual inició el
encadenamiento de hechos que produjo la llegada del metodismo a la región. ¿Qué evocás cuando pensás en ambos?
EA —El abuelo Ladislao era de estatura normal, tez blanca, cabellos negros
y bigotes grandes. Tenía un carácter muy afectuoso. Nunca se enojaba. Se
dedicaba a la talabartería (a la fabricación artesanal de monturas). Recuerdo
que me sentaba en sus rodillas. Y, así, jugaba conmigo. La abuela María era
uruguaya, de estatura mediana, piel blanca y cabellos canosos y largos que
formaban un rodete detrás de su nuca. Usaba faldas largas y sueltas. Andaba con
suavidad. A semejanza del abuelo Ladislao, era cariñosa. Todos le decían María
Aguirre. Y enseñaba, además de lectura y escritura, la Biblia. Algunos pagaban
las lecciones de sus hijos con un animal, en lugar de hacerlo con algo de dinero.
Y, por este motivo, formó un lote de ganado al cabo de un tiempo. Ambos vivían
a cuatro kilómetros del pueblo, en una casa que tenía un portón de madera y un
camino bordeado por paraísos, eucaliptus y jacarandás, con sus diez hijos
(Manuel, Angela, Elías, Venancio, Daniel, Elisa, Emilia, Teresa, Guillermina y
Oscar). Al enviudar, la abuela María se mudó al pueblo. Era muy religiosa. Los
domingos, concurría a la iglesia para escuchar el sermón del pastor. Antes de comer,
agradecía los alimentos que Dios le había enviado. Y antes de dormir, recitaba
el Padrenuestro. La recuerdo sentada
en el comedor o en la galería de su casa, tejiendo una de sus cubrecamas de
hilo. Era muy querida por todos.
EQ —Y con relación a los
otros bisabuelos (Enrique Bellier y Clotilde Bouvier), ¿podés decir algo?
EA —Ambos eran franceses. Profesaban el culto
católico. Y vivían en el Chaco Santafecino (norte de la provincia), con sus
siete hijos (Emilio, Luisa, Elisa, Emilia, Alberto, Enrique y Vitalina). Según
mamá, el abuelo trabajaba el campo y, además, transportaba carbón en una chata
que era tirada por bueyes (una actividad que era realizada de noche, por grupos
de vecinos armados, que formaban especies de caravanas, para protegerse de los
delincuentes y de los indios que acechaban los caminos, mientras sus familias
se refugiaban en una casa con el resto de las armas).
EQ —De acuerdo al Acta N° 9, del 7 de octubre de 1899, del Registro del
Estado Civil de la
Colonia Alejandra , el abuelo Elías (hijo de Ladislao Aguirre,
de nacionalidad argentina, veinticinco años de edad, casado, vecino de la
colonia y agricultor de profesión; y María Gardiol, de nacionalidad uruguaya y
veintiséis años de edad; y nieto por línea paterna de Euclides Aguirre y Francisca
Berdún; y por línea materna de Juan Pedro Gardiol y Anita Gilles); nació el 24
de septiembre de ese año, a las 23.00 horas. A su vez, de acuerdo al Acta N°
96, del 8 de abril de 1909, del Registro del Estado Civil de Jobson
(actualmente Vera), la abuela Vitalina Ramona (hija de Enrique Bellier, de
nacionalidad francesa, sesenta y un años de edad, casado, vecino de El Toba y
agricultor de profesión; y Clotilde Bouvier, de nacionalidad francesa y
cuarenta años de edad; y nieta por línea paterna de Miguel Bellier y Desideria
Alienne; y por línea materna de Miguel Bouvier y Juana Curthé), nació el 4 de
abril de ese año, a las 17.00. Ahora bien, desde tu perspectiva, ¿que podés
decir del abuelo?
EA —Que era extraordinario.
EQ —Por lo que tengo entendido, era un hombre de carácter fuerte.
