REFLEXIONES DECEMBRINAS
por Elías Quinteros
1. Desde hace un rato, y por una diversidad de
razones, venimos tocando la banquina. La ausencia de Cristina Fernández de la
escena política tras su intervención quirúrgica fue compensada en parte por el
resultado de las elecciones legislativas (un triunfo electoral a nivel nacional
con cinco derrotas distritales de importancia), y por el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa iniciada
por el Grupo Clarín (un pronunciamiento demorado que reconoció la
constitucionalidad de la
Ley de Servicios de Comunicación
Audiovisual). Por otro lado, las desinteligencias que habían enrarecido el
panorama político y económico fueron subsanadas con el retorno de la Presidenta, la modificación del equipo gubernamental y el protagonismo del Jefe
de Gabinete. Pero, el acuartelamiento de la policía de la mitad de las
provincias, la creación de «zonas liberadas» en varios puntos del país, los
saqueos que se produjeron con la complicidad policial, la pérdida de vidas y
bienes como consecuencia de esos saqueos, la obtención de incrementos
salariales de consideración por parte de los efectivos sublevados, la ola de
calor, la interrupción del suministro eléctrico en forma reiterada, y las
incomodidades sufridas por miles y miles de argentinos a raíz de esa circunstancia,
descolocaron al gobierno. Con relación a esto, debemos efectuar una aclaración
que no es menor. Ni las policías provinciales, ni las variables climatológicas,
dependen del Poder Ejecutivo Nacional. Pero, este último no puede actuar con
relación a la cuestión policial y a la cuestión energética como si no tuviese
ninguna responsabilidad. En el primer supuesto, estamos ante una situación que
fue dejada al cuidado discrecional de los gobernadores. Y, en el segundo, nos
hallamos ante una que no fue abordada oportunamente. En ambas situaciones, la Casa Rosada se encontró de golpe ante problemas graves, complejos y generadores de
descontento social. Al respecto, debemos mencionar que las personas que
padecieron el efecto de los saqueos porque la policía creó una «zona liberada»
o que perdieron los alimentos que tenían en las heladeras de sus comercios
porque la gente consumió una cuota mayor de energía eléctrica no entienden de
jurisdicciones. Sólo sienten que sufrieron un perjuicio porque se quedaron sin
seguridad o sin luz: algo que, según el caso, se produjo por culpa de la
policía, la compañía que provee la electricidad, el gobernador de la provincia,
el Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, la Presidenta de la
Nación e, incluso, el Presidente de
Venezuela o el Presidente de los Estados Unidos. Mas, la multiplicidad de
responsables reales o aparentes no evita que los reclamos terminen
repercutiendo de una manera inexorable en la Casa
de Gobierno.
2. ¿Qué es un policía? No es una cosa. Es un
individuo. Es una persona. Es un ciudadano. Algunos policías creen que integran
una casta y que, por esa razón, están en un estrato superior respecto de los
ciudadanos comunes. Pero, como contrapartida, algunos ciudadanos comunes
piensan que los policías constituyen una especie inferior que sólo existe para
realizar el «trabajo sucio» en las sociedades. Ni lo uno ni lo otro. Los que
son policías y los que no lo son, es decir, los que son simples civiles, tienen
los mismos derechos y las mismas obligaciones. Aparte de esto, ¿también es un
trabajador? Algunos dicen que sí. Otros dicen que no. Y, dentro de los que
dicen que sí, algunos afirman que es un trabajador como los demás. Y otros, por
el contrario, afirman que es un trabajador diferente, especial, único. Veamos.
