miércoles, 24 de agosto de 2011

La Unidad Latinoamericana por Elías Quinteros

LA UNIDAD LATINOAMERICANA

Un desafío pendiente

Elías Quinteros


La construcción de la patria grande, es decir, de una patria que reúna a las naciones o patrias chicas que se extienden desde el Río Bravo hasta el Polo Sur y que, además, agrupe, combine y sintetice los elementos que son definidos como indoamericanos, latinoamericanos y afroamericanos, a pesar de la estrechez de esas definiciones, constituye una asignatura pendiente desde la época emancipatoria, cuando los movimientos revolucionarios de la América Española no tuvieron otra alternativa que buscar la independencia, frente a la inflexibilidad de una monarquía que no fue capaz de implementar la reformas políticas, económicas y sociales que hubiesen preservado la integridad de su territorio. Ya, en esa época, más de un patriota, independientemente de su origen americano o europeo, comprendió la necesidad de alcanzar la unidad continental con el objeto de garantizar el desarrollo autónomo y pleno de los pueblos que existían en esta parte del mundo, frustrando los planes británicos que requerían la balcanización del continente y, por lo tanto, la transformación del mismo en un conjunto de republiquetas aisladas, débiles y sumisas. El fracaso de las aspiraciones unionistas que habían desvelado a José de San Martín y a Simón Bolívar —los libertadores máximos de la región meridional de América, los conductores magistrales de los ejércitos populares que se desplazaron desde la periferia sudamericana hasta el centro mismo de la dominación reaccionaria, los símbolos innegables de esas masas de indios, blancos, negros, mestizos, mulatos y zambos que lucharon incansablemente hasta el final, hasta la derrota completa y definitiva del enemigo en la batalla de Ayacucho—, demuestra las dificultades de dicha empresa. Ellos —que vencieron en más de un enfrentamiento memorable, a las tropas peninsulares que habían frenado las ambiciones de Napoleón Bonaparte, ante los ojos asombrados de un Francisco de Goya que había retratado la crueldad francesa con trazos magníficos e insuperables—, no pudieron contener a las oligarquías locales y, con ellas, a las fuerzas disgregadoras que parcelaron la superficie del continente.

Poco a poco, de un modo inexorable y terrible, quienes levantaron la mirada en esta parte del planeta para contemplar la realidad con una perspectiva que abarcaba lo continental, en lugar de hacerlo con una que no superaba los límites de lo inmediato y, en especial, de lo propio, pagaron su osadía de una manera usuraria, a semejanza de Mariano Moreno (que fue envenenado mientras viajaba en un buque británico, a través de las aguas del Océano Atlántico, sin saber que su deseo de consolidar la revolución más allá de Buenos Aires e, incluso, del territorio que había correspondido al Virreinato del Río de la Plata, convertirían a esas aguas en las guardianas eternas de su cuerpo inerte), o de Manuel Dorrego (que fue fusilado en la localidad de Navarro, por quien operó como un instrumento de los hombres que habían contribuido a la segregación de la Banda Oriental, en concordancia con las pretensiones del Reino Unido), o de Francisco Solano López (que fue rematado junto al curso del Aquidabán, en el acto final del drama shakespeariano que convirtió a su nación, una potencia económica y militar, en un territorio empobrecido y despoblado, a fin de satisfacer los intereses de la corte de Río de Janeiro y, por su intermedio, los de la corte de Londres. Y quienes no fueron asesinados a semejanza de los anteriores purgaron su atrevimiento como Juan José Castelli (que fue detenido y sometido a los vejámenes de un juicio injusto y absurdo, mientras un cáncer acallaba su voz: esa voz que lo había transformado en el orador más contundente y convincente en los inicios de la Revolución), o como Manuel Belgrano (que fue condenado a pasar sus días postreros en medio del olvido, la pobreza, la tristeza y la enfermedad), o como José de San Martín (que fue obligado a morir en la tierra francesa, en las antípodas de los paisajes argentinos, chilenos y peruanos o, con más precisión, americanos), o como José Gervasio de Artigas (que fue obligado, a su vez, a morir en la tierra guaraní, lejos del cielo charrúa que había presenciado sus hazañas políticas y militares: esas hazañas que habían contrariado a la monarquía española, al imperio portugués, al gobierno porteño y, en última instancia, a la monarquía británica), o como Felipe Varela (que fue obligado a morir en la tierra chilena, entre los síntomas de la tuberculosis que extinguió su vida y que, por ende, fue más efectiva que las armas enemigas de los campos de batalla), o como Juan Manuel de Rosas (que fue obligado a morir en la tierra británica, privado de sus bienes y de su honor, por los hombres que habían apoyado a las flotas de Francia y de Gran Bretaña, sin otra finalidad que la de provocar su derrocamiento).

