sábado, 8 de febrero de 2014

El costo de un contenedor por Elías Quinteros

EL COSTO DE UN «CONTENEDOR»

Elías Quinteros

Les advirtieron que no lo hiciesen. Y, además, les explicaron por qué. Pero, ellos no escucharon las advertencias ni las explicaciones. Y, si las escucharon, no las entendieron. Y, si las entendieron, no las tomaron en serio. Sin descender del pedestal de su soberbia, consideraron que las críticas eran infundadas y malintencionadas. Y, como los rinocerontes, avanzaron sin detenerse por nada. Incluso, consiguieron la venia de la justicia: una justicia que, en algunas ocasiones, no es capaz de ver a unos metros de distancia. Acorde con lo previsto, los resultados confirmaron los vaticinios más funestos. Y, a raíz de esto, miles de chicos quedaron sin la posibilidad de estudiar en las escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires. Evidentemente, a esta altura de los hechos, nadie puede decir que la inscripción «on line» fue un éxito. Y nadie puede decir eso porque el «desastre» generado por su aplicación es tan grande que ningún funcionario porteño puede ocultarlo, disimularlo o defenderlo con una cuota de dignidad. De un modo increíble, miles de criaturas quedaron afuera del sistema educativo aunque la Constitución Nacional, los tratados internacionales que fueron incorporados a ella y la Constitución de la Ciudad definan a la educación como un derecho y confíen al Estado la misión de asegurar su plena vigencia.

Llamativamente, alguien caracterizó al área educativa de la ciudad como una mezcla de impunidad y perversión. Y, al analizar con detenimiento todo lo sucedido, debemos concluir que esa caracterización no resulta exagerada. La circunstancia de jugar con la educación de los niños olvidando que ellos deben ser los «únicos privilegiados» de la sociedad no tiene perdón. Y la circunstancia de colocar a los padres de esos niños al borde de la desesperación carece de una justificación que sea razonable. Aquí, no sólo se cercenó el derecho a la educación. También se coartó el derecho a optar por la educación pública, en lugar de hacerlo por la educación privada. Con la excusa de propender a la modernización de la metodología utilizada para la inscripción de los chicos, se destruyó el orden que existía: un orden que, más allá de sus aspectos cuestionables, cumplía con sus finalidades. En otras palabras, se abrió la caja de Pandora. Se introdujo el caos. Y, en definitiva, se creó un problema de dimensiones inmanejables.

De una manera intempestiva, se sustituyó el trámite tradicional. Y no se hizo eso para convertir a dicho trámite en algo moderno, rápido y cómodo. Por el contrario, se procedió así para despersonalizarlo o, dicho de otra forma, para transformarlo en una realidad distante, árida y fría: propósito que no provoca ninguna sorpresa porque las personas que no son vistas como tales por el Ministerio de Educación de la Ciudad no merecen ser atendidas por seres de carne y hueso. En más de un ámbito público o privado, el empleo de un teléfono o de una computadora para la realización de una diligencia no sustituye la atención personal, sino que aparece como una opción que está al alcance de los individuos que prefieren usar tales medios por una cuestión de comodidad. Mas, los padres de los chicos que pretenden estudiar en los establecimientos públicos de la ciudad son ciudadanos de segunda categoría. Y, por ello, no merecen tener dicha opción. A diferencia de los que envían a sus hijos a establecimientos privados, desde la implementación de la nueva metodología, no tienen derecho a concurrir a una escuela. Ni a conversar con sus autoridades. Ni a efectuar los trámites de la inscripción personalmente. Quienes levantaron las banderas de la «agilización», la «transparencia» y la «despapelización» crearon un sistema que colapsó el día de su inauguración; que desconoció las escuelas elegidas por los padres; que, por ejemplo, pasó por alto que los inscritos en un establecimiento tenían hermanos en el mismo, o provenían del jardín de infantes de al lado, o vivían en las cercanías; que dejó a diecisiete mil niños sin una vacante; y que tuvo que volver a la atención personalizada para resolver los problemas suscitados por el abandono de esa forma de atención. Ahora, los «genios» que generaron esta situación pretenden que los chicos estén encerrados en «contenedores». Pretenden que los padres consideren que dichos «contenedores» son aulas normales. Y pretenden que la sociedad porteña les agradezca los servicios prestados. Por lo visto, la dignidad de los niños y de los docentes no vale mucho: tan sólo el costo de un «contenedor».

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