UNA EDUCACION DIFERENTE
Elías Quinteros
Hablar de la educación y, en especial, de la educación argentina, implica
un riesgo: el de incurrir en apreciaciones erróneas al diagnosticar los males
del sistema educativo y al proponer el tratamiento más adecuado para la
erradicación de dichos males. Por eso, debemos ser cuidadosos al abordar este
tema. En primer lugar, un sistema educativo expresa las virtudes y los defectos
de un modelo de país. Y este último, por su parte, exterioriza la concreción o
no de los deseos y de las necesidades de la sociedad, en el aspecto colectivo, y
de los integrantes de ella, en el aspecto individual. Esto es tan obvio que un
país que no materialza tales deseos, ni satisface tales necesidades, en la
medida de sus posibilidades, es un país que responde a las pautas de un modelo
que no sirve. Y, a su vez, un modelo de país que no sirve o que, más claramente,
no sirve para la mayoría, sostiene un sistema educativo que resulta inútil. Frente
a este panorama, los que integran tal mayoría, en mayor o en menor medida,
sufren los efectos negativos. Así, para los estudiantes, la educación consiste
en un absurdo y en un aburrimiento; para los docentes, en una explotación y en
una alienación; para los padres de los que estudian, en una estafa; y para la
sociedad, en una pérdida de tiempo, esfuerzo y dinero. Por dichos motivos, la
situación actual de la educación argentina se parece a la de esos pacientes recurrentes
que, para recuperar la salud, no necesitan modificar los medicamentos que forman
parte de su tratamiento, ni la dosis de ellos, sino los hábitos de su vida.
A esta altura de los sucesos, todos, a excepción de los pocos de siempre, sentimos
que el sistema educativo, atrapado entre un modelo de país que se extingue y
otro que se consolida, no funciona bien; que exhibe la imagen lamentable de esas
prendas viejas, ajadas y emparchadas que no admiten más remiendos; y que, a
pesar de lo hecho para evitar su ruina total y definitva, continúa presentando
un estado crítico. Aquí, nadie desmerece las mejoras logradas. Por el
contrario, las mismas contituyen avances gigantescos e innegables. Pero, eso no
alcanza. Y, como no es suficiente, no podemos conformarnos con saber que los
chicos van a la escuela, en lugar de malgastar su ñiñez o su juventud en las
calles; o con saber que van a la escuela a estudiar, en lugar de hacerlo para
comer; o con saber que los docentes tiene la posibilidad efectiva de discutir
lo atinente a su actividad laboral, su remuneración, su protección social y su
capacitación; o con saber que la cantidad de establecimientos educativos es
mayor que en el pasado; o con saber que la distribución gratuita de computadoras
representa un salto cualitativo dentro del campo pedagógico; o con saber que
las partidas del presupuesto nacional que están destinadas al ámbito educativo configura
un hito histórico, como consecuencia de su crecimiento y su magnitud. Todos debemos
aspirar a más, más y más. Todos, siempre, debemos ir por más. Principalmente,
debemos pretender que la educación argentina tenga una identidad propia que
esté a tono con los desafíos de los tiempos que corren, para que podamos
advertir sin ninguna dificultad la razón y los beneficios de su existencia.
Los que creen que esto puede ser la obra de un momento milagroso o de unos
pocos esclarecidos pecan de ingenuidad. Sólo la labor mancomunada, progresiva y
democrática de los que conforman la comunidad educativa puede abordar tal
empresa con la responsabilidad necesaria. Mas, las posibilidades de triunfar en
este campo son excasas si los que libran la batalla lo hacen con las estrategias
y las armas del pasado. Con relación a este asunto, debemos entender que la
construcción de una escuela diferente exige, como paso previo, el abandono
inmediato y definitivo de eso que recibe la denominación de «espítiru
sarmientino»: un «espíritu» que, a la manera de un ancla enorme y pesada, impide
cualquier desplazamiento que procure alcanzar una meta emancipatoria. A
diferencia de los que actúan como las viudas del sanjuanino, no obstante el
tiempo transcurrido desde el día de su desaparición física, quienes integran la
comunidad educativa no pueden continuar preservando una concepción de la
educación que legitimó el triunfo de la «civilización» sobre la «barbarie», es
decir, sobre las expresiones que no identicaban a la cultura del hombre blanco y,
dentro de ésta, sobre las que no caracterizaban a la cultura del hombre europeo.
