LOS QUE SURGIERON DE LA «NADA»
Elías Quinteros
Surgieron de la «nada», de esa parte de la realidad que no es mostrada por los medios de comunicación masiva, tras acatar un llamado repentino, misterioso e irresistible que los condujo hasta el centro de la ciudad. Emergieron de los edificios, de los andenes de las estaciones ferroviarias, de las bocas de los subterráneos y de las puertas de los colectivos, los taxis y los vehículos particulares, como las hormigas que salen de sus hormigueros ante la proximidad de una tormenta. Avanzaron por las avenidas y las calles, a semejanza del agua que se desplaza por los ríos y los arroyos que confluyen en el mar. Y, durante cuatro días y cinco noches, ocuparon la zona del Obelisco y de la Plaza de Mayo, provocando el asombro, el desconcierto y, por último, el abatimiento de los que habían profetizado lo contrario desde los bastiones de la prensa escrita, radial y televisiva. Nadie pudo contarlos con exactitud. Pero, según miradas avezadas, conformaron multitudes de un millón de personas e, incluso, de dos millones, en algunas de las jornadas.
Esas multitudes —además de sorprender a propios y extraños, con su presencia y su dimensión—, aplaudieron a los integrantes del ejército, la marina, la aviación, las fuerzas de seguridad y la policía que desfilaron por la Avenida 9 de Julio, mientras el aire transportaba de tanto en tanto las notas y los versos de la Marcha de San Lorenzo. Celebraron el paso de las delegaciones que representaban a las provincias y a las colectividades. Siguieron con detenimiento a los miembros de Fuerza Bruta que recrearon la historia argentina sobre el asfalto de la Diagonal Norte, con la ayuda de unas estructuras alegóricas y gigantescas que requerían la intervención de camiones y grúas. Visitaron los puestos que, alineados a cada lado de la «avenida más ancha del mundo», conformaron el Paseo del Bicentenario y, en particular, los de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Agotaron los alimentos de los comercios que estaban en los alrededores. Y, finalmente, vibraron, cantaron y bailaron ante el Escenario Principal, con las interpretaciones de Litto Nebbia, Miguel Cantilo, Víctor Heredia y León Gieco, con las de Teresa Parodi, Jaime Torres, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional, el Chaqueño Palavecino y Soledad Pastorutti, y con las de Rodolfo Mederos, Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Leopoldo Federico, Susana Rinaldi y Fito Páez: artistas que, por otra parte, estuvieron acompañados por Jaime Roos, Los Olimareños y los murgueros de Agarrate Catalina, de Uruguay; Gilberto Gil, de Brasil; Lizza Bogado, de Paraguay; Los Kjarkas, de Bolivia; Los Jaivas, de Chile; Totó la Momposina, de Colombia; y Pablo Milanés, de Cuba.
A lo largo de esas jornadas únicas y extraordinarias, los que eran invisibles o, con más exactitud, los que eran invisibles para los medios comunicacionales, abandonaron su invisibilidad. Una sucesión interminable de hombres y mujeres comunes y corrientes que yacían en el anonimato ocuparon el espacio público. Y, por ende, dicho espacio no sólo se llenó de jóvenes y adultos entusiastas. También se cubrió con familias enteras que, a semejanza de los anteriores, provenían de los barrios porteños, los partidos bonaerenses que circundan la ciudad y, en más de un caso, el interior del país; pertenecían a las clases medias y bajas en su mayoría; adornaban el aire con expresiones locales, provincianas y extranjeras; y atesoraban el recuerdo de sus antepasados en los caracteres de sus rasgos y en las tonalidades de sus pieles, sus cabellos y sus ojos. Esta presencia multitudinaria transformó la zona céntrica de la metrópolis en un ágora inmenso que posibilitaba la expresión de la ciudadanía y, por lo tanto, la exteriorización del fervor patriótico y la manifestación de la alegría, de esa alegría que sólo aparece en las épocas que, por la circunstancia de resultar favorables, alimentan el deseo de participar en una fiesta. Y eso fue lo que sucedió. El pueblo no se congregó para realizar una protesta, ni para efectuar un reclamo. Lo hizo para compartir unos momentos agradables que revivieron la intensidad del 17 de octubre de 1945; la algarabía de los triunfos rutilantes del deporte argentino; la polifonía y el colorido del carnaval; el arrebato de las celebraciones dionisíacas que disipan o, por lo menos, atenúan brevemente las diferencias que existen entre los integrantes de una sociedad; y, en cierto modo, la emoción de las experiencias religiosas.
