miércoles, 19 de septiembre de 2012

Los embajadores del odio por Elías Quinteros


LOS EMBAJADORES DEL ODIO

Elías Quinteros

Un sector de la sociedad argentina odia o, expresado más crudamente, experimenta un sentimiento de aversión hacia algo o hacia alguien que transforma al responsable de ese sentimiento en el destinatario de los deseos más dañinos. Una parte de este sector odia a Cristina Fernández. Y una fracción de esta parte odia a la presidenta con un odio tan grande que no puede ver su rostro, no puede escuchar su voz, ni puede pronunciar su nombre. Quienes integran esta fracción piensan que ella es una mujer soberbia, frívola, caprichosa y autoritaria que tiene al encono como alimento cotidiano; que reina en medio de una corte inútil, servil y corrupta que está formada por montoneros, piqueteros, guevaristas y zurdos en general; que apoya a los jueces garantistas que defienden los derechos humanos de los terroristas del pasado y de los delincuentes comunes del presente; que restringe la libertad de expresión; que sostiene a organizaciones juveniles que imitan a las juventudes hitlerianas; y que desarrolla una política demagógica y, por este motivo, estatista y populista que satisface los reclamos de los «negros»; consiente los negocios de los funcionarios, los gremialistas, los empresarios y los periodistas que son amigos del poder; y privilegia los asuntos que atañen a las naciones latinoamericanas, en lugar de hacer eso con las cuestiones que conciernen a los Estados Unidos y a las naciones europeas, aislándonos tontamente del mundo. Y, además, estiman con una ingenuidad sorprendente que su opinión no difiere de la que es sustentada por la mayoría de la sociedad: algo que, aunque parezca absurdo, tiene su explicación. Después de todo, un hombre que percibe diariamente que sus apreciaciones son compartidas por su esposa, por sus hijos, por sus amigos, por sus vecinos, por sus compañeros de trabajo y, en general, por los individuos que se encuentran presentes en los bares y en los restaurantes que son testigos de sus almuerzos, en el club que es testigo de sus partidos de tenis, en el «country» que es testigo de sus fines de semana, en los hoteles que son testigos de sus veraneos, etc., no puede advertir que su mundo no involucra a la totalidad de la sociedad, sino a una porción que, no obstante su tamaño, configura una minoría.

Muchos de los que proceden de este modo suponen que la realidad es inmutable, que el presente es similar al pasado y que lo que sucede hoy es como lo que sucedió ayer. Tales individuos critican a Cristina Fernández con dureza. Pero, en su momento, también criticaron con una dureza similar a Néstor Kirchner, Eduardo Duhalde, Fernando de la Rúa, Carlos Menen y Raúl Alfonsín. Es decir, ejercen la crítica en forma compulsiva. Piensan que todo está mal desde que Juan de Garay llegó a estas tierras. Y opinan de esa manera porque creen que los argentinos, expresión que los comprende aunque no lo adviertan cuando lo dicen en los ámbitos públicos y privados, no son como los habitantes de las naciones civilizadas. Otros, en contraposición con los precedentes, estiman que la realidad es cambiante. Sin embargo, no califican a este cambio como positivo. Y, por esa razón, afirman que el gobierno de Cristina Fernández es peor que el de Néstor Kirchner, que el gobierno del santacruceño fue peor que el de Eduardo Duhalde, que el gobierno del bonaerense fue peor que el de Fernando de la Rúa y, en definitiva, que cada gobierno fue peor que el que lo antecedió, por un defecto innegable e inmodificable que caracteriza a los pobladores de nuestro país. Junto a los sujetos descriptos, encontramos a los que cuestionan a la administración nacional, aunque perciban que la situación de la Argentina mejoró notablemente, porque su ambición o su antikirchnerismo son más grandes que las mejoras alcanzadas. Y, por último, no podemos ignorar a los que no desperdician sus energías, ni su tiempo, debatiendo si la realidad es mutable o inmutable y, en un paso posterior, si el cambio es positivo o negativo. Estos no centran su atención en esa clase de cuestiones. Critican a Cristina Fernández, o sea, a la «yegua» que ocupa la Casa Rosada tan sólo porque ella tiene la virtud de conmover sus prejuicios de clase, raza y género.