Pero, esto no concluyó aquí. Por el contrario, ni la sacralidad de la muerte fue respetada. Y, por ese motivo, algunos, los más desafortunados, fueron sentenciados a padecer el silencio de la historia y, en consecuencia, el olvido de la gente. Otros, que no podían desaparecer de las crónicas sin dejar huecos inexplicables, fueron denigrados para que su recuerdo despertase la repulsa general. Y los restantes, por la circunstancia de burlar los casos precedentes a raíz de su notoriedad, fueron convertidos en personajes irreales, tan irreales que emergieron del pasado sosteniendo las opiniones de sus enemigos, en lugar de las propias. La pedagogía de las estatuas, según la expresión de Ricardo Rojas, tuvo su período de gloria. Y, a través de ella, la formula sarmientina de civilización y barbarie alcanzó su vigencia mayor. En un medio cultural y, por ende, distinguido, que asociaba lo civilizado con lo europeo, por la influencia de una élite intelectual o seudointelectual que traslucía sus prejuicios y sus complejos en cada uno de sus textos, lo americano equivalía a lo bárbaro. Al respecto, en Manual de zonceras argentinas, Arturo Jauretche expresó: “En tren de clasificación, la zoncera de Civilización y barbarie es una zoncera intrínseca, porque no nace del falseamiento de hechos históricos ni ha sido creada como un medio aunque después resultase el medio por excelencia, ni se apoya en hechos falsos. Es totalmente conceptual, una abstracción antihistórica, curiosamente creada por gente que se creía historicista, como síntesis de otras abstracciones”. “Plantear el dilema de los opuestos Civilización y barbarie e identificar a Europa con la primera y a América con la segunda, lleva implícita y necesariamente a la necesidad de negar América para afirmar Europa, pues una y otra son términos opuestos: cuanto más Europa más civilización; cuanto más América más barbarie; de donde resulta que progresar no es evolucionar desde la propia naturaleza de las cosas, sino derogar la naturaleza de las cosas para sustituirla” (Jauretche, 2002, p. 29). Por obra de lo expuesto, el sueño de la unión americana o, dicho de otro modo, de la fusión de cada una de las manifestaciones de la barbarie en una entidad superior, provocaba el asombro, la burla o el rechazo más violento, por parte de todos los que despreciaban lo de adentro e idolatraban lo de afuera. Para ellos, sin excepción, el hecho de pertenecer a la raza blanca era algo invalorable. El hecho de tener los cabellos y los ojos claros constituía una bendición. El hecho de provenir de Gran Bretaña, de Alemania o de los países de Escandinavia resultaba más importante que provenir de España, de Italia y, en particular, de las costas del Mediterráneo. Y el hecho de vivir bajo las reglas del protestantismo, las pautas del capitalismo y las costumbres de la burguesía representaba el grado más alto de la civilización y el camino más apropiado para el progreso.

A diferencia de los sectores de la sociedad que, en más de una ocasión, se opusieron a la unidad del continente o, simplemente, se desentendieron de dicha cuestión, el radicalismo y, después, el peronismo, en tanto movimientos sociales y políticos de carácter popular, apoyaron los intentos de integración y las acciones que implicaron un cuestionamiento al sistema colonial ya que este último, en cualquiera de sus grados y sus variantes, siempre requirió una América dividida. Con relación a esto, la historia nos muestra con claridad que el fenómeno del colonialismo y el parcelamiento del territorio americano obraron juntos, codo a codo, desde el inicio mismo del período patrio, apareciendo cada uno de ellos como la causa y el efecto del otro. Y, por ello, las fuerzas populares que bregaron por la liberación de esas parcelas, tras la conformación política de las mismas, integraron, intencionadamente o no, una realidad mayor: una realidad de dimensiones continentales y, en consecuencia, supranacionales. Más allá de sus aspectos específicos y distintivos, los movimientos que fueron encabezados por Pancho Villa y Emiliano Zapata, en México, por Jacobo Arbenz, en Guatemala, por Augusto César Sandino, en Nicaragua, por Jose Martí, en Cuba, por Getúlio Vargas, en Brasil, y por Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, aquí, en Argentina, entre otros, tuvieron más de un elemento en común. Todos presentaron un carácter popular. Todos concretaron una serie de reformas políticas, económicas, sociales y culturales que modificaron la vida de sus pueblos. Todos cuestionaron el sistema de dominación que subyugaba a sus sociedades. Todos afectaron, en mayor o en menor medida, de un modo real y simbólico, al sistema colonial que estaba vigente. Y todos, finalmente, evidenciaron que cualquier proceso de unidad que pretendiese superar el límite de lo formal demandaba el libramiento de una batalla cultural, a fin de alcanzar la concreción de dos objetivos: el desmantelamiento de la estructura del coloniaje pedagógico y la contemplación de la realidad desde la perspectiva de las naciones que integraban el continente y, en forma simultánea, desde la perspectiva de las personas que integraban dichas naciones. Acorde con esto, en Nuestra América, José Martí escribió: “[…] La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país […]” (Martí, 2005, p. 9).

