EL
COSTO DE UN «CONTENEDOR»
Elías Quinteros
Les advirtieron que
no lo hiciesen. Y, además, les explicaron por qué. Pero, ellos no escucharon las
advertencias ni las explicaciones. Y, si las escucharon, no las entendieron. Y,
si las entendieron, no las tomaron en serio. Sin descender del pedestal de su
soberbia, consideraron que las críticas eran infundadas y malintencionadas. Y,
como los rinocerontes, avanzaron sin detenerse por nada. Incluso, consiguieron la
venia de la justicia: una justicia que, en algunas ocasiones, no es capaz de
ver a unos metros de distancia. Acorde con lo previsto, los resultados
confirmaron los vaticinios más funestos. Y, a raíz de esto, miles de chicos
quedaron sin la posibilidad de estudiar en las escuelas públicas de la ciudad de
Buenos Aires. Evidentemente, a esta altura de los hechos, nadie puede decir que
la inscripción «on line» fue un éxito. Y nadie puede decir eso porque el
«desastre» generado por su aplicación es tan grande que ningún funcionario
porteño puede ocultarlo, disimularlo o defenderlo con una cuota de dignidad. De
un modo increíble, miles de criaturas quedaron afuera del sistema educativo
aunque la Constitución
Nacional, los tratados internacionales que fueron
incorporados a ella y la Constitución de la Ciudad definan a la
educación como un derecho y confíen al Estado la misión de asegurar su plena
vigencia.
Llamativamente,
alguien caracterizó al área educativa de la ciudad como una mezcla de impunidad
y perversión. Y, al analizar con detenimiento todo lo sucedido, debemos
concluir que esa caracterización no resulta exagerada. La circunstancia de
jugar con la educación de los niños olvidando que ellos deben ser los «únicos
privilegiados» de la sociedad no tiene perdón. Y la circunstancia de colocar a
los padres de esos niños al borde de la desesperación carece de una
justificación que sea razonable. Aquí, no sólo se cercenó el derecho a la
educación. También se coartó el derecho a optar por la educación pública, en
lugar de hacerlo por la educación privada. Con la excusa de propender a la
modernización de la metodología utilizada para la inscripción de los chicos, se
destruyó el orden que existía: un orden que, más allá de sus aspectos cuestionables,
cumplía con sus finalidades. En otras palabras, se abrió la caja de Pandora. Se
introdujo el caos. Y, en definitiva, se creó un problema de dimensiones inmanejables.
De una manera intempestiva,
se sustituyó el trámite tradicional. Y no se hizo eso para convertir a dicho
trámite en algo moderno, rápido y cómodo. Por el contrario, se procedió así
para despersonalizarlo o, dicho de otra forma, para transformarlo en una
realidad distante, árida y fría: propósito que no provoca ninguna sorpresa
porque las personas que no son vistas como tales por el Ministerio de Educación
de la Ciudad
no merecen ser atendidas por seres de carne y hueso. En más de un ámbito
público o privado, el empleo de un teléfono o de una computadora para la realización
de una diligencia no sustituye la atención personal, sino que aparece como una
opción que está al alcance de los individuos que prefieren usar tales medios
por una cuestión de comodidad. Mas, los padres de los chicos que pretenden
estudiar en los establecimientos públicos de la ciudad son ciudadanos de
segunda categoría. Y, por ello, no merecen tener dicha opción. A diferencia de
los que envían a sus hijos a establecimientos privados, desde la implementación
de la nueva metodología, no tienen derecho a concurrir a una escuela. Ni a conversar
con sus autoridades. Ni a efectuar los trámites de la inscripción
personalmente. Quienes levantaron las banderas de la «agilización», la «transparencia»
y la «despapelización» crearon un sistema que colapsó el día de su inauguración;
que desconoció las escuelas elegidas por los padres; que, por ejemplo, pasó por
alto que los inscritos en un establecimiento tenían hermanos en el mismo, o provenían
del jardín de infantes de al lado, o vivían en las cercanías; que dejó a diecisiete
mil niños sin una vacante; y que tuvo que volver a la atención personalizada para
resolver los problemas suscitados por el abandono de esa forma de atención. Ahora,
los «genios» que generaron esta situación pretenden que los chicos estén
encerrados en «contenedores». Pretenden que los padres consideren que dichos
«contenedores» son aulas normales. Y pretenden que la sociedad porteña les agradezca
los servicios prestados. Por lo visto, la dignidad de los niños y de los
docentes no vale mucho: tan sólo el costo de un «contenedor».
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