Un policía realiza un trabajo, dentro de un horario, bajo las órdenes de un empleador
o patrón (el Estado), a cambio de un salario. Por ende, está en una relación de
dependencia: algo que lo iguala con el resto de los trabajadores que se
encuentran en una relación similar. La circunstancia de prestar un servicio
público lo equipara, entre otros supuestos, con los trabajadores de la
educación y con los trabajadores de la salud. Y el hecho de manejar un arma,
algo que es propio de su actividad, no lo distingue palmariamente de los que
transforman con una frecuencia alarmante, a sus vehículos y a sus herramientas de
trabajo, en instrumentos que funcionan como artefactos letales. Entonces,
¿tiene derecho a sindicalizarse? Como en los casos anteriores, algunos dicen
que sí. Otros dicen que no. Y, dentro de los que dicen que sí, algunos
sostienen que eso incluye el derecho a intervenir en una huelga. Y otros, en
cambio, sostienen lo opuesto. Para estos últimos, la sindicalización apunta a
la existencia de una representación legítima que pueda negociar los salarios y
el resto de las condiciones laborales. Pero, ¿podemos considerarlo un
trabajador y, no obstante, negarle tal derecho sabiendo que el mismo configura
el recurso extremo de los trabajadores, el que garantiza que sus demandas sean
escuchadas? Y, por otra parte, ¿la decisión de negárselo puede evitar que
proteste por una causa que le parezca justa interrumpiendo su labor?
3. En realidad, la sociedad argentina no sabe
cómo tratar a sus policías. Y no lo sabe porque tiene una relación ambivalente
con la institución policial. Por un lado, comprueba que ésta contribuye al
mantenimiento del orden existente: lo cual le brinda una sensación de
seguridad. Y, por el otro, percibe con frecuencia que muchos de sus efectivos
aparecen vinculados, directa o indirectamente, a actividades delictivas: lo
cual le transmite la sensación contraria. Esto explica por qué muchas personas
comunes tienen una imagen de los agentes policiales que oscila entre la
confianza y la desconfianza o, dicho de otra forma, entre el respeto y el
miedo. De un modo llamativo, más de un ciudadano siente que el policía que
tiene la obligación de protegerlo puede ser un corrupto, un delincuente más
peligroso que los que no usan un uniforme o un incapaz que puede herir o matar
a cualquiera de una manera accidental. En el imaginario de la sociedad, el
agente policial no sólo es un individuo que arriesga su vida por unos pesos.
También es un deshonesto que usufructúa los beneficios de la ilegalidad: desde
el que «manguea» una pizza hasta el que participa en las ganancias de la prostitución,
el robo de ganado, el robo de automotores, la piratería del asfalto, el contrabando,
el tráfico de drogas, etc. Tal particularidad despierta en la «gente» la
sensación de estar a merced de bandas armadas que, además, cuentan con la complicidad
de los gobernantes y los jueces. Desafortunadamente, la creación de «zonas
liberadas» durante el acuartelamiento de la mitad de las fuerzas provinciales y
la complicidad de una parte de los involucrados en los saqueos que acontecieron
en más de una ciudad, alimentan el «sentimiento antipolicial» que distingue a
algunos sectores de la sociedad: situación que rememora el «sentimiento
antimilitar» que existió durante muchos años, como consecuencia de la actuación
de las fuerzas armadas durante la última dictadura. Asimismo, la multiplicación
de las protestas; la actitud adoptada durante su desarrollo por algunos agentes
y ex agentes del orden (una actitud que adquirió en más de un caso el aspecto
de un chantaje descarado y brutal); y la superposición de los reclamos con el
10 de diciembre, o sea, con el Día de los Derechos Humanos; dan la razón a los
que hablan de un movimiento desestabilizante. Sin embargo, tengamos un poco de
cuidado. El estallido policial no sólo aprovechó el hambre que existe en algunos
bolsones de pobreza. También usufructuó la desigualdad que existe entre las
franjas más ricas y las franjas más pobres; la desigualdad que existe entre los
trabajadores formales o «trabajadores en blanco»; y la desigualdad que existe entre
estos (que tienen incrementos salariales, aguinaldo, vacaciones pagas y
prestaciones de una obra social), y los trabajadores informales o «trabajadores
en negro» (que no tienen dichos beneficios, ni tienen la tranquilidad que
deriva de la continuidad laboral): desigualdades que generan diferenciaciones y
resentimientos.