Afortunadamente, en el pasado reciente, los mandatarios latinoamericanos llevaron a cabo una labor enorme e importantísima con el propósito de incrementar la integración continental. Y aunque este proyecto no resulte sencillo de realizar como consecuencia de las resistencias que existen dentro y fuera de las sociedades involucradas, el camino recorrido hasta el presente es más que meritorio. Acerca de lo dicho, no sólo debemos pensar en el trabajo efectuado alrededor del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). También debemos recordar la oposición al Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), promovida por el presidente estadounidense George Walker Bush, durante el desarrollo de la Cuarta Cumbre de las Américas, en la ciudad de Mar del Plata, con el fin de imponer las condiciones fijadas a Canadá y México, mediante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN); la solución de los conflictos que se produjeron entre Colombia y Ecuador y entre Colombia y Venezuela; la oposición a los intentos de derrocamiento de Evo Morales, presidente de Bolivia, y de Rafael Correa, presidente de Ecuador; la condena al derrocamiento de Manuel Zelaya, presidente de Honduras; etc. En este punto, conviene recordar que, en Sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización, Bernardo Monteagudo manifestó: “Esta rápida encadenación de escollos y peligros muestra la necesidad de formar una liga americana bajo el plan que se indicó al principio. Toda la previsión humana no alcanza a penetrar los accidentes y vicisitudes que sufrirán nuestras repúblicas hasta que se consolide su existencia. Entretanto; las consecuencias de una campaña desgraciada, los efectos de algún tratado concluido en Europa entre los poderes que mantienen el equilibrio actual, algunos trastornos domésticos y la mutación de principios que es consiguiente, podrán favorecer las pretensiones del partido de la legitimidad, si no tomamos con tiempo una actividad uniforme de resistencia; y si no nos apresuramos a concluir un verdadero pacto, que podemos llamar de familia, que garantice nuestra independencia, tanto en masa como en el detalle”. “Esta obra pertenece a un congreso de plenipotenciarios de cada Estado que arreglen el contingente de tropas y la cantidad de subsidios que deben prestar los confederados en caso necesario. Cuanto más se piensa en las inmensas distancias que nos separan, en la gran demora que sufriría cualquier combinación que importase el interés común y que exigiese el sufragio simultáneo de los gobiernos del Río de la Plata y de Méjico, de Chile y de Colombia, del Perú y de Guatemala, tanto más se toca la necesidad de un congreso que sea el depositario de toda la fuerza y voluntad de los confederados; y que pueda emplear a ambas, sin demora, donde quiera que la independencia esté en peligro” (O'Donnell, 1998, pp. 225-226). “[…] la asamblea hispano americana de que se trata, debe reunirse para terminar la guerra con la España: para consolidar la independencia y nada menos que para hacer frente a la tremenda masa con que nos amenaza la Santa Alianza. Debe reunirse en el punto que convengan las partes contratantes, para que las conferencias diarias de sus plenipotenciarios anulen las grandes distancias que separan a sus gobiernos respectivos. Debe, en fin, reunirse, porque los objetos que ocuparán su atención, exigirán deliberaciones simultáneas que no pueden adoptarse sino por una asamblea de ministros cuyos poderes e instrucciones estén llenos de previsión y de sabiduría” (O'Donnell, 1998, p. 227).


