El 9 de julio, la República
Argentina cumplió doscientos años de vida. Eso es algo que no
sucede con frecuencia. No obstante, el grueso de la sociedad —a diferencia de
lo ocurrido hace cuatro años, con motivo del bicentenario de la Revolución de Mayo—, no
celebró este acontecimiento. Y, por esa causa, el ducentésimo cumpleaños del
país rozó la intrascendencia. ¿Por qué razón nosotros, los que amamos esta
tierra, no tuvimos una fiesta que estuviese a la altura de un hecho tan significativo
e importante? ¿Por qué, como suele decirse, no «tiramos la casa por la ventana»?
En realidad, este interrogante no tiene una respuesta. Tiene varias. En primer
lugar, el ánimo de la población está en uno de sus puntos más bajos. No se
encuentra a nivel del piso, sino del sótano. Y, en los días más difíciles, no
se queda ahí, sino que se escurre hasta las profundidades de las napas
subterráneas. Por ello, ni las grúas que son utilizadas en la construcción de
edificios pueden levantarlo. Quienes bajaron las persianas de su empresa o su
comercio; quienes perdieron su empleo; quienes terminaron con su familia en la
calle porque no pueden pagar un alquiler; quienes comprendieron que no están en
condiciones de afrontar el encarecimiento de las cosas, los servicios públicos,
la medicina prepaga, la educación privada o los combustibles; y quienes advirtieron
que pueden padecer alguno de esos males en el momento más impensado; no quieren
festejar nada. Sólo quieren que alguien les confirme que están viviendo una
pesadilla, es decir, algo que no es real, algo que no es cierto. Aunque no
quieran reconocerlo en voz alta, todos saben que no pueden celebrar el
bicentenario de la
Declaración de la Independencia cuando sienten diariamente que se
dirigen de un modo inexorable hacia un precipicio. Suponer que una persona que
perdió su optimismo y su alegría, a raíz de una realidad que la golpea con
dureza, puede reír, cantar y bailar junto a otras, como si todo estuviese bien,
es tan estúpido como creer que un gobierno conservador alberga el sincero deseo
de beneficiar a los sectores carenciados.
En segundo término, tenemos un presidente que teme al pueblo. Como
consecuencia de ese temor inocultable e incontrolable, no quiere juntarse con
los hombres y las mujeres que lo integran. Tal actitud, aunque resulte
sorprendente, es razonable. La gente no lo aplaude ni lo aclama cuando
interviene en un acto público. Por el contrario, lo recibe con carteles y
pancartas que aluden al desempleo y la desocupación que se agigantaron desde el
comienzo de su gestión. Le reprocha las promesas incumplidas. Le recrimina el
aumento de las tarifas que gravan los servicios públicos. Y, por si fuese poco,
lo convierte en el destinatario de sus improperios. En otras palabras, nuestro
presidente no es popular. Y él lo sabe. Esa certeza lo impulsa a establecer una
distancia prudencial con las multitudes del país y a sostener esa distancia con
las fuerzas de seguridad. En contraposición con Néstor Kirchner y Cristina
Fernández, él no quiere mezclarse con las personas. No quiere tocarlas. No
quiere verlas. Ni quiere oirlas. Su imagen y su voz lo perturban. Su compañía
lo incomoda. Y su proximidad lo intranquiliza. Unicamente, se siente seguro y
distendido cuando se encuentra en medio de sus funcionarios y sus invitados.
Esta necesidad de estar solo, con unos pocos acompañantes, adquirió visibilidad
cuando valló la Plaza
de Mayo, cuando valló el Monumento a la Bandera y, por último, cuando valló la Plaza de la Independencia. Sin
duda, el hecho de excluir a los sectores del pueblo que, a pesar de los
sinsabores de la realidad, quieren celebrar una fecha patria, implica un robo.
Después de todo, ¿cómo debemos definir a la acción estatal que se apropia
ilegítimamente de los lugares y los símbolos que posibilitan la celebración de
las fechas patrias, por parte de los hombres y las mujeres que pretenden
participar en esa celebración? La ejecución de un acto gubernamental que deja a
miles y miles de individuos afuera de los festejos equivale a su privatización
y su conversión en algo que se halla reservado a unos pocos: circunstancia que
trasluce la intención de quitarle a dichos festejos su contenido popular.