EA —Eso es correcto. Pero, a diferencia de mis
hermanos, yo nunca recibí un reto de su parte.
EQ —Ese aspecto de su personalidad no quita que era un hombre sensible.
EA —Claro que no. Con relación a lo que
dijiste, recuerdo un invierno frío y húmedo. La leche escaseaba. Y, por eso,
muchos le pedían a papá que les diese un poco. En algunos casos, era para un
enfermo; en otros, para una persona mayor; y, en otros, para un bebé. Papá, que
tenía un corazón de oro, atendía esos pedidos. Y aunque nos condenaba a tomar
un “cortado” en lugar de un café con leche, nunca rechazaba las solicitudes que
tenían por destinatarios a un enfermo o un niño.
EQ —Y también era un hombre generoso.
EA —Por supuesto. A veces, en el verano, las
lluvias impedían el ingreso de los camiones que recogían la fruta que era
utilizada en la fabricación de dulces. Y, por esa razón, una parte importante
de la misma corría el riesgo de pudrirse. Ante ese panorama, papá hacía que mis
hermanos cargasen la chata y repartiesen la fruta entre los chicos de los
barrios humildes.
EQ —¿Todos los colonos era así?
EA —No, algunos sólo pensaban en ellos. Cosechaban
antes que los demás. Y, luego, vendían sus productos a precios exorbitantes.
Pero, con una frecuencia llamativa, sufrían los ataques de personas que
entraban en sus campos durante la noche y macheteaban sus sandías, sus melones
e, incluso, sus choclos y sus zapallos.
EQ —¿El abuelo padeció esos ataques en alguna oportunidad?
EA —No, él jamás pasó por eso.
EQ —En más de una oportunidad, me comentaste que no viviste en una casa,
sino en varias.
EA —Así es, papá y mamá, tras casarse,
vivieron con tío Emilio, hermano de mamá, y con tía Elisa, hermana de papá, en
una casa grande que estaba ubicada en un terreno alto, junto al río San Javier:
un sitio que presenció el nacimiento de mi hermano Osvaldo, el de mi hermana Helda
y el mío. En ese terreno, papá y tío Emilio practicaron la agricultura. Pero,
eso concluyó cuando la sociedad que existía entre ambos se deshizo por una
razón económica. Tío Emilio (un hombre alto, delgado y rubio que tenía ojos
celestes y bigotes), era educado, amable y alegre. Gozaba de la estima de sus
amigos y sus familiares. Adoraba las botas y las bombachas anchas y tableadas.
Jugaba al truco y a las bochas con frecuencia. Bailaba muy bien el chotis y la
polka. Y era un invitado infaltable en las fiestas. Sin embargo, tenía un
problema. Gastaba el dinero de las ventas en los almacenes, mientras tomaba una
ginebritas y jugaba a las cartas con sus amigos.
EQ —Por lo visto, ese detalle no impidió que él fuese uno de tus tíos
preferidos.
EA —Efectivamente.
EQ —¿Qué sucedió después?
EA —Al concluir la sociedad, algo que no atenuó
el afecto que existía entre papá y tío Emilio, pasamos a vivir a un campo
lindero, a una casa que estaba emplazada sobre el camino costero, entre éste y
unos montes que daban al río. La vivienda (que fue la cuna de Robert, Rogelio,
María Angélica, Irma, Rodolfo, Rosa y Olga, el resto de mis hermanos), tenía
paredes de ladrillo y techo de paja. Era la clásica “casa chorizo”. Y constaba
de tres habitaciones, una cocina, dos enramadas y, a cada lado, un patio grande
con paraísos. En uno de esos patios, una enredadera se entrelazaba con
glicinas, madreselvas, jazmines de lluvia y parras. Allí, papá tenía vacas
lecheras, caballos de montar, caballos de tiro y caballos percherones. Criaba
gallinas, cerdos y ovejas. Y sembraba maíz, girasol y lino. Pero, el contrato
de arriendo no fue renovado. Y, por esa causa, después de un tiempo, papá tuvo
que devolver dicho campo.