Por su parte en Plan de realización del supremo sueño de Bolívar, Augusto César Sandino declaró: “Las condiciones en que ha venido realizándose nuestra lucha armada en Nicaragua contra las fuerzas invasoras norteamericanas y las de sus aliados, nos dieron el convencimiento de que nuestra persistente resistencia, larga, de tres años, podría prolongarse por dos, tres, cuatro, o quién sabe cuántos más; pero que al fin de la jornada, el enemigo, poseedor de todos los elementos y de todos los recursos, habría de anotarse el triunfo, supuesto que en nuestra acción nos hallábamos solos, sin contar con la cooperación imprescindible, oficial o extraoficial de ningún Gobierno de nuestra América Latina, o la de cualquier otro país. Y fue esa visión sombría del porvenir, la que nos impelió a idear la forma mejor de evitar que el enemigo pudiera señalarse la victoria. Nuestro pensamiento trabajaba con la insistencia de un reloj, elaborando el panorama optimista de nuestra América triunfadora en el mañana”. “Estábamos igualmente compenetrados de que el gobierno de los Estados Unidos de Norte América no abandonaría jamás sus impulsos para, atropellando la soberanía centroamericana, poder realizar sus ambiciosos proyectos en esa porción de nuestra América; proyectos de los que en gran parte, depende el mantenimiento futuro del poderío norteamericano, aunque para ello tenga que pasar destruyendo una civilización y sacrificando innumerables vidas humanas”. “De otro lado, Centro América aislada, menos aún, Nicaragua abandonada, contando sólo con la angustia y el dolor solidarios del pueblo latinoamericano, podrían evitar el que la voracidad imperialista construya el Canal interoceánico y establezca la Base Naval proyectados, desgarrando tierras centroamericanas. Al propio tiempo, teníamos la clara visión de que el silencio con que los Gobiernos de la América Latina contemplaban la tragedia centroamericana, implicaba su aprobación tácita de la actitud, agresiva e insolente, asumida por los Estados Unidos de Norte América, en contra de una vasta porción de este Continente; agresión que significa, a la vez, la merma colectiva del derecho a la propia determinación de los Estados Latinoamericanos” (Sandino, 2007, pp. 107-108).

Y, con un sentido idéntico, en El proyecto nacional. Mi testamento político, Juan Domingo Perón manifestó: “[…] Cada país participa de un contexto internacional del que no puede sustraerse. Las influencias recíprocas son tan significativas que reducen las posibilidades de éxito en acciones aisladas”. “Es por ello que la Comunidad Latinoamericana debe retomar la creación de su propia historia, tal como lo vislumbró la clarividencia de nuestros libertadores, en lugar de conducirse por la historia que quieren crearle los mercaderes internos y externos”. “Lo repito una vez más: ‘El año 2000 nos encontrará unidos o dominados’. Nuestra respuesta, contra la política de ‘dividir para reinar’ debe ser la de construir la política de ‘unirnos para liberarnos’” (Perón, 1984, p. 35). “La etapa del Continentalismo configura una transición necesaria. Los países han de unirse progresivamente sobre la base de la vecindad geográfica y sin pequeños imperialismos locales. Esta es la concepción general con respecto a los continentes, y especialmente, la concepción de Argentina para Latinoamérica: justa, abierta, generosa y, sobre todas las cosas, sincera”. “Debemos actuar unidos para estructurar a Latinoamérica dentro del concepto de comunidad organizada, y es preciso contribuir al proceso con toda visión, perseverancia y tesón que haga falta”. “Tenemos que asumir el principio básico que dice: ‘Latinoamérica es de los Latinoamericanos’”. “Quiero reafirmar con énfasis que nuestra proposición no es agresiva: simplemente recoge la enseñanza de la historia y la proyecta hacia el futuro, incorporando la constructiva cooperación estrecha con todos los países”. “Para cumplir plenamente con el programa universalista, debemos tener real independencia de decisiones, y ello requiere una Latinoamérica con individualidad propia”. “Como latinoamericanos atesoramos una historia tras de nosotros: el futuro no nos perdonaría haberla traicionado” (Perón, 1984, p. 145).