En los supuestos enunciados, no nos hallamos ante ciudadanos que discrepan con la presidenta porque desaprueban la orientación o los resultados de su gestión: lo cual es entendible y respetable aunque podamos considerar que están equivocados. Nos encontramos ante personajes que odian, que atribuyen a Cristina Fernández el odio que está presente en ellos y que exteriorizan ese odio, por ejemplo, en la sección de los diarios de «derecha» o de «centroderecha» que está destinada a las opiniones de los lectores, en las redes sociales de Internet y en la expresiones verbales y escritas que forman parte de la escenografía de los «cacerolazos»: una forma democrática de protesta que adoptó el sentido reaccionario de las marchas de Juan Carlos Blumberg y de los «piquetes» de las entidades agropecuarias, durante la presidencia de Cristina Fernández. Como corolario de esta mutación, los que desprecian a los «negros», los que detestan a los peronistas, los que temen a los comunistas, los que defienden a los represores, los que añoran al menemismo y los que adhieren a las políticas neoliberales, aunque eso empobrezca a la mayoría de los argentinos, tienen un medio idóneo para cuestionar a una «dictadura» que les permite expresarse libremente, mientras golpean unas cacerolas u otros elementos metálicos en la vía pública. Acorde con lo dicho por más de uno, tal clase de manifestación reúne a personas que sienten que no están representadas por los partidos políticos de la oposición. Pero, quienes responsabilizan a la totalidad de estos por dicha situación incurren en una injusticia con los que representan a la parte del electorado que, aunque no vote por el kirchnerismo, respeta la decisión de la mayoría de los votantes, reconoce los logros gubernamentales, apoya las medidas presidenciales que trascienden lo partidario y, en síntesis, posibilita la existencia, el funcionamiento y la vigencia de la democracia argentina.

El problema -digámoslo con claridad-, no radica en la inoperancia de unos partidos políticos que no interpelan a un sector de la población, dejándolo en medio de la orfandad más absoluta. A diferencia de lo supuesto por muchos, radica en ese sector: un rejunte heterogéneo de individuos que -por sus características antidemocráticas-, no admite la interpelación de ningún partido. Al respecto, debemos resaltar que un grupo de manifestantes que protestan, entre otras cuestiones, por la inseguridad, la inflación, la diversificación de los medios audiovisuales, la regulación de las importaciones y del dólar, la emisiones del programa televisivo 6, 7, 8 y la reelección presidencial; que exhiben los símbolos de la ideología nazi; y que, según sus propias confesiones, anhelan la libertad de Jorge Rafael Videla, la condena de las Madres de Plaza de Mayo y la muerte de Cristina Fernández; configuran una realidad que no atrae muchos votos o que, por lo menos, no los atrae en estos momentos. Por esa causa, los políticos de «derecha» dicen que el gobierno nacional debe escuchar a los que se expresan de esa manera. Mas, todavía no adhieren oficialmente a esta clase de reclamo. Y no proceden así porque todavía piensan que el secreto del éxito no consiste en la mimetización con dichos individuos, sino en la obtención de su confianza y de su apoyo sin que el resto de la sociedad crea que son como ellos: una conducta que puede cambiar en el instante más inesperado, si el gobierno nacional se descuida y si el pueblo se olvida de su pasado. Aquí, nuestra democracia, entendida como una forma de vida más que como una forma de gobierno, debe efectuar un doble trabajo. Por un lado, debe distinguir a los que no son como los sujetos mencionados aunque golpeen una cacerola, con el objeto de atender sus demandas de una manera adecuada. Y, por el otro, debe contener y tolerar a los que sólo pretenden la satisfacción de sus intereses y el triunfo de su mentalidad medieval.

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