UNA VOZ PERONISTA
Elías Quinteros
Piero Bruno Hugo Fontana, más conocido como
Hugo del Carril, nació hace más de un siglo, el 30 de noviembre de 1912, en la
ciudad de Buenos Aires. Pero, el aniversario de su nacimiento —al igual que el
de Arturo Martín Jauretche y el de John William Cooke, que vinieron al mundo el
13 de noviembre de 1901 y el 14 de noviembre de 1919, respectivamente—; no
mereció ninguna recordación especial. Por lo visto, el peronismo tiene un
problema grave. No puede o no quiere recordar a las personas que lo
engrandecieron con su militancia. Y, a raíz de ello, permite que el recuerdo
del nombre, la vida y la obra de un argentino excepcional se disipe poco a
poco, de una manera lamentable e irremediable. Actualmente, muchos jóvenes
ignoran que Hugo del Carril, el individuo que motiva este breve escrito, fue un
hombre inigualable que se destacó en el mundo de la música, como cantante de
tangos, y en el mundo del cine, como actor, guionista, productor y director. Asimismo,
dichos jóvenes desconocen que la transcendencia de su labor artística, una
labor extensa y rica que quedó asentada en sus grabaciones discográficas y en
sus realizaciones cinematográficas, no alcanzó una dimensión mayor que la que
tuvo porque el «gorilaje» nunca perdonó que su voz inmortalizase la versión
oficial de la «Marcha Peronista». Ese hecho, asimilable a un «crimen» según
algunos, lo privó de la libertad tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón y,
además, le impidió trabajar en más de una ocasión. Desde una perspectiva
femenina, es decir, desde la perspectiva de las madres y de las tías de los que
arañamos la media centuria, fue un «galán», un «buen mozo», un «churro» que
cautivaba con su mirada seductora, su sonrisa amplia y sus expresiones porteñas.
Y, desde una perspectica masculina, fue un «tipo con una pinta bárbara» que
derretía a las «minas» y que, a diferencia de otros «tipos con «facha», siempre
conservó un «aspecto varonil»: un aspecto que siempre estuvo asociado a la
imagen de un hombre «hecho y derecho», de un hombre de «principios», de un
hombre de «palabra» que podía «plantarse en la vida», por una causa noble y
justa, cuando las circunstancias lo requerían.
Sin caer en ninguna exageración, su
intervención en la cultura «tanguera» fue decisiva. Como cantante, interpretó
las obras de muchos de los «grandes»: las letras de Algel Villoldo, Pascual
Contursi, Celedonio Flores, Enrique Santos Discépolo, Enrique Cadícamo, Alfredo
Le Pera, Homero Manzi, José María Contursi y Homero Expósito; y las
composiciones musicales de Samuel Castriota, Pedro Maffia, Edgardo Donato, Juan
de Dios Filiberto, Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Sebastián Piana, Juan
Carlos Cobián, Pedro Laurenz, Juan D‘Arienzo, Domingo Federico y Mariano Mores.
Y lo realizó con un estilo personal, tan personal que se diferenció de los demás.
Su voz se transformó en algo inconfundible. Y, por eso, cualquiera podía reconocerla
cuando surgía de un tocadiscos o una radio. No en vano, al escuchar sus registros,
podemos apreciar la técnica del que sabe cantar y la pasión del que siente con
intensidad cada palabra que pronuncia y cada nota que emite. Sin duda, tuvo un
magnetismo especial como Carlos Gardel y como Julio Sosa. Y, quizás, por estas
razones, se convirtió en una de las expresiones más notorias de la música
rioplatense: una forma musical que, aunque otorgaba al tango un lugar central,
no renegaba del vals, ni de la milonga, ni del candombe, entre otros ritmos.
A la par de lo dicho, este representante del
barrio de Flores, que perteneció a la generación de los que enlazaron el tango
con el cine y el cine con los públicos masivos, descubrió los secretos del
«séptimo arte» con actores como Tito Lusiardo, Florencio Parravicini, Enrique
Serrano, Santiago Gómez Cou, Enrique Roldán y Luis Sandrini; con actrices como Mercedes
Simone, Libertad Lamarque, Irma Córdoba, Delia Garcés, Sabina Olmos, Amanda
Ledesma, Ana María Linch y Aída Luz; y con directores como Manuel Romero, Luis
César Amadori, Luis José Moglia Barth, Luis José Bayón Herrera y Mario Soffici.
O sea, aprendió con muchos de los que transformaron al cine nacional en un
rival formidable del cine estadounidense que era capaz de triunfar en el
mercado latinoamericano. Después, tomó la experiencia adquirida junto a esos «monstruos»
de la actividad fílmica, durante años y años de trabajo. La reunió con su capacidad
creativa. Y, finalmente, la volcó en cada una de sus realizaciones logrando que
una de ellas, «Las aguas bajan turbias», quedase en un lugar privilegiado
dentro de la historia cinematográfica de la Argentina. Tal obra —una denuncia basada en la novela «El río oscuro» de Alfredo
Varela, que retrata la dureza de la vida de los hombres que trabajaban en los
yerbatales del Alto Paraná—, figura a la altura de creaciones tan antológicas
como «Pelota de trapo» de Leopoldo Torres Ríos; «La guerra gaucha», «Los
isleros» e «Hijo de hombre» de Lucas Demare; «Dios se lo pague» de Luis César
Amadori; «Safo, historia de una pasión» y «El angel desnudo» de Carlos Hugo
Christensen; y «El hombre que debía una muerte» de Mario Soffici: películas que
enlazan lo dramático con lo social, lo histórico, lo policial, lo pasional y/o
lo erótico.
Un día de 1949, como consecuencia de un pedido
del «General», gravó la «Marcha» o, cariñosamente, la «Marchita». A partir de
ese instante, su fama como intérprete de tal composición partidaria superó a su
fama como intérprete de tangos. Y su voz, unida para siempre a unos versos y
unos compases de autoría controvertida, se volvió más conocida que su rostro y
su nombre. De un modo progresivo, la misma dejó de ser suya. O, con más
claridad, dejó de ser parte de un hombre. Y pasó a ser parte de la «Marcha» y,
en cierta forma, del peronismo, como un elemento que estuvo presente en mil
resistencias, en mil protestas y en mil celebraciones. Hoy, por el planteamiento
de cuestiones legales que están relacionadas con la propiedad intelectual, por
la aparición de una multiplicidad de versiones que responden a los estilos
musicales más diversos o por alguna otra causa, la escuchamos poco o nada. Cada
día, el silencio la apaga un poco más. Y, al hacerlo, incrementa la distancia
que nos separa del hombre que sigue cantando a los «muchachos peronistas»
cuando ponemos su inimitable grabación.
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