¿Las personas que intervinieron en los festejos, es decir, las que efectuaron, en mayor o en menor medida, todo lo expuesto anteriormente, son las que no pueden andar por las calles como consecuencia de la inseguridad que reina en ellas? ¿Son las que padecen la opresión de un gobierno totalitario que impide el ejercicio de la libertad? ¿Son las que viven al borde de la desesperación por obra de una inflación descontrolada que incrementa la pobreza y la indigencia a pasos agigantados? ¿Son las que cuestionan la decisión oficial de defender los derechos humanos y, por lo tanto, de juzgar a los represores de la última dictadura porque consideran que beneficia a los terroristas que atentaron contra la patria en la década de los setenta o, en cambio, porque sienten, desde el extremo opuesto del arco ideológico, que favorece exclusivamente a los intereses gubernamentales? ¿Son las que están preocupadas por la conducta de una presidente que —al privilegiar las relaciones con Cuba, Venezuela y Bolivia, en lugar de hacerlo con Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania—, coloca a la Argentina en una situación de aislamiento internacional? ¿Son las que figuran en la descripción de «Patriotismo», el artículo de Pepe Eliaschev que apareció el 22 de mayo del año en curso, en «Perfil»: gentes enajenadas, molestas y resignadas que van y vienen por los alrededores del Obelisco con un aire de extrañeza; que no ven nada mientras caminan como mutantes; y que rozan y chocan sus cuerpos sin entender la finalidad de una exhibición de patrioterismo banderillero y desfachatado que aumenta la locura cotidiana? ¿O son las que asoman en el cuadro de «Esa obsesión por dividir y fracturar», el texto de Joaquín Morales Solá que vio la luz cuatro días más tarde, en «La Nación»: argentinos que advierten que se hallan viviendo un instante excepcional y que, por ello, se encuentran en el espacio público, sin enarbolar banderas partidarias, para demostrarle al gobierno que prefieren estar unidos, en lugar de estar divididos inexplicablemente por una recordación sesgada e ideologizada que es propia del proyecto y del estilo kirchnerista?
Sin lugar a dudas, la actitud de los que celebraron el Bicentenario no coincide con la de aquellos que, de acuerdo a algunos comunicadores y algunos políticos, viven en un estado de crispación permanente. Por el contrario, quienes aprovecharon la oportunidad de intervenir en los festejos, kirchneristas y no kirchneristas que estaban lejos de experimentar el famoso antikirchnerismo que es enarbolado por una parte de la oposición, demostraron que no tenían la necesidad de escapar de una realidad desagradable y dolorosa por medio de un acontecimiento que los aturdiese momentáneamente, sino el deseo de estar en una celebración genuina y legítima como consecuencia de un contexto que, a pesar de sus aspectos negativos, no puede ser asimilado al de otras épocas, ni al de otros países. Asimismo, quienes procedieron de esa forma convalidaron en la práctica una decisión acertada del gobierno: la de organizar una fiesta de carácter popular y participativa, en un marco que tuviese la finalidad de rescatar el nombre de las personas que fueron ignoradas, demonizadas o caricaturizadas por la «historia mitrista»; de reivindicar la participación de los pueblos originarios y de las colectividades extranjeras en la formación de la sociedad argentina; de resaltar la importancia de la vigencia de la constitución, de la práctica de la democracia y del respeto de los derechos humanos, como un medio adecuado para superar un pasado dramático y, en ciertas ocasiones, tenebroso; y de valorizar el rol de las provincias y de las naciones de Latinoamérica en el proceso de integración nacional y continental, respectivamente.
La inauguración de la Galería de los Patriotas Latinoamericanos dentro de la Casa Rosada, por parte de la presidenta de la Nación, en una ceremonia oficial —algo impensado en otros tiempos, a raíz de su connotación ideológica—, constituye un símbolo de lo dicho hasta aquí. Al respecto, la presencia de Manuel Belgrano, José de San Martín, Juan Manuel de Rosas, Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón y Eva Perón, en un sector de la Casa de Gobierno, mediante un conjunto de obras pictóricas y fotográficas, trasluce una postura revisionista de la historia y, en consecuencia, una visión diferente de la realidad. A su vez, la concurrencia de Túpac Amaru II, José Gervasio Artigas, Bernardo O‛Higgins, Simón Bolivar, Francisco Solano López, José Marti y Ernesto «Che» Guevara, junto con la de Emiliano Zapata, Pancho Villa, Lázaro Cárdenas, Augusto César Sandino, Víctor Raúl Haya de la Torre, Getúlio Vargas y Salvador Allende, entre otros, encierra una lección valiosísima e inquietante: la imposibilidad de efectuar un proyecto liberador sin la colaboración del resto del continente. Dicho proyecto —por su finalidad, dimensión y complejidad—, requiere la comprensión, el apoyo y la movilización de los sectores populares: únicos actores que pueden posibilitar su realización si demuestran tener la capacidad necesaria para mantener la unidad a pesar de los obstáculos que puedan surgir en el camino y, del mismo modo, para promover, sustentar, defender y consolidar las posiciones que los beneficien con amplitud. Desde este punto de vista, tan sólo la acción coordinada de un movimiento político y social de corte policlasista que, sin excluir a otros referentes de la realidad, privilegie a los empresarios y los comerciantes medianos y pequeños, los profesionales, los empleados, los obreros, los peones de campo, los cuentapropistas y los desocupados, puede encarar tal empresa con la probabilidad cierta de alcanzar el éxito.