EQ —El abuelo consiguió otro. ¿No es cierto?
EA —Sí, consiguió uno que estaba situado a
tres kilómetros del pueblo. En este caso, la casa, que poseía una galería a
cada lado, estaba ubicada sobre el río; y el fondo del campo, sobre el camino
costero. Pero, la superficie para siembra era chica: circunstancia por la cual
papá sólo sembraba algodón y maíz.
EQ —¿Lo dejaron por eso?
EA —No, el campo fue vendido por su dueño.
Papá no llegó a un acuerdo con el nuevo propietario. Y, por esa razón, arrendó
otro: uno que lindaba con el camino a Calchaquí (un camino que estaba
construido sobre un terraplén porque el lugar se cubría de agua en las épocas
de lluvia). Ese terreno era bajo y anegadizo. Y, por eso, no permitía sembrar
mucho maíz ni algodón. Papá comprendió que no iba a conseguir más tierra porque
los propietarios preferían arrendar los campos a los ganaderos que sacaban las
reses de las islas, en las épocas de las crecientes. Vendió las máquinas y las
herramientas que ya no utilizaba. Y compró una casa en el pueblo. Luego de esa
compra, la familia se dividió. Mamá, Helda (que era modista), e Irma, Rodolfo,
Rosa y Olga (que iban a la escuela), se mudaron a Alejandra. Y papá, Robert,
Rogelio, María Angélica y yo nos quedamos en el campo. Osvaldo (que ya se había
casado), tenía su propia vivienda. Cuando podía, papá iba al pueblo. Y cuando
eso sucedía, yo quedaba al frente de la casa.
EQ —¿Y esa forma de organización duró mucho tiempo?
EA —Tres años aproximadamente (hasta que el
dueño del terreno le pidió a papá que retirase todas sus cosas).
EQ —Y la casa del pueblo, ¿cómo era?
EA —Era grande. Tenía cuatro habitaciones, una
cocina, una galería y varios ventanales. Estaba construida junto a la vereda,
en un terreno que ocupaba un cuarto de manzana. Y poseía árboles frutales.
EQ —¿Cómo era el trabajo en el campo?
EA —Duro, muy duro. Papá no tenía un tractor.
No podía comprar uno porque todos eran muy caros. Por eso, amansaba los
percherones que algunos estancieros le prestaban. Los usaba para tirar de las
máquinas y de los carros, con el permiso de sus dueños. Y, luego, los devolvía.
EQ —¿Tus hermanos ayudaban?
EA —Sí, araban y sembraban la tierra. Cuidaban
el ganado. Esquilaban las ovejas. Y, en los días de lluvia, revisaban las cosas
que utilizaban en los trabajos del campo.
EQ —Pero, a veces, eso no alcanzaba.
EA —Efectivamente. Algunas tareas (como la
cosecha del maíz, el girasol, el algodón o el lino), requerían la contratación
de peones.
EQ —Imagino que trabajaban desde la salida hasta la puesta del sol.
EA —Todos empezaban temprano, a fin de evitar
el calor. Trabajaban durante la mañana. Interrumpían el trabajo al mediodía.
Almorzaban. Y descansaban un poco. Luego, retomaban sus tareas. Concluían las
mismas al atardecer. Se aseaban. Tomaban unos mates. Cenaban. Y, por último,
regresaban a sus hogares.
EQ —Considerando la extensión y la rigurosidad de cada jornada, ¿qué comían?