4. Dicen que la interrupción del suministro de
la energía eléctrica, por parte de las empresas que tienen a su cargo la
prestación de ese servicio, no está relacionada con su producción, ni con su
transporte, sino con su distribución. Dicen que los problemas que impiden la
distribución normal de la energía constituyen la consecuencia de la falta de
inversión privada. Y dicen que las empresas prestatarias no van a realizar las
inversiones que son necesarias para que el sistema eléctrico funcione en la
forma adecuada —inversiones que, por otra parte, no fueron efectuadas en el
pasado, a pesar de las obligaciones asumidas legalmente—, porque eso reduce su
margen de ganancia. Entonces, ¿por qué no dejamos de perder el tiempo? ¿Por qué
no hacemos lo mismo que realizamos con otras empresas? ¿Por qué no adoptamos
las medidas adecuadas para que el Estado Nacional se encargue nuevamente de la
distribución de la energía? El incremento de la demanda de electricidad por la
ampliación de la infraestructura industrial y por la multiplicación de los
aparatos electrodomésticos y, en especial, de los aparatos de aire
acondicionado que son utilizados por la población, no es algo malo. Por el
contrario, es algo excelente. En el primer caso, trasluce el incremento de la
producción y, en el segundo, el incremento del consumo: dos hechos que
evidencian el éxito del modelo. Pero, esto —que es más que meritorio—, pierde
su valor si el gobierno no controla el estado de la red de distribución
eléctrica, sabiendo que la demanda crece de un modo inevitable cuando la
temperatura alcanza niveles insoportables. Pretender que la sociedad haga un
uso racional de la energía, apelando exclusivamente a la buena voluntad de la
«gente», es ingenuo. Por desgracia, más de un individuo no se caracteriza por
su solidaridad, sino por su egoísmo. Y, además, pretender que haga eso mientras
los edificios gubernamentales, las plazas, las fuentes y los monumentos, están
iluminados en la totalidad de su plenitud, resulta ofensivo.
5. Celebramos con razón el crecimiento de la
industria de la construcción. Pero, no pensamos que la sustitución de una casa
por un edificio de varios pisos multiplica la demanda de energía eléctrica, gas
natural, agua potable, etc. Celebramos con razón el crecimiento de la industria
automotriz. Pero, no pensamos que la multiplicación de vehículos incrementa el
problema del tránsito. Celebramos con razón el crecimiento de la industria en
general y del consumo de los que integran las clases medias y bajas. Pero, no
pensamos que el aumento de las ventas de electrodomésticos y, en particular, de
los aparatos de aire acondicionado, acrecienta la demanda de energía. Es decir,
celebramos con razón el éxito de un modelo de país. Pero, no prevemos los efectos
indeseables de ese éxito. Aquí, la solución no consiste en enfriar la economía
o, dicho de otra forma, en dejar de construir, en dejar de fabricar
automóviles, en dejar de producir y en dejar de consumir electrodomésticos. La
solución pasa por la planificación. Debemos establecer los sitios que son
edificables y la clase de construcciones que están permitidas en esos sitios
para que los lugares naturales no desaparezcan y para que los centros urbanos
no sean islas de cemento y asfalto que crecen descontroladamente. Debemos
establecer los sitios y los horarios que son transitables, y la clase de vehículos
que están autorizados a transitar por esos sitios, para que las rutas y las
avenidas no sean un caos que se expande con el transcurso del tiempo. Debemos
establecer y fomentar las producciones que son necesarias o convenientes según
los planes gubernamentales para que la actividad productiva no sea algo desbocado
que produce bienes que no son requeridos o que no son requeridos en la cantidad
deseada. Y debemos fomentar y controlar el consumo razonable de los bienes y de
los recursos para que la sociedad argentina no tenga dos clases de individuos:
los que pueden disfrutar de tales bienes y de tales recursos y los que, a
diferencia de los anteriores, no pueden hacerlo.
