EL
COSTO DE UN «CONTENEDOR»
Elías Quinteros
Llamativamente,
alguien caracterizó al área educativa de la ciudad como una mezcla de impunidad
y perversión. Y, al analizar con detenimiento todo lo sucedido, debemos
concluir que esa caracterización no resulta exagerada. La circunstancia de
jugar con la educación de los niños olvidando que ellos deben ser los «únicos
privilegiados» de la sociedad no tiene perdón. Y la circunstancia de colocar a
los padres de esos niños al borde de la desesperación carece de una
justificación que sea razonable. Aquí, no sólo se cercenó el derecho a la
educación. También se coartó el derecho a optar por la educación pública, en
lugar de hacerlo por la educación privada. Con la excusa de propender a la
modernización de la metodología utilizada para la inscripción de los chicos, se
destruyó el orden que existía: un orden que, más allá de sus aspectos cuestionables,
cumplía con sus finalidades. En otras palabras, se abrió la caja de Pandora. Se
introdujo el caos. Y, en definitiva, se creó un problema de dimensiones inmanejables.
De una manera intempestiva,
se sustituyó el trámite tradicional. Y no se hizo eso para convertir a dicho
trámite en algo moderno, rápido y cómodo. Por el contrario, se procedió así
para despersonalizarlo o, dicho de otra forma, para transformarlo en una
realidad distante, árida y fría: propósito que no provoca ninguna sorpresa
porque las personas que no son vistas como tales por el Ministerio de Educación
de la Ciudad
no merecen ser atendidas por seres de carne y hueso. En más de un ámbito
público o privado, el empleo de un teléfono o de una computadora para la realización
de una diligencia no sustituye la atención personal, sino que aparece como una
opción que está al alcance de los individuos que prefieren usar tales medios
por una cuestión de comodidad. Mas, los padres de los chicos que pretenden
estudiar en los establecimientos públicos de la ciudad son ciudadanos de
segunda categoría. Y, por ello, no merecen tener dicha opción. A diferencia de
los que envían a sus hijos a establecimientos privados, desde la implementación
de la nueva metodología, no tienen derecho a concurrir a una escuela. Ni a conversar
con sus autoridades. Ni a efectuar los trámites de la inscripción
personalmente. Quienes levantaron las banderas de la «agilización», la «transparencia»
y la «despapelización» crearon un sistema que colapsó el día de su inauguración;
que desconoció las escuelas elegidas por los padres; que, por ejemplo, pasó por
alto que los inscritos en un establecimiento tenían hermanos en el mismo, o provenían
del jardín de infantes de al lado, o vivían en las cercanías; que dejó a diecisiete
mil niños sin una vacante; y que tuvo que volver a la atención personalizada para
resolver los problemas suscitados por el abandono de esa forma de atención. Ahora,
los «genios» que generaron esta situación pretenden que los chicos estén
encerrados en «contenedores». Pretenden que los padres consideren que dichos
«contenedores» son aulas normales. Y pretenden que la sociedad porteña les agradezca
los servicios prestados. Por lo visto, la dignidad de los niños y de los
docentes no vale mucho: tan sólo el costo de un «contenedor».
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