EA —Nosotros consumíamos la leche, los huevos
y la carne de los animales que criábamos; las verduras que cultivábamos; y los
productos que preparábamos (manteca, quesos, tocino, chicharrones, chorizos, bondiolas,
morcillas, dulce de leche, dulces de fruta y orejones). Y sólo comprábamos en
el almacén las cosas que no producíamos (yerba, azúcar, harina, harina de maíz,
arroz y fideos). Los productos envasados (leche condensada, tomates, picadillo
de carne, sardinas y duraznos), no estaban a nuestro alcance. Constituían
objetos de lujo. Inevitablemente, la mayoría de los trabajos resultaban
pesados. Por ende, las comidas o, por lo menos, las comidas de mi casa eran sanas,
sustanciosas y abundantes: café o mate cocido (con o sin leche), y pan casero
(con bondiola, chorizos o tocino), para el desayuno y la merienda; sopa,
puchero completo, guiso de arroz con pollo, guiso de fideos con carne,
tortillas o milanesas con ensalada, para el almuerzo y la cena; y, por último,
asado o cordero a las brazas, para el final del trabajo, a manera de despedida.
EQ —Sé que los tíos y vos, cuando eran chicos, no comían si el abuelo no
estaba sentado junto a la mesa.
EA —No sólo eso. Quienes protestaban porque la
comida no era de su agrado, quienes se quejaban porque el contenido del plato
era excesivo según su opinión y quienes derramaban dicho contenido, eran
castigados con otro plato de comida.
EQ —También sé que el regalo de cumpleaños consistía en la preparación
de la comida preferida de cada uno. ¿Cuál era la tuya? ¿El pastel de pollo al
horno, con pasas de uvas?
EA —Sí.
EQ —Y el abuelo, ¿cómo solventaba sus gastos?
EA —Acudía al almacenero. Este le entregaba
todo lo necesario. Y, además, le adelantaba el dinero para pagar el trabajo. A
cambio, papá debía venderle los granos, aunque otros pagasen un precio más
alto. El almacenero, tras recibir y pesar las bolsas que contenían las
semillas, descontaba el importe de los gastos que figuraban en la “libreta”. Y
entregaba a papá el dinero que quedaba (dinero que nunca era cuantioso). Por esa
razón, papá siempre terminaba vendiendo unas cabezas de ganado para cubrir los
gastos del año.
EQ —Eso significa que dependía de él.
EA —Por supuesto. Pero, también dependía de
otros.
EQ —Como el hombre de la trilladora.
EA —Así es. Un mes antes de la cosecha del
lino, una persona pasaba por el lugar. Anotaba a quienes querían contratar los
servicios de la máquina. Establecía el costo del trabajo (que no era
negociable). Y fijaba la fecha de la llegada. El día establecido, el maquinista
aparecía con un tractor que arrastraba una trilladora que, a su vez, arrastraba
una casilla que, a su vez, arrastraba un tanque para el agua.
* * * *
*
Mamá nació en
una época que conservaba con nitidez el recuerdo del Grito de Alcorta (rebelión
legendaria de los chacareros arrendatarios de la Región Pampeana que tuvo su
punto de origen en el sur santafecino), y de las huelgas de los trabajadores de
La Forestal (compañía
extranjera dedicada a la producción de tanino que creó una especie de Estado
con sus pueblos, industrias, reses, ferrocarriles, puertos, moneda y policía,
dentro de la provincia de Santa Fe, el territorio nacional del Chaco y la
provincia de Santiago del Estero, sobre un territorio que tenía más de
2.000.000 de hectáreas). Creció con los ecos del
Levantamiento de Paso de los Libres (rebelión armada de origen radical que fue
sofocada violentamente), y de la
Guerra del Chaco (conflicto bélico que se produjo entre Bolivia y Paraguay, por el dominio del Chaco
Boreal). Vivenció
el desarrollo de dos períodos claves de la historia argentina: la Década Infame
(que se extendió desde el derrocamiento de Hipólito
Yrigoyen, el 6 de septiembre de 1930, hasta el derrocamiento de Ramón Castillo,
el 4 de junio de 1943); y la década peronista (que se prolongó desde el
encumbramiento de Juan Domingo Perón por el pronunciamiento
popular del 17 de octubre de 1945, hasta su derrocamiento por el pronunciamiento
militar del 16 de septiembre de 1955). Y se trasladó a la ciudad de Buenos
Aires, en 1956. Es decir, lo hizo en un año trágico para el país; en el año
de la derogación de la reforma constitucional de 1949; en el año de los
fusilamientos efectuados en los basurales de José León Suárez, en las
instalaciones de Campo de Mayo, en la Penitenciaría Nacional
de la avenida Las Heras, etc., por los hombres de la autodenominada Revolución
Libertadora (los mismos que habían bombardeado la Plaza de Mayo, que habían
derrocado a Juan Domingo Perón y que habían proscripto al peronismo el año
anterior); y en el año de la popularización del término “gorila”: término que
alude a un antiperonista acérrimo y que deriva de una expresión usada en La Revista Dislocada (programa radial de
carácter humorístico creado por Délfor Amaranto Dicásolo), al efectuar una
parodia de Mogambo (película estadounidense
dirigida por John Ford e interpretada por Clark Gable, Ava Gardner y Grace
Kelly).