Durante cuatro días y cinco noches, los que tuvieron el deseo de ser parte de un festejo masivo, sin imaginar la magnitud que alcanzaría, protagonizaron una «pueblada» que contrastó con la del 21 y 22 de diciembre de 2001, es decir, con la que derribó el gobierno de la Alianza, en medio de un contexto de inoperancia y represión. En esta oportunidad, todo fue diferente. El centro de la ciudad no tuvo el sonido de los gritos de las personas, ni el de los cascos de los caballos, ni el de las armas de la policía, ni el de las sirenas de las ambulancias, sino el de las palabras compartidas, el de las risas sinceras, el de los instrumentos musicales y el de los fuegos artificiales. Tampoco tuvo la imagen de las gomas que arden sobre el asfalto; o la de la sangre que yace sobre las veredas; sino la de las luces que alumbraban la extensión de las calles y las avenidas, las ramas de los árboles, las vidrieras de los comercios y los balcones de los edificios; y la de los colores que embellecían los uniformes de los militares, los trajes de los visitantes regionales, las figuras de las carrozas, las estructuras de los escenarios y las construcciones de los puestos oficiales que correspondían a las naciones, las provincias y las organizaciones sociales. En otras palabras, careció de la presencia de la ira, el dolor, la tristeza, la desesperanza y la amargura. Y, por el contrario, contó con la de la alegría, el ensueño y la vida. A veces, por una decisión misteriosa del destino, una persona tiene la ocasión de participar en el desarrollo de un hecho que presenta estas características o, en cambio, de presenciar dicho desarrollo desde una posición de privilegio. Tanto en un caso como en el otro, ese hecho es algo que modifica la existencia de los hombres y las mujeres, algo que disuelve las individualidades en una realidad mayor que no puede ser reducida a la suma de las individualidades que la conforman, algo que libera las fuerzas de la creatividad tras abatir las barreras que impiden normalmente su expresión espontánea y, en términos más precisos, algo que aparece como la contracara de las sensaciones que son experimentadas por cada uno, en los momentos autodestructivos que suelen estar presentes en la historia de las sociedades.
Esas multitudes —además de sorprender a propios y extraños, con su presencia y su dimensión—, aplaudieron a los integrantes del ejército, la marina, la aviación, las fuerzas de seguridad y la policía que desfilaron por la Avenida 9 de Julio, mientras el aire transportaba de tanto en tanto las notas y los versos de la Marcha de San Lorenzo. Celebraron el paso de las delegaciones que representaban a las provincias y a las colectividades. Siguieron con detenimiento a los miembros de Fuerza Bruta que recrearon la historia argentina sobre el asfalto de la Diagonal Norte, con la ayuda de unas estructuras alegóricas y gigantescas que requerían la intervención de camiones y grúas. Visitaron los puestos que, alineados a cada lado de la «avenida más ancha del mundo», conformaron el Paseo del Bicentenario y, en particular, los de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Agotaron los alimentos de los comercios que estaban en los alrededores. Y, finalmente, vibraron, cantaron y bailaron ante el Escenario Principal, con las interpretaciones de Litto Nebbia, Miguel Cantilo, Víctor Heredia y León Gieco, con las de Teresa Parodi, Jaime Torres, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional, el Chaqueño Palavecino y Soledad Pastorutti, y con las de Rodolfo Mederos, Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Leopoldo Federico, Susana Rinaldi y Fito Páez: artistas que, por otra parte, estuvieron acompañados por Jaime Roos, Los Olimareños y los murgueros de Agarrate Catalina, de Uruguay; Gilberto Gil, de Brasil; Lizza Bogado, de Paraguay; Los Kjarkas, de Bolivia; Los Jaivas, de Chile; Totó la Momposina, de Colombia; y Pablo Milanés, de Cuba.
