UN HOMBRE
EXTRAORDINARIO
Elías
Quinteros
Hace cuatro días, tras padecer los efectos de un cáncer incurable,
Hugo Rafael Chávez Frías, presidente de la República Bolivariana
de Venezuela, falleció en la ciudad de Caracas, en el Hospital Militar Carlos
Arvelo. Su muerte, a las cuatro y veinticinco de la tarde, no significó la
concreción de un hecho sorpresivo, sino el cumplimiento de un final que era
temido por muchos. A esa hora fatídica, Morta, la Parca que corta el hilo de
la vida humana, dispuso la desaparición física de un hombre extraordinario que
fue admirado, respetado y amado por millones de personas. Infaustamente, quienes
lloran su partida en estos momentos tan tristes, dolorosos y terribles, no se
engañan. Saben que perdieron a un militar valiente, a un revolucionario auténtico,
a un político romántico y a un estadista sagaz. Saben que perdieron a un
heredero legítmo de Simón Rodríguez, Simón Bolívar y Ezequiel Zamora, que
revitalizó las ideas de José Martí. Saben que perdieron a un discipulo aplicado
y a un amigo sincero de Fidel Castro: el artífice de la Revolución Cubana.
Y saben que perdieron a un luchador inclaudicable que apostó a la unión de las
naciones latinoamericanas y a la construcción de la «Patria Grande».
De un modo piadoso, la figura esquelética que porta una guadaña y
arrastra un manto oscuro, según las leyendas que aluden a ella, se llevó al
lector apasionado que sorprendía con una frase de José de San Martín, Manuel
Dorrego, Juan Domingo Perón o Jorge Abelardo Ramos, cuando mantenía un diálogo
o una entrevista con un argentino. Se llevó al conversador ingenioso e
implacable que denunciaba la moralina de las democracias occidentales. Se llevó
al orador infatigable que exteriorizaba el magnetismo de su elocuencia, a
través de discursos prolongados y, por instantes, interminables, que
cautivaban, conmovían, convencían y motivaban a sus oyentes. Y se llevó al
provocador inigualable que podía «carajear» el Area de Libre Comercio de las Américas,
en el estadio mundialista de la ciudad de Mar del Plata; que podía aludir al
«azufre» dejado por George Bush (hijo), en la Asamblea General
de la Organización
de las Naciones Unidas; o que podía obsequiar a Barack Obama, un ejemplar de
«Las venas abiertas de América Latina», el libro escrito por Eduardo Galeano,
en la Cumbre
de las Américas de la ciudad de Puerto España. Su vida, desde el inicio hasta la
conclusión de su actividad pública, fue la de un soñador; la de un autodidacta;
la de un pedagogo; la de un intrépido que, a semejanza de Néstor Kirchner, enfrentó
a los exponentes del neoliberalismo, para mejorar la situación laboral,
educativa, sanitaria y habitacional de sus conciudadanos; y, en definitva, la
de un antiimperialista que advirtió que el nacionalismo no podía ser verdadero
si carecía de un contenido popular y que el socialismo no podía ser viable si
carecía de un contenido nacional.
Para algunos, su existencia coincidió perfectamente, por mérito
propio, con la de un tirano, con la de un déspota, con la de un dictador, con
la de un populista y con la de un enemigo de la prensa y de la
Casa Blanca, que aparecía como el «malo de
la película», cada vez que tenía un contacto con Muammar Khadafi o con Mahmud
Ahmadinejad: algo que no sucedía con los petroleros que negociaban con el líder
libio y con el presidente iraní. Pero, para la mayoría de los venezolanos, concordó
con la de un héroe. No en vano, intervino en el pronunciamiento militar que
trató de derrocar a Carlos Andrés Pérez. Perdió. Conoció la cárcel. Recuperó la
libertad. Alcanzó la presidencia de la nación con el voto de los marginados. Modificó
la norma constitucional. Obtuvo el favor de las urnas en una infinidad de
ocasiones, para sorpresa y disgusto de sus opositores más acérrimos. Y sobrevivió
a un golpe cívico-militar y a un paro petrolero que fue histórico en más de un
sentido. Cada aspecto trascendente de su derrotero, de ese derrotero fascinate
que no estuvo exento de contradicciones y altibajos, poseyó la cuota necesaria
de grandeza para instalar su nombre y su apellido en el corazón de su pueblo.