La profundización de este proceso, el de la integración, no implica la realización de una tarea rápida y sencilla. Por el contrario, la concreción de la misma requiere tiempo y esfuerzo. Y, por otro lado, no está exenta de sufrir detenciones y retrocesos que demanden la rectificación de rumbos, la reformulación de estrategias y la renovación de metodologías, por obra de los que aparecen como sus enemigos más terribles: los intereses afectados o amenazados y, junto a estos, los prejuicios generados o incentivados. Respecto de esto último, cabe tener en cuenta, por ejemplo, los hechos de violencia que acontecieron en diciembre del año pasado, a raíz de la ocupación del Parque Indoamericano de la ciudad de Buenos Aires: hechos que exteriorizaron la xenofobia de un sector de la sociedad porteña que piensa con sinceridad que los paraguayos, los bolivianos y los peruanos, entre otros extranjeros, son los responsables de la mayoría de los males que lo afectan real o imaginariamente. Tal sector, por una diversidad de causas, considera que la Argentina estaría mejor sin las personas que provienen de los países de Latinoamérica y, por añadidura, sin las que forman parte del gobierno nacional ya que éste, según su opinión, protege a los extranjeros que se quedan con los empleos de los argentinos (En este punto, conviene aclarar con relación a esta cuestión que ningún xenófobo de barrio puede explicar de un modo sencillo y preciso por qué motivo unos extranjeros brutos, vagos, drogadictos y delincuentes constituyen una competencia seria para los argentinos instruidos, laboriosos, sanos y honestos. Evidentemente, o estamos ante unos extranjeros que encarnan la brutalidad, la vagancia, la drogadicción y la delincuencia y que, por lo tanto, no representan un peligro laboral para los argentinos; o, por el contrario, estamos ante unos extranjeros que representan un peligro laboral para los nacionales y que, por lo tanto, no tienen las características expuestas. Por otra parte, estos exponentes de la xenofobia local tampoco pueden precisar la razón de este peligro. Y no pueden hacerlo porque todos sabemos que los extranjeros predominan en la realización de actividades que no son efectuadas por la mayoría de los argentinos, por el hecho de ser consideradas inferiores e indignas).

Sin lugar a dudas, el dramatismo de las escenas que fueron difundidas por los medios periodísticos, con su toque habitual de tendenciosidad y sensacionalismo, desnudó las miserabilidades que aparecen en la superficie de la sociedad, cada vez que los pobres se enfrentan entre sí, protagonizando hechos dolorosos e irreparables. En estos casos, los que tienen poco se despedazan con los que tienen menos que ellos y con los que no tienen nada. Y, por su parte, los que bregan hasta el cansancio por la apertura y la extranjerización de la economía efectúan un giro de ciento ochenta grados y, en consecuencia, adoptan un discurso de tono nacionalista que les permite descalificar a los extranjeros, sin ninguna clase de limitación. Esta actitud, la de identificar a la extranjería con la barbarie, trasluce el miedo de muchos de los que son de aquí ante la presencia de los que son de afuera. Y éste, a su vez, transparenta la existencia de otro: el de quedar, tarde o temprano, en una condición similar a la de ellos. La alimentación de dicho temor y, por ende, de la inquietud general por un Jefe de Gobierno que agravió a los inmigrantes, exigió la intervención de la Policía Federal o de la Gendarmería Nacional con el propósito de garantizar la represión de los ocupantes del predio y reclamó la presencia del Estado olvidando que él es su representante desde que asumió la administración de su ciudad, no sólo desnudó la xenofobia de su pensamiento. También evidenció la imprudencia de sus palabras: imprudencia que adquirió proporciones siderales unos días más tarde, cuando el Mercado Común del Sur, por medio de la Decisión N° 64/10, resolvió el establecimiento de un plan de acción con el objeto de avanzar en la conformación progresiva de un Estatuto de la Ciudadanía que garantice a los nacionales de los Estados integrantes de dicha unión; la libertad de circulación; la igualdad de derechos y libertades civiles, sociales, culturales y económicas; y el acceso al trabajo, a la salud y a la educación en igualdad de condiciones.