A lo largo de esas jornadas únicas y extraordinarias, los que eran invisibles o, con más exactitud, los que eran invisibles para los medios comunicacionales, abandonaron su invisibilidad. Una sucesión interminable de hombres y mujeres comunes y corrientes que yacían en el anonimato ocuparon el espacio público. Y, por ende, dicho espacio no sólo se llenó de jóvenes y adultos entusiastas. También se cubrió con familias enteras que, a semejanza de los anteriores, provenían de los barrios porteños, los partidos bonaerenses que circundan la ciudad y, en más de un caso, el interior del país; pertenecían a las clases medias y bajas en su mayoría; adornaban el aire con expresiones locales, provincianas y extranjeras; y atesoraban el recuerdo de sus antepasados en los caracteres de sus rasgos y en las tonalidades de sus pieles, sus cabellos y sus ojos. Esta presencia multitudinaria transformó la zona céntrica de la metrópolis en un ágora inmenso que posibilitaba la expresión de la ciudadanía y, por lo tanto, la exteriorización del fervor patriótico y la manifestación de la alegría, de esa alegría que sólo aparece en las épocas que, por la circunstancia de resultar favorables, alimentan el deseo de participar en una fiesta. Y eso fue lo que sucedió. El pueblo no se congregó para realizar una protesta, ni para efectuar un reclamo. Lo hizo para compartir unos momentos agradables que revivieron la intensidad del 17 de octubre de 1945; la algarabía de los triunfos rutilantes del deporte argentino; la polifonía y el colorido del carnaval; el arrebato de las celebraciones dionisíacas que disipan o, por lo menos, atenúan brevemente las diferencias que existen entre los integrantes de una sociedad; y, en cierto modo, la emoción de las experiencias religiosas.
¿Las personas que intervinieron en los festejos, es decir, las que efectuaron, en mayor o en menor medida, todo lo expuesto anteriormente, son las que no pueden andar por las calles como consecuencia de la inseguridad que reina en ellas? ¿Son las que padecen la opresión de un gobierno totalitario que impide el ejercicio de la libertad? ¿Son las que viven al borde de la desesperación por obra de una inflación descontrolada que incrementa la pobreza y la indigencia a pasos agigantados? ¿Son las que cuestionan la decisión oficial de defender los derechos humanos y, por lo tanto, de juzgar a los represores de la última dictadura porque consideran que beneficia a los terroristas que atentaron contra la patria en la década de los setenta o, en cambio, porque sienten, desde el extremo opuesto del arco ideológico, que favorece exclusivamente a los intereses gubernamentales? ¿Son las que están preocupadas por la conducta de una presidente que —al privilegiar las relaciones con Cuba, Venezuela y Bolivia, en lugar de hacerlo con Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania—, coloca a la Argentina en una situación de aislamiento internacional? ¿Son las que figuran en la descripción de «Patriotismo», el artículo de Pepe Eliaschev que apareció el 22 de mayo del año en curso, en «Perfil»: gentes enajenadas, molestas y resignadas que van y vienen por los alrededores del Obelisco con un aire de extrañeza; que no ven nada mientras caminan como mutantes; y que rozan y chocan sus cuerpos sin entender la finalidad de una exhibición de patrioterismo banderillero y desfachatado que aumenta la locura cotidiana? ¿O son las que asoman en el cuadro de «Esa obsesión por dividir y fracturar», el texto de Joaquín Morales Solá que vio la luz cuatro días más tarde, en «La Nación»: argentinos que advierten que se hallan viviendo un instante excepcional y que, por ello, se encuentran en el espacio público, sin enarbolar banderas partidarias, para demostrarle al gobierno que prefieren estar unidos, en lugar de estar divididos inexplicablemente por una recordación sesgada e ideologizada que es propia del proyecto y del estilo kirchnerista?
Sin lugar a dudas, la actitud de los que celebraron el Bicentenario no coincide con la de aquellos que, de acuerdo a algunos comunicadores y algunos políticos, viven en un estado de crispación permanente. Por el contrario, quienes aprovecharon la oportunidad de intervenir en los festejos, kirchneristas y no kirchneristas que estaban lejos de experimentar el famoso antikirchnerismo que es enarbolado por una parte de la oposición, demostraron que no tenían la necesidad de escapar de una realidad desagradable y dolorosa por medio de un acontecimiento que los aturdiese momentáneamente, sino el deseo de estar en una celebración genuina y legítima como consecuencia de un contexto que, a pesar de sus aspectos negativos, no puede ser asimilado al de otras épocas, ni al de otros países. Asimismo, quienes procedieron de esa forma convalidaron en la práctica una decisión acertada del gobierno: la de organizar una fiesta de carácter popular y participativa, en un marco que tuviese la finalidad de rescatar el nombre de las personas que fueron ignoradas, demonizadas o caricaturizadas por la «historia mitrista»; de reivindicar la participación de los pueblos originarios y de las colectividades extranjeras en la formación de la sociedad argentina; de resaltar la importancia de la vigencia de la constitución, de la práctica de la democracia y del respeto de los derechos humanos, como un medio adecuado para superar un pasado dramático y, en ciertas ocasiones, tenebroso; y de valorizar el rol de las provincias y de las naciones de Latinoamérica en el proceso de integración nacional y continental, respectivamente.