6. Los argentinos tenemos algunas
particularidades. Una de ellas consiste en celebrar la Navidad como si estuviésemos en el hemisferio norte, rodeados por la nieve,
con una temperatura que hace tiritar de frío. Y, a raíz de esto, no sólo
elaboramos comidas que no corresponden a climas cálidos. También repetimos las
mismas una semana más tarde, cuando festejamos el Año Nuevo. No obstante lo
dicho, desde hace un tiempo, cualquiera puede apreciar que muchas familias
modificaron sus hábitos culinarios: algo que las llevó a sustituir las cenas
abundantes en cantidad y calorías por las preparaciones frías y sencillas. Sin
duda, las tradiciones pesan. Pero, las decisiones de los que no consumen carnes
porque son vegetarianos; los que no comen alimentos con sal, «picantes» o
grasas, porque eso no condice con su edad o su salud; los que no toman bebidas
alcohólicas porque carecen de esa costumbre o porque tienen que manejar un
automóvil después de la cena; los que no encienden el horno de su cocina porque
tal experiencia resulta insoportable cuando la temperatura es elevada; los que
no adquieren algunos de los productos que suelen aparecer en los comercios
porque no están al alcance de sus bolsillos; y los que no llenan sus heladeras,
a diferencia de otras épocas, porque temen que un «corte de luz» pueda arruinar
lo comprado; pesan mucho más. Detengámonos un instante en esto último. La
ausencia de luz arruina cualquier celebración que acontezca en el verano.
Después de todo, los ventiladores, los aparatos de aire acondicionado y las
heladeras no funcionan. Las bebidas frescas desaparecen. Las carnes, las
mayonesas y las cremas se descomponen. Y los helados se derriten. Mas, lo peor
no radica en el hecho de estar a oscuras, ni en la circunstancia de sufrir los
efectos de un calor excesivo y prolongado, ni en el deterioro inevitable y
criminal de los alimentos, ni en la pérdida dineraria que lo anterior implica,
sino en la mezcla de impotencia y bronca que se apodera de las personas comunes
y corrientes, cada vez que éstas comprueban que no pueden luchar contra fuerzas
que las superan en poder. Ciertamente, el desarrollo de las fiestas de fin de
año, el incremento del calor, el colapso del suministro eléctrico y la
desaparición del modernismo por culpa de los «cortes», tienen la virtud de
alterar el humor de los hombres y de las mujeres: situación que, tarde o
temprano, convierte a la Presidenta en la culpable de
todo.
7. Recientemente, quienes amamos la Argentina padecimos una pérdida invaluable y, además, insustituible. Para
tristeza y dolor de más de uno, Nelly Omar —esa representante extraordinaria y
grandiosa del canto popular que superó el siglo de existencia con una
vitalidad, una entereza y una dignidad admirables—, se marchó. Y, en el
instante mismo de hacerlo, la muerte nos dejó sin la musa inspiradora de Homero
Manzi; sin «Malena»; sin «La descamisada»; sin la mujer de mirada profunda y
sonrisa amplia que aparece en la tapa de «Por la luz que me alumbra»; sin la
cantora de tangos, milongas y valses que llenó el Luna Park cuando tenía cien
años; y sin la intérprete «criolla» que en estos momentos, al igual que una estrella,
brilla junto a Tania, Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Tita
Merello, Sofía Bozán, Ada Falcón, Libertad Lamarque, Juanita Larrauri, Herminia
Franco, Amanda Ledesma, Sabina Olmos y Elba Berón. Indudablemente, ella fue una
figura de dimensiones colosales: una figura que encarnó la historia de la Argentina, la historia del arte nacional y la historia del peronismo. Su vida,
que ya forma parte de la leyenda, es un ejemplo para todos. Conoció el éxito,
la fama y la gloria. Después, sufrió la proscripción con estoicismo, sin
renegar de sus convicciones ni de sus actos. Y, después, renació como el sol de
la mañana, cuando muchos creían que era un fantasma del pasado. A su lado, las
epopeyas de otros son tan pequeñas que resultan insignificantes.
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