Su vida está asociada al siglo XX y al
comienzo del siglo XXI y, por lo tanto, a hechos tan extraordinarios como la Guerra Civil
Española, la Segunda Guerra
Mundial, el estallido de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, la Guerra
Fría, la constitución del Estado de Israel, la Guerra de Corea, la Guerra de Argelia, la Revolución Cubana ,
la Guerra de
Vietnam, la llegada del hombre a la luna, la caída del Muro de Berlín y la
disolución de la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Asimismo, está vinculada, además de lo ya
expuesto, a acontecimientos como la Revolución Argentina, el Cordobazo, el
Proceso de Reorganización Nacional, el Conflicto del Atlántico Sur, las
rebeliones de los Carapintadas, el copamiento del cuartel de La Tablada , el atentado
contra la Embajada
de Israel, el atentado contra la
Asociación de Mutuales Israelitas Argentinas y la crisis del
19 y 20 de diciembre de 2001. Como consecuencia de su edad, ella fue testigo de
la evolución de la radio, el cine y la aviación; de la aparición de la
televisión, el satélite artificial, la computadora, el Internet y el teléfono
celular; y de los reinados sucesivos del tango, el jazz, el bolero y el rock.
EQ—¿Por
qué dejaste Alejandra?
EA —Cuando todos pasamos a la casa del
pueblo, yo percibí que no tenía ningún porvenir allí. Y, por eso, decidí viajar
a Buenos Aires. No me resultó fácil porque las costumbres y la forma de vida de
los porteños eran diferentes a las mías. Para peor, después de un tiempo, mis
recursos empezaron a acabarse. En ese momento, un matrimonio me ofreció un
empleo. El mismo consistía en cuidar a su hija, a cambio de casa, comida y
dinero. Yo no quería regresar a mi pueblo. Ni quería ser como las jóvenes que
trabajaban y paraban en una pensión (unas jóvenes que no eran vistas con agrado,
según las advertencias de las personas mayores que asistían a la iglesia que
frecuentaba). Por lo tanto, acepté. Y me quedé con esa familia hasta que me
casé con tu papá.
EQ —Eso sucedió el 27 de octubre de 1962, cuando él tenía
treinta y cinco años de edad y vos veintisiete.
EA —Sí.
EQ —Según el Acta N° 1114, del 26 de junio de
1925, del Registro Civil de la
Sección Norte , de la ciudad de San Miguel de Tucumán, papá (que
había nacido el 17 de junio de 1925,
a las 4.30 horas); fue inscripto como hijo de José
Salomón Quinteros e Irene Julia Vera; con el nombre de Julio César. Y, según el
Acta N° 1, del 8 de enero de 1917, del Registro Civil de la localidad de Yerba
Buena, del departamento de Tafí (correspondiente al matrimonio del abuelo José
y la abuela Irene), fue nieto por línea paterna de José Salomón Quinteros y
Nicéfora Rivadeo y por línea materna de Lucas Amadeo Vera y Edelmira Manuela
Sánchez. El y vos, ¿en dónde se conocieron?