La inauguración de la Galería de los Patriotas Latinoamericanos dentro de la Casa Rosada, por parte de la presidenta de la Nación, en una ceremonia oficial —algo impensado en otros tiempos, a raíz de su connotación ideológica—, constituye un símbolo de lo dicho hasta aquí. Al respecto, la presencia de Manuel Belgrano, José de San Martín, Juan Manuel de Rosas, Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón y Eva Perón, en un sector de la Casa de Gobierno, mediante un conjunto de obras pictóricas y fotográficas, trasluce una postura revisionista de la historia y, en consecuencia, una visión diferente de la realidad. A su vez, la concurrencia de Túpac Amaru II, José Gervasio Artigas, Bernardo O‛Higgins, Simón Bolivar, Francisco Solano López, José Marti y Ernesto «Che» Guevara, junto con la de Emiliano Zapata, Pancho Villa, Lázaro Cárdenas, Augusto César Sandino, Víctor Raúl Haya de la Torre, Getúlio Vargas y Salvador Allende, entre otros, encierra una lección valiosísima e inquietante: la imposibilidad de efectuar un proyecto liberador sin la colaboración del resto del continente. Dicho proyecto —por su finalidad, dimensión y complejidad—, requiere la comprensión, el apoyo y la movilización de los sectores populares: únicos actores que pueden posibilitar su realización si demuestran tener la capacidad necesaria para mantener la unidad a pesar de los obstáculos que puedan surgir en el camino y, del mismo modo, para promover, sustentar, defender y consolidar las posiciones que los beneficien con amplitud. Desde este punto de vista, tan sólo la acción coordinada de un movimiento político y social de corte policlasista que, sin excluir a otros referentes de la realidad, privilegie a los empresarios y los comerciantes medianos y pequeños, los profesionales, los empleados, los obreros, los peones de campo, los cuentapropistas y los desocupados, puede encarar tal empresa con la probabilidad cierta de alcanzar el éxito.
Durante cuatro días y cinco noches, los que tuvieron el deseo de ser parte de un festejo masivo, sin imaginar la magnitud que alcanzaría, protagonizaron una «pueblada» que contrastó con la del 21 y 22 de diciembre de 2001, es decir, con la que derribó el gobierno de la Alianza, en medio de un contexto de inoperancia y represión. En esta oportunidad, todo fue diferente. El centro de la ciudad no tuvo el sonido de los gritos de las personas, ni el de los cascos de los caballos, ni el de las armas de la policía, ni el de las sirenas de las ambulancias, sino el de las palabras compartidas, el de las risas sinceras, el de los instrumentos musicales y el de los fuegos artificiales. Tampoco tuvo la imagen de las gomas que arden sobre el asfalto; o la de la sangre que yace sobre las veredas; sino la de las luces que alumbraban la extensión de las calles y las avenidas, las ramas de los árboles, las vidrieras de los comercios y los balcones de los edificios; y la de los colores que embellecían los uniformes de los militares, los trajes de los visitantes regionales, las figuras de las carrozas, las estructuras de los escenarios y las construcciones de los puestos oficiales que correspondían a las naciones, las provincias y las organizaciones sociales. En otras palabras, careció de la presencia de la ira, el dolor, la tristeza, la desesperanza y la amargura. Y, por el contrario, contó con la de la alegría, el ensueño y la vida. A veces, por una decisión misteriosa del destino, una persona tiene la ocasión de participar en el desarrollo de un hecho que presenta estas características o, en cambio, de presenciar dicho desarrollo desde una posición de privilegio. Tanto en un caso como en el otro, ese hecho es algo que modifica la existencia de los hombres y las mujeres, algo que disuelve las individualidades en una realidad mayor que no puede ser reducida a la suma de las individualidades que la conforman, algo que libera las fuerzas de la creatividad tras abatir las barreras que impiden normalmente su expresión espontánea y, en términos más precisos, algo que aparece como la contracara de las sensaciones que son experimentadas por cada uno, en los momentos autodestructivos que suelen estar presentes en la historia de las sociedades.
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