En tercer orden, el gobierno nacional arrastra un problema. No puede
prohibir el relato de los historiadores revisionistas, con el fin de reinstalar
el de los autores mitristas. Ni puede promover la coexistencia de ambos. No puede
hacer lo uno ni lo otro. Y no puede hacerlo porque las personas ya no aceptan
el relato elaborado por los seguidores de «Don Bartolo». Por lo tanto, no
tenemos ninguno. No tenemos a Juan Manuel de Rosas, ni a Hipólito Yrigoyen, ni
a Juan Domingo Perón, en un sitial de lujo. Pero, tampoco tenemos a Domingo
Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre y Julio Argentino Roca en un sitial similar.
Esto aparece con claridad en el billete de quinientos pesos: un billete que, en
lugar de contener el rostro de una figura histórica, presenta la imagen de un
yaguareté, de un animal, de una criatura que no motiva una interpretación del
pasado y una visión de la historia local y regional. Paradójicamente, éste es
el resultado de nuestro triunfo cultural. Al respecto, debemos ser claros, tan
claros como el agua cristalina. Quienes optamos en las últimas elecciones, por
el Frente para la Victoria ,
no perdimos la batalla cultural. Perdimos la batalla comunicacional. No logramos
que algunos sectores de la ciudadanía entendiesen que la consolidación de las
conquistas de la «Década Ganada» no estaba asociada al triunfo de Mauricio Macri,
sino de Daniel Scioli. Pero, tenemos un atenuante. Muchos de los que votaron
por la fórmula presidencial de la coalición Cambiemos, estaban tan convencidos
de la irreversibilidad de los logros alcanzados, que se negaron a escuchar nuestras
palabras, nuestros reparos, nuestras advertencias. Supusieron que iban a
conservar los beneficios otorgados por el kirchnerismo, sin tener que soportar
la «odiosidad» de sus representantes. Y se equivocaron de cabo a rabo. Hoy,
comprenden su error y lamentan su decisión. Ellos no votaron a Mauricio Macri
para que transformase los dichos de Alfonso Prat-Gay, Carlos Melconian y
Federico Sturzenegger en una realidad lamentable. Ellos lo votaron para que
cumpliese sus promesas electorales: unas promesas que no hablaban, por ejemplo,
de tarifazos y despidos.
El 9 de julio quedó atrás. Ningún jefe de Estado nos visitó. Sólo
contamos con la presencia de un rey emérito, es decir, de un rey que ya no es
rey. Todo fue pobre, ordinario y aburrido. Todo fue «berreta». Nuestro
presidente no se disculpó ante España, en nombre de los congresales que
declararon la independencia. Sin embargo, estuvo cerca. Su discurso no
constituyó una pieza de oratoria. Por lo tanto, dudo que alguien pueda
recordarlo con el paso del tiempo. Con toda franqueza, malgastó la oportunidad
de quedar en la historia aunque fuese con la ayuda de un texto escrito por una
mano amiga. Ese desprecio o, quizás, indiferencia por el pasado, prueba que la
ideología macrista es una ideología que no remite directa o indirectamente a un
mito de origen, sino que alude de tanto en tanto, en forma tangencial, a un
tiempo pretérito que es concebido como una «época dorada» y es presentado como
un antecedente remoto. En las antípodas de esta posición, los individuos comunes
—los mismos que protestaron masivamente en contra de la violación de los
derechos humanos y de la visita del presidente estadounidense Barack Obama, en
contra del procesamiento de Cristina Fernández, en contra de los despidos y en
contra del aumento de las tarifas que gravan los servicios públicos—,
actualizan por medio de su intervención en la realidad política y social de la Argentina , la lucha
emancipatoria que se desarrolla desde hace más de dos siglos, en la América Latina y Caribeña, es
decir, en Nuestra América. Ellos son los «empoderados» de los discursos de la
ex presidenta: los que pueden poner un límite a la rapiña y la impunidad que
vemos desde el 10 de diciembre. Esto también configura una consecuencia de
nuestro triunfo. Pero, ¿qué necesitan en estas horas tan difíciles para que su
esfuerzo y sacrificio no resulten estériles? Bueno, requieren varias cosas: una
tropa más numerosa y más curtida en esta clase de lides; una organización que
los comprenda a todos o, por lo menos, a la mayoría; un liderazgo lúcido y
firme que transmita una confianza inquebrantable en el triunfo; y una dosis importante
de paciencia. Es verdad. Todavía no tienen eso. Sin embargo, están en donde
deben estar. Y hacen lo que deben hacer mientras muchos «intelectuales» y
dirigentes políticos, sociales, gremiales y empresariales priorizan la
satisfacción de sus interés o, directamente, boludean y boludean.
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