Y, por eso, nadie que conserve un poco de cordura puede sostener que sus ojos
no contemplaron lo profundo de la tragedia venezolana y, por lo tanto,
americana; o que sus manos no se abrieron para ayudar a las naciones del continente,
cada vez que éstas requirieron la colaboración de su patria; o que su boca no
bregó por la conformación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América, por la conformación de la
Unión de Naciones Suramericanas y por la conformación de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños, con el objeto de constituir y consolidar un
bloque regional. Sólo un individuo que arrastre ideas muy pequeñas u odios muy
grandes puede notar la congoja de Cristina Fernández, José Mujica, Dilma Rousseff,
Evo Morales, Rafael Correa y Raúl Castro, es decir, de los representantes de
Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia, Ecuador y Cuba, sin entender el por qué de
esa aflicción.
Más
allá de los comentarios adversos que puedan producirse, la multitud que acompañó el traslado de su féretro, con sus boinas y sus
remeras rojas, desde el sitio de su muerte hasta el de su velatorio, la «Casa
de los Sueños Azules», exteriorizó la magnitud y la eficacia de su obra
reparadora. Los pueblos no son estúpidos, ni olvidadizos, ni desagradecidos. No
lamentan la partida de los gobernantes que los oprimieron o los ignoraron. Unicamente,
derraman sus lágrimas cuando despiden a los mandatarios que los escucharon, que
los comprendieron y que los trataron con justicia. Y él, el «comandante», se
comportó de esa forma con su gente. Poco a poco, con aciertos y errores, realizó
una revolución pacífica: una revolución que no produjo muertes. Al principio, en
los tiempos de Carlos Menem y Fernando Henrique Cardoso, dos capataces del «Consenso
de Washington», lo hizo solo. Después, en el ocaso de la era neoliberal, lo
efectuó con los presidentes y las presidentas que interpretaron, compartieron y
apoyaron sus propuestas. Siempre pensó en los marginados: en los que no podían
superar los niveles de la pobreza y de la indigencia, en los que no podían comer
con regularidad, en los que no podían atender sus dolencias en un hospital, en
los que no podían vivir en una casa digna, en los que no podían estudiar y en
los que no podían conseguir un empleo o no podían tener uno mejor.
Su partida y, con ello, su despedida, dejaron al vicepresidente, Nicolás
Maduro, al presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, y al ministro de relaciones exteriores, Elías Jaua, con la
responsabilidad de preservar la alianza que existe entre las clases populares y
las fuerzas armadas, con la de reeditar los triunfos electorales del 7 de
octubre y del 16 de diciembre, con la de preservar la continuidad institucional
y con la de garantizar la vitalidad del proceso revolucionario. Respecto de
esto, todo indica que, como primera medida, los hombres de la Revolución
Bolivariana van a embalsamarlo, a imitación de Vladimir Ilich Lenin, Ho Chi
Minh, Mao Tse Tung y, más localmente, Eva Perón, para que los niños, los jóvenes,
los adultos y los ancianos, tras observar su imagen congelada a través de un
cristal, puedan atestiguar que su líder enfrenta con éxito, el paso implacable
del tiempo. Sin embargo, él ya no está. Se fue. Se alejó de todos. Se marchó
antes de sufrir una derrota, al igual que un Héctor o un Aquiles valeroso,
invencible y, por lo dicho, inmortal. Y se llevó su sonrisa, su extroversión,
su locuacidad, sus humoradas y sus interpretaciones vocales. Que la paz lo
acompañe en su descanso. Que los pueblos lo recuerden. Que los dirigentes lo
imiten. Y que Dios, el Todopoderoso, lo reciba en su reino.
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