EA —En la iglesia. El tenía treinta años de
edad y yo tenía veintidós.
EQ —¿Cómo era entonces?
EA —Tal como vos lo conociste: un tucumano
inteligente, respetuoso, amable y alegre que vivía en la ciudad de Buenos Aires,
desde que había dejado su provincia para radicarse con su familia, en el barrio
de Floresta; que simpatizaba con el Club Atlético Vélez Sarsfield; que creía en
el peronismo; que practicaba el metodismo; y que amaba la música clásica, el
tango y la lectura.
EQ —A papá le gustaba leer. Recuerdo que solía sentarse en el verano, debajo
de los árboles de una plaza, para disfrutar de una obra de historia, política,
filosofía o teología.
EA —El decía que su saber provenía de la Universidad
de la Calle y de los libros.
EQ —Y tenía como libro preferido a la Biblia.
EA —Eso era así porque consideraba que su
lectura había cambiado su vida.
EQ —¿Cómo fue que sus destinos se cruzaron?
EA —Ambos simpatizamos de inmediato.
Descubrimos que vivíamos a seis cuadras de distancia. Nos convertimos en buenos
amigos. Y empezamos a compartir algunas cosas simples y bellas, tan simples y
bellas como reservar la noche de los sábados para caminar hasta el centro
comercial del barrio de Flores; viajar en el mismo colectivo al salir de la
iglesia; beber un vermut en Juan B. Justo y Lope de Vega; tomar un café o un “submarino”
con churros, en Rivadavia y Corro; o comer una pizza de mozzarella en Rivadavia
y Olivera. Después de dos años de amistad, comprendimos que nos amábamos. Después
de tres años de noviazgo, nos casamos. Y, después de cuatro años de matrimonio,
vos viniste al mundo.
EQ —También escribiste: “Me considero una romántica, una romántica de
las novelas universales, de la literatura con paisajes y personajes que nos introducen
en la trama. Amo la poesía y la pintura”.
EA —Sí.
EQ —Y al considerar que sos así, ¿qué pensás del presente?
EA —Vivimos en un mundo con ricos y pobres; en
un mundo con medios de comunicación que nos incitan al consumo de cosas
innecesarias; en un mundo con grupos monopólicos que manejan la economía de las
naciones y que establecen quiénes son los que trabajan y quiénes son los que no
lo hacen, aunque eso deje a muchos sin un techo, sin un alimento mínimo o sin
una cobertura social; y en un mundo con guerras, hambre y enfermedades, a pesar
de los adelantos científicos y tecnológicos. Algunos no quieren verlo. Pero, la
desigualdad económica es la causa principal de la drogadicción, la delincuencia,
la multiplicación de las casas enrejadas y la inquietud de los que temen que
alguien pueda apoderarse del fruto de su trabajo.
EQ —¿Y cómo vivís con esto?
EA —Confío en Dios. Sólo él nos protege, nos escucha
y nos perdona. Yo sé que seguir sus enseñanzas y cumplir sus mandamientos no es
sencillo porque somos viajeros que estamos de paso, en medio de un mundo que
está lleno de tentaciones, vanidades y mezquindades. Sin embargo, la relación
que existe entre él y nosotros es directa, sin ningún intermediario.
EQ —¿Tenés una opinión formada respecto de las gestiones presidenciales
de Néstor Kirchner y Cristina Fernández?
EA —Por supuesto. Para mí, después de Juan
Domingo Perón, fueron los únicos que gobernaron para el pueblo.
EQ —¿Te definirías como una santafecina, protestante y peronista que
desciende de criollos y gringos?
EA —Sí. Pero, falta algo.
EQ —¿Qué?
EA —También me definiría como una boquense.