EL SUCESOR DE BENEDICTO
XVI
Elías Quinteros
La
asunción papal de Jorge Mario Bergoglio con el nombre de Francisco, en alusión
a San Francisco de Asís, tras su designación como Sumo Pontífice por los
miembros del Colegio Cardenalicio —circunstancia que acarrea el liderazgo
religioso de la
Iglesia Católica Apostólica Romana y el liderazgo político de
la Ciudad del
Vaticano—, es un hecho histórico por su condición de argentino. Pero, independientemente de tal
hecho, algo que alegra y enorgullece a más de un compatriota, debemos preguntarnos
si este sacerdote jesuita y latinoamericano de setenta y seis años de edad es
la figura adecuada para actuar como el Vicario de Cristo. En verdad, las
opiniones están divididas. Algunos lo muestran como un hombre de barrio que es
hincha del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, que lleva una vida austera,
que viste de una manera sencilla, que utiliza el transporte público, que presta
atención a las cuestiones sociales y que tiene una formación teológica y
cultural que se destaca por su solidez. Otros, en cambio, lo describen como un
ser frío y calculador que medita cada una de sus decisiones, que procede con
cautela, que teje su telaraña pacientemente, que libra sus batallas en terrenos
y en condiciones favorables y que, incluso, trata a sus enemigos de una manera
intolerante y soberbia. Y otros, por su lado, lo presentan como un religioso
que desamparó a dos sacerdotes de su orden que fueron secuestrados y torturados
durante la última dictadura, por la imprudencia de realizar un trabajo social
dentro de una villa. Sin duda, no es un exponente de la Teología de la Liberación. No es un Enrique Angelelli, ni un Carlos Ponce de
León, ni un Jaime de Nevares, ni un Jorge Novak, ni un Miguel Hesayne. Es un
conservador que cuestionó a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández. Coincidió
con la oposición y, en particular, con Elisa Carrió, Gabriela Michetti y los
represetantes de los sectores ortoxos del peronismo. Y, entre otros asuntos,
trató de impedir la sanción de la ley de matrimonio igualitario: aspectos que,
de acuerdo a ciertas opiniones, lo convierten en la persona ideal para esconder
el polvo debajo de las alfombras del Vaticano.
Sinceramente, intentar predecir sus pasos futuros es
una empresa riesgosa. No obstante, nada nos induce a suponer la concreción de
modificaciones revolucionarias. La Iglesia Católica es una institución conservadora.
La cima de su organización jerárquica tiene la apariencia de una gerontocracia.
Y quienes aparecen como sus integrantes se identifican con la derecha o la
ultraderecha: división de aguas que transforma a los primeros en los
representantes del sector progresista. Sin embargo, aparecer dentro de la
estructura eclesiástica como un adalid del progresismo no es lo mismo que serlo.
Desde que Karol Józef Wojtyla, con la denominación de Juan Pablo II, emprendió
una cruzada contra el comunismo que posibilitó el ingreso del neoliberalismo en
la Europa Oriental,
la Iglesia Católica
adoptó, en líneas generales, una posición reaccionaria que no admite ninguna
postura aperturista. Y, por esta razón, adoptó un patrón de conducta que no
congenia con una realidad que cuestiona su complacencia con más de un régimen dictatorial
y su oposición a la utilización de los métodos anticonceptivos, la existencia
de los matrimonios del mismo sexo, la participación de las mujeres en su
estructura jerárquica, la eliminación del celibato y la investigación de los
casos de pedofilia y corrupción que involucran a un número importante de prelados.
Esto —que
no invalida la existencia de la religión católica, ni las creencias de los que
la practican con regularidad—, demuestra que la elección consciente
de un papa reformador, por los que pueden ser sus víctimas en el futuro, es una
escena que resulta absurda y, por lo tanto, difícil de aceptar.
¿Un pontífice con las características descritas
podrá mejorar la imagen de la Iglesia Católica
aunque sea mínimamente? ¿Podrá resolver con un criterio que refleje la voluntad
de Cristo, la situación generada por los religiosos que están involucrados como
autores o encubridores, en casos de corrupción, desfalco o pedofilia? ¿Podrá
expandir la dimensión de la feligresía con una prédica y una obra que difundan
un mensaje de salvación? ¿Podrá fomentar el diálogo interreligioso en una época
que se caracteriza por el resurgimiento de los fundamentalismos? ¿Podrá incidir
en el afianzamiento de una paz mundial que se encuentre basada en los
principios más elementales de justicia? ¿Podrá contribuir directa o
indirectamente al mejoramiento de la situación de los pobres que existen a lo
largo y a lo ancho de la tierra? Y, en resumen, ¿podrá reunir el poder necesario
para implementar sus ideas, más allá de las que sean, a fin de contrarrestar
las intrigas de la curia? Quizás, la categorización de su patria como el «fin
del mundo», de acuerdo a lo expuesto por él, no sea una ocurrencia graciosa,
sino la exteriorización de una visión eurocéntrica y colonial que ubica a la Argentina y a
Latinoamerica en un lugar marginal y, en consecuencia, secundario, que denota
una parte de su pensamiento y de su futura actuación.
Al margen de los que no atribuyen ninguna trascendencia a
esta cuestión, el encuentro entre la presidenta Cristina Fernández y el sucesor
de Benedicto XVI fue más que simbólico. Ambos son argentinos. Ambos son
católicos. Ambos tienen un nombre que sobrepasa las fronteras. Ambos constituyen
un punto de referencia para millones de personas. Y ambos se conocen bien, tan bien
como dos ajedrecistas hábiles, decididos y temibles que se enfrentaron en varias
oportunidades. ¿Qué sucederá a partir de ahora? ¿Ambos revivirán, por
instantes, la tensa relación que los vinculó en el pasado? Y, en este supuesto,
¿quién se impondrá al otro? Ella no ignora que la base del peronismo es católica.
Y él, por su parte, tampoco ignora que la expresión política que concentra la
cantidad más grande de católicos es el peronismo. Por lo tanto, ¿ella asumirá
una actitud que pueda colocar a más de un peronista en la necesidad de optar
por el papa? ¿Y él, a su vez, asumirá una actitud que pueda colocar a más de un
católico en la necesidad de optar por la presidenta? Algo es seguro. El catolicismo,
en tanto creencia religiosa, y el peronismo, en tanto concreción de conquistas
sociales, no son incompatibles, ni están en extremos opuestos. Por eso, quienes
pensaron que no iban a verse, que no iban a tratarse o que no iban a conducirse
con cortesía, se equivocaron por completo. Lo gestual forma parte de la
política. Y, en estos momentos, gestos como los que abundaron en la residencia
de Santa Marta, la plaza de San Pedro y el edificio de la Basílica, son parte de la
práctica diplomática. Un apretón de manos; un beso en la mejilla; un
intercambio de obsequios; un almuerzo privado; un
anillo papal de plata dorada, en lugar de uno de oro macizo; un jeep blanco en
lugar del papamóvil; un rezo ante la tumba de San Pedro, con los representantes
de las iglesias orientales; un primer plano del Espíritu Santo, en el cierre de
la transmisión televisiva que cubrió la asunción, la misa y el saludo de las
delegaciones; etc., no son sólo eso. Son mensajes codificados que tienen
una intencionalidad. Pero, no exageremos. En una institución tan derechizada y
tan desprestigiada por escándalos políticos, financieros y sexuales, cualquier
gesto de rectificación, incluso, el más leve, puede adquirir la apariencia de
un acto revolucionario o, en menor medida, de un acto reformista, aunque el
responsable del mismo sea un conservador auténtico y astuto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario