COINCIDENCIA
Elías Quinteros
La elección del 13 de noviembre, es decir,
del día que recuerda el nacimiento de Arturo Jauretche y que, por tal motivo, constituye
el «Día del Pensamiento Nacional», por los que adoran los «cacerolazos», para la
realización de una protesta contra el gobierno, resulta original y llamativa. Seguramente,
quien estableció la fecha no tuvo en cuenta esta circunstancia. Y, por esa
misma razón, la coincidencia de ambos hechos nos impulsa a efectuar un análisis
y una reflexión. Las protestas que acostumbran tener a los «caceroleros» como
actores principales, incluyan o no el golpeteo de las «cacerolas», presentan la
particularidad de reunir una vastedad de elementos heterogéneos que, aunque
algunos puedan suponer que son novedosos, fueron tratados por «Don Arturo», de una
manera exhaustiva, en más de una ocasión. Allí, no encontramos a los exponentes
de los sectores dominantes, a los que «tienen la sartén por el mango», a los
que «cortan el bacalao». Al contrario, hallamos a muchos representantes de la
«clase media»: esa expresión imprecisa e inconveniente que suele involucrar en
forma simultánea, a individuos muy disímiles, con tal que no pertenezcan a los
estratos más altos ni a los estratos más bajos de la sociedad local. Entre los
concurrentes a este tipo de actos, podemos distinguir con facilidad al que
considera equivocadamente que está en un lugar de la pirámide social que se
encuentra encima del que ocupa en realidad y que, en consecuencia, se
identifica con los gustos y los intereses de los que pertenecen a dicho lugar. A
su lado, podemos visualizar al que no se conforma con tener la actitud anterior
y que, por ello, defiende esos gustos y esos intereses con acciones concretas, más
allá de la obtención o no de un beneficio material o simbólico. Y, por
supuesto, también podemos reconocer al que lleva esa defensa al extremo de
preferir los gustos y los intereses extranjeros, en detrimento de los nacionales.
En otras palabras, podemos percibir al ser de carne y hueso que, por su modo de
pensar y actuar, revive a pesar de sí mismo, de un modo asombroso e impactante,
la imagen del «medio pelo», del «cipayo» o del «vendepatria»: categorías
sociológicas del ayer que, por lo visto, no están pasadas de moda, sino que gozan
de una vigencia impensada en el presente.
Sin duda, muchos de los que proceden así —a
la luz de las ideas concebidas, expuestas, explicadas y difundidas por Arturo
Jauretche—, necesitan «avivarse» o, expresado de otra forma, «desazonzarse». O
sea, necesitan identificar las «zonceras» o, con más exactitud, las
afirmaciones que —por la peculiaridad de poseer la apariencia de verdades
irrefutables—, no les permiten entrever su auténtica realidad, a través del
ejercicio de un pensamiento libre. El hecho de estar subordinado a «verdades» que
tienen la pretensión de ser absolutas, aunque no resistan ningún cuestionamiento
que contenga un mínimo de seriedad, no es casual. Constituye el resultado de un
proceso de «colonización cultural» y, en particular, de «colonización pedagógica»
que difundió una visión sesgada del mundo: la que dice que éste es el escenario
de la lucha que existe entre la «civilización» (lo «elitista» y lo «foráneo»), y
la «barbarie» (lo «popular» y lo «propio»). Vista la situación desde este
ángulo, ¿alguien puede decir que no distinguió o que no creyó distinguir la
imagen, la sombra o el fantasma «shakespeariano» de un «medio pelo», un
«cipayo» o, quizás, un «vendepatria» lejano y desdibujado, entre los «caceroleros»
y los simpatizantes de los «cacerolazos» que no defienden a su nación, sino a
los «fondos buitres»? Y, por si esto fuese poco, ¿alguien puede manifestar que no
tuvo esa misma sensación al leer los comentarios de los «abolladores de
cacerolas» que usan los medios periodísticos, para deshumanizar al «otro»,
según lo advertido y señalado oportunamente por Roberto Jacoby, el responsable
de la exposición «Diarios del odio»?
Al observar las protestas que son
promovidas por esta clase de opositores, notamos, por ejemplo, la presencia de
personas que afirman que la libertad de expresión no existe desde el inicio del
kirchnerismo, mientras exteriorizan sus opiniones de manera pública, sin que
nadie las moleste por eso; que dicen que la intolerancia es la característica
del gobierno, mientras piden la muerte de la «yegua» y, de paso, la de algunos
funcionarios que no despiertan su simpatía; que aseguran que la economía del
país está destruida, mientras piensan en la realización de un viaje que las
lleve al exterior, en la adquisición de un electrodoméstico o en la compra de
unos dólares en el mercado ilegal; que aseveran que la República Argentina
corre el riesgo de extranjerizarse y, por tanto, de convertirse en una Cuba
«castrista» o en una Venezuela «chavista», mientras lucen indumentarias con
emblemas estadounidenses o británicos; etc. Sorprendentemente, los análisis de
«Don Arturo» cobran una actualidad inimaginable cuando vemos que uno que tiene
unos cabellos, unos ojos y una piel de tonalidad oscura habla de los «negros» y
exhibe la simbología nazi como si fuese un ario; que uno que golpea a un periodista
que está cubriendo la protesta habla de la violencia oficial; que uno que pide
la aplicación de una política de «mano dura» habla del autoritarismo de la
presidenta; o que uno que evade los impuestos habla de la corrupción de los
argentinos y, acto seguido, de la inoperancia de las leyes y los jueces.
El artículo del diario «La Nación» —aparecido el 9 de
noviembre, con el título «Convocan por las redes a una protesta»—, es
elocuente. Es ilustrativo. Y es aleccionador. En el mismo, se señala con
claridad que la protesta es contra el «populismo», el aumento del gasto
público, la inflación, el cepo cambiario, la pelea con los «fondos buitres», la
corrupción, la inseguridad, la impunidad, el avance sobre el Poder Judicial y
el Grupo Clarín, el enfrentamiento permanente entre sectores sociales, la Administración Federal
de Ingresos Públicos (AFIP), el Instituto Nacional de Estadística y Censos
(INDEC), el programa televisivo «6,7,8», el nuevo Código Civil, la ley de
abastecimiento, Vladimir Putin, Fidel Castro, Hugo Chávez, Guillermo Moreno,
Amado Boudou, Jorge Capitanich, Axel Kicillof, Víctor Hugo Morales, etc. Dicho
texto no sólo pone en evidencia que las razones de la protesta constituyen un
«cambalache» de estilo discepoleano. También revela que una parte de la gente,
la que está confundida y la que desea estarlo, puede llegar a defender
propuestas que la perjudican y a combatir acciones gubernamentales que la
benefician, mientras cree que hace lo contrario: algo que es aprovechado por
quienes promueven esta clase de situaciones con una habilidad asombrosa. Por eso,
la idea de realizar una protesta en la fecha que evoca a Arturo Jauretche, un
hombre que se esforzó por modificar esa forma de pensamiento y conducta, configura
una coincidencia interesante e instructiva. Por su parte, la nota del matutino
«Página/12» —publicada el 14 de noviembre, con la denominación «Las cacerolas
se escucharon muy poco»—, es tan elocuente como el artículo anterior. Al leer
las líneas que la componen, advertimos que el trabajo de los organizadores tuvo
como resultado la realización de «concentraciones minúsculas» en la entrada de
la quinta presidencial de Olivos, en Cabildo y Juramento, en Callao y Santa Fe,
en Rivadavia y Acoyte y, por supuesto, en la Plaza de Mayo; que la edad de los manifestantes
promedió los sesenta años; que los exaltados de siempre agredieron a un
periodista y un camarógrafo; y que las consignas de los concurrentes fueron tan
variadas como: «Chorra», «Para los K la década ganada, para el pueblo la década
afanada», «Crisis en Argentina», «¡Basta de Diktadura Korrupta K!», «Si no hay
justicia para el pueblo que no haya paz para quienes gobiernan», «Sabsay a la Corte», «82 por ciento móvil»,
«Basta de impuesto al trabajo e inflación», «Parrilla La Cámpora», «6% = chori +
Termidor», «Colón en su lugar», «No al traslado del monumento a Colón», etc.
Frente a esto, quien supone que lo mucho
que se hizo hasta ahora en materia cultural y educativa alcanza para evitar que
la República Argentina
reviva épocas nefastas del pasado, incurre en una ingenuidad que puede resultar
peligrosa. Y quien considera que ésta es una opinión que carece de fundamento sólo
tiene que pensar en los actos comiciales de Venezuela, Brasil y Uruguay para
entender que nada está garantizado de antemano, que todo está a prueba
constantemente y que las corrientes revisionistas y pedagógicas que reivindican
lo popular, lo nacional y lo latinoamericano, tienen más de un desafío por
delante. En tal sentido, la existencia de individuos, grupos y sectores que apoyan
el ideario del neoliberalismo y que, además, describen a la última dictadura y
a la administración menemista como dos momentos dorados de la historia
argentina, revela que la obra de un siglo y medio de penetración cultural no
desaparece de un día para el otro. La confusión todavía es grande. La desorientación
todavía es extensa. Y el campo social, incluida la parte que sostiene al
gobierno desde hace varios años, puede arder en cualquier instante con el fuego
de los que abogan por el odio y el desánimo, a despecho de las frases creadas
durante las campañas proselitistas, de los cantos repetidos automáticamente en
los actos partidarios y de las explicaciones esbozadas por los «especialistas» que
ignoran qué sucede más allá de la puerta de sus despachos. Hoy, a semejanza del
pasado, los intelectuales son numerosos. Y, en cambio, los pensadores son escasos.
Por ende, no desperdiciemos esta coincidencia: una coincidencia que no deja de
tener un costado risueño. Y confiemos de una vez por todas en los que piensan,
como «Don Arturo», con un criterio nacional y práctico.
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