En otros términos, hablar de un sistema educativo que reivindique la diversidad,
la democracia, el federalismo, el latinoamericanismo, etc., carece de sentido si
el fundamento de dicho sistema obedece a un pensamiento que consiste en la
negación de tales valores. Asimismo, la modificación de los contenidos carece
de una posibilidad real y efectiva para transformar el modelo de enseñanza que
está vigente, si la metodología que es utilizada por los docentes no sufre una
modificación similar. Suponer que contenidos nuevos pueden coexistir con
procedimientos viejos es tan absurdo como suponer que contenidos viejos pueden
coexistir con pocedimientos nuevos.
En un momento tan particular como el actual, debemos preguntarnos: ¿la educación,
a pesar de todo, puede acompañar las transformaciones que acontecen día a día,
en la Argentina
y en el mundo? ¿Puede posibilitar el acceso al mercado laboral? ¿Puede posibilitar
dicho acceso a la mayoría de los argentinos? ¿Puede garantizar que las personas
que accedan a tal mercado cuenten con una capacitación adecuada? ¿Puede encarar
los desafíos de la ciencia y la tecnología modernas? ¿Puede satisfacer las
aspiraciones de los que pretenden trabajar en una planta nuclear, en un pozo
petrolífero, en un laboratorio o en una entidad bancaria? ¿Puede potenciar las
habilidades de los que estudian arquitectura, medicina, derecho, literatura, música
o deporte? ¿Puede favorecer el desarrollo de los estudios que son requeridos
por las necesidades del país, en lugar de los que son requeridos por las
necesidades del «mercado», cuando la satisfacción de éstas atenta directamente
contra la satisfacción de aquellas? ¿Puede promover la formación de
profesionales y técnicos solidarios, en lugar de profesionales y técnicos
individualistas que piensan en triunfar a cualquier costo, aunque eso conduzca
a pisar las cabezas de los que están a su alrededor? ¿Puede apuntar al
desarrollo de una formación integral que comprenda los aspectos académicos y
humanos? ¿Y, en síntesis, puede explicitar qué procura, qué hace y qué deja año
tras año, como resultado?
Respecto de esto, algunos sostienen que el sistema educativo reproduce las
desigualdades sociales: cuestión que, de acuerdo a los que sostienen esta
postura, contribuye a consolidar la situación privilegiada de las clases
dominantes. Sin embargo, esta afirmación pasa por alto que dicho sistema no
configura una realidad homogénea. En otras palabras, dentro del mismo, podemos
descubrir núcleos de resistencia que se nutren con lo mejor de las tradiciones
políticas, económicas, sociales y culturales de nuestra sociedad. Tal escenario
nos ayuda a conservar la esperanza. Allí, en esos oasis de «espíritu crítico»
que sobrevivieron a la época neoliberal o aparecieron después de ella, podemos
hallar una multiplicidad de voces que tienen un elemento en común: el de
cuestionar desde sus ámbitos específicos, es decir, desde las escuelas, los
colegios, los institutos, las universidades, los sindicatos docentes, las
oficinas ministeriales, etc., un discurso educativo que proviene del pasado,
con su carga de intencionalidades, prejuicios y telarañas. Únicamente, necesitamos
que dichas voces converjan en una mayor, como los arroyos, los riachuelos y los
ríos que confluyen en un curso de agua que reúne la fuerza de todos. Cuando eso
suceda, la educación reflejará lo local, lo nacional y lo regional, con sus nuevas
consonancias y sus nuevas disonancias, a semejanza de un concierto o una obra
sinfónica.
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