Sin embargo, el hecho que se produjo en el Parque Indoramericano —algo que no deja de resultar paradójico, según lo observado por Carla Wainsztok, organizadora de la mesa, ya que muestra que individuos que en muchos casos tenían una ascendencia india y, por ello, americana, no eran bienvenidos en un sitio público que ostentaba tal denominación—, sólo configura una parte de la realidad. La otra, la que es diferente, adquirió una visibilidad indiscutible unos meses antes, durante los festejos correspondientes al bicentenario de la Revolución de Mayo, es decir, durante la recordación de un pronunciamiento popular que alcanza la totalidad de su sentido histórico si es analizado como la expresión local de un fenómeno continental. Con relación al mismo, Carla Wainsztok, que ya mencionamos unas líneas más arriba, efectuó un par de apreciaciones acertadas y oportunas. Por un lado, confrontó la imagen de los cuadros de los patriotas latinoamericanos que adornan la Casa Rosada (representación de la Patria Grande y, por lo tanto, del sueño de la unión del continente), con los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone que engalanaban el Colegio Militar de la Nación (representación de la Patria Chica y, en consecuencia, de lo opuesto a dicho sueño), resaltando que Cristina Fernández pudo colgar los retratos de esos patriotas porque Néstor Kirchner había descolgado previamente los de esos genocidas. Y, por el otro, comparó la imagen de la fiesta de la Avenida 9 de Julio (un hecho masivo, espontáneo, bullicioso y pacífico que evidenció la alegría de millones de personas y estuvo en consonancia con el espíritu de la galería que atesora los cuadros de esos patriotas), con la del espectáculo del Teatro Colón (un hecho elitista con pretensiones aristocrática que no pudo disimular su naturaleza tilinga, ni su concordancia con el imaginario de ese sector de la sociedad que, en un momento de la historia reciente, tuvo a los hombres de los cuadros descolgados como exponentes y defensores de los valores argentinos), destacando que aquella se impuso de una manera aplastante sobre éste. Tales apreciaciones, producto innegable de una observación atenta y aguda del contexto que nos envuelve, ponen de relieve que la cuestión de la unidad latinoamericana está presente detrás de acontecimientos que, en apariencia, no superan los límites de lo nacional. Y esto no constituye un dato menor. A diferencia de otros tiempos, las ondas expansivas de lo que sucede en un país repercuten directa o indirectamente en los restantes, dejando al descubierto que las fronteras no sirven para impedir su salida, en un caso, ni para evitar su ingreso, en el otro.

A medida que profundizamos el análisis de esta cuestión comprobamos que más de un hecho del ámbito latinoamericano incide en el desarrollo del ámbito nacional y que más de un hecho del ámbito nacional incide en el desarrollo del ámbito latinoamericano, configurando una relación de ida y vuelta que, a veces, es tan fluida e intensa que desdibuja la línea que separa dichos ámbitos. Hoy, cualquiera puede percibir sin ninguna dificultad que mucho de lo que acontece en un lugar del continente repercute positiva o negativamente, en los puntos más distantes. Por lo tanto, la realidad actúa como un maestro que nos muestra diariamente la conveniencia de arribar a acuerdos que contemplen los vínculos que surgieron al margen de una planificación general e integral, con el objeto de evitar o reducir la producción de consecuencias indeseadas para una de las partes, para varias o para todas. América Latina, al consistir en una tarea inconclusa que trasluce la existencia de una aspiración de independencia y desarrollo aun no alcanzada, necesita que los gobiernos de las naciones que la conforman, más allá de su orientación política, apoyen el proyecto de la integración continental. Esta necesidad no consiste en una invención. Al contrario, el grado de independencia y desarrollo anhelados, tanto en lo regional como en lo local, exige que la palabra integración sea más que eso, es decir, más que una simple palabra. Los pueblos latinoamericanos y, más específicamente, los millones de individuos que los convierten en entidades que respiran, sueñan, aman, luchan, sufren, lloran y recuerdan, ya no pueden malgastar su tiempo como si éste fuese un recurso renovable. Y, por esta razón, quienes tienen la responsabilidad de gobernarlos con sabiduría y justicia deben acreditar con hechos concretos que están a la altura de los acontecimientos, impidiendo que las generaciones actuales experimenten las frustraciones de las generaciones anteriores y que los fantasmas de las segundas, fantasmas que no conocen la paz, perciban que sus filas se engrosan paulatinamente con los fantasmas de las primeras.

REFERENCIAS

Jauretche, A. (2002). Manual de zonceras argentinas. Buenos Aires: Corregidor.

Martí, J. (2005). Nuestra América. Buenos Aires: Ediciones El Andariego.

O'Donnell, P. (1998). Monteagudo: La pasión revolucionaria. Buenos Aires: Planeta.

Perón, J. (1984). El proyecto nacional: Mi testamento político. Buenos Aires: El Cid Editor/Fundación para la Democracia en Argentina.

Sandino, A. (2007). Escritos y documentos. Buenos Aires: Ediciones El Andariego.

No hay comentarios:

Publicar un comentario