«DOS POR UNO» (*)
Elías Quinteros
La concentración del
miércoles 10, en contra del pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia de
la Nación que admitió la aplicación del «dos por uno» a un condenado por la
comisión de delitos de lesa humanidad y que, por ende, habilitó la utilización
de esa figura procesal con otros condenados por los mismos delitos, fue multitudinaria,
imponente y emocionante. Por un rato o, con más precisión, por un rato que
resultó eterno, aunque parezca extraño y paradójico, la Plaza de Mayo y las
zonas aledañas constituyeron el escenario de un espectáculo extraordinario. Con
lentitud y calma, quienes provenían del norte, el oeste y el sur, confluyeron
en el centro de la ciudad de Buenos Aires, por unas avenidas y unas calles que
no tenían la capacidad necesaria para albergar más de quinientas mil almas. Algunos
llegaron por su cuenta. En cambio, otros lo hicieron como integrantes de las
columnas de las organizaciones defensoras de los derechos humanos, las
organizaciones sociales, los sindicatos y los partidos políticos, que adornaron
el final de la tarde y el comienzo de la noche con los colores de sus pancartas
y sus banderas y con los sonidos de sus bombos y sus redoblantes. Ninguno traslucía
un gesto de resignación ni de odio. Al contrario, todos tenían la expresión de
los que retoman la lucha a pesar del cansancio. Incluso, muchos caminaban con una
actitud alegre, no obstante que la ocasión no era festiva. Sin duda,
experimentaban esa alegría que cada uno siente cuando el pueblo sale a la vía
pública, en defensa de sus derechos e intereses, impulsado por una fuerza
misteriosa que escapa a la comprensión de los que exaltan el individualismo.
Durante unas horas, los
edificios que encajonan las calles con sus fachadas tan heterogéneas presenciaron
el paso de los manifestantes: de los que permanecían en silencio, los que
conversaban animadamente, los que tomaban unos mates, los que bebían una
gaseosa o una cerveza, los que comían un «choripán», los que fumaban un
cigarrillo, los que utilizaban su teléfono celular para hablar con alguien o
para sacar una fotografía, los que cantaban y, por supuesto, los que llevaban
un pañuelo blanco en la cabeza, el cuello o la mano. En medio de esa escena que
tenía algo de religioso y algo de profano, ¿qué elemento unificaba a cada uno
de ellos? ¿Qué razón impulsaba a los que estaban solos y a los que estaban con
sus compañeros de trabajo o de militancia, con sus amigos o con su cónyuge, sus
hijos o sus padres? La respuesta es sencilla. Todos estaban ahí, por un motivo.
Nadie quería el retorno de un pasado tenebroso y sangriento que había devorado
sueños y vidas. Nadie aceptaba la libertad de unos seres que habían secuestrado,
torturado, violado y asesinado; que habían robado criaturas; que habían saqueado
moradas y que habían destruido y ocultado cadáveres; durante la noche infernal
de la última dictadura. Y nadie respetaba el pronunciamiento de unos
magistrados que habían ignorado una de las cláusulas del contrato social de los
argentinos: la que instituye a los derechos humanos como un valor supremo e
innegociable.
Ese día, el pueblo, al
igual que en otros pasajes de la historia nacional, ejerció directamente su
calidad de sujeto político. Y, al actuar así, expresó con claridad que no
aprobaba la utilización de la burocracia judicial para la desnaturalización del
sistema legal y, con más razón, del constitucional. A pesar del tecnicismo
instrumentado por la Corte, cuestión que dificultaba la comprensión de una
sentencia que aparecía como arbitraria, cada uno de los presentes percibió la
gravedad del asunto que estaba en juego. A ciencia cierta, quienes trataron de
favorecer a un genocida sin esgrimir ningún argumento que justifique su
decisión con un mínimo de seriedad, subestimaron a la «gente». Sobrestimaron a
los exponentes del oficialismo que no los defendieron públicamente. Y quedaron
en medio de una soledad espantosa. ¿Quién les dijo que las personas comunes
iban a comportarse con ellos como los esclavos con su amo, como los siervos con
su señor feudal y como los peones con su patrón? ¡Qué soberbia! ¡Qué ingenuidad!
¡Qué estupidez! Calcularon mal. O, quizás, no efectuaron ningún cálculo antes
de obrar con tanta torpeza. Mediante un acto tan simple como el de poner su
firma en una sentencia, socavaron el último pilar de su imagen pública: un
hecho que no pueden subsanar ni atenuar aunque desocupen sus sillones por una
decisión voluntaria o por un juicio político. La onda expansiva de la repulsa
popular no sólo afectó al Palacio de Justicia. También comprometió al Palacio
del Congreso y a la Casa de Gobierno o, dicho con otros términos, a los dos ámbitos
que posibilitaron la permanencia de Elena Inés Highton de Nolasco en el máximo tribunal y la designación de Horacio
Daniel Rosatti y Carlos Fernando Rosenkrantz como dos de sus miembros. Para bien o para mal, nada puede cambiar lo
sucedido. El establishment recibió un golpe inesperado, directo
y categórico. Por primera vez, desde el 10 de diciembre de 2015, cayó de rodillas
en el centro del ring. Y, por primera vez, mordió el polvo. ¿Esto significa que
está derrotado? No. Sin embargo, pone de relieve que el pueblo, cuando está unido, es una fuerza poderosa.
(*) El artículo 7° de la
Ley N° 24.390 (sanción: 02/11/1994; promulgación de hecho: 21/11/1994; publicación
en el Boletín Oficial de la República Argentina: 22/11/1994); que fue derogado
por el artículo 5° de la Ley N° 25.430 (sanción: 09/05/2001; promulgación
parcial: 30/05/2001; publicación en el Boletín Oficial de la República
Argentina: 01/06/2001); decía: “Transcurrido
el plazo de dos años previsto en el artículo 1, se computará por un día de
prisión preventiva dos de prisión o uno de reclusión”.
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