LOS
PEDAZOS DE COLON
Elías Quinteros
Hace un tiempo, al
pasar por detrás de la Casa Rosada
en un colectivo de la línea «152», un hombre de aspecto severo y, por
instantes, marcial, observó el monumento que recuerda a Cristóbal Colón. Comprobó
los efectos de su desmantelamiento con una expresión de desagrado. Y, de
improviso, sacó su cabeza por la ventanilla que se hallaba a su lado y gritó
con la totalidad de su fuerza: «¡Cristina! ¡Hija de p…! ¡Mirá lo que hiciste
con el monumento!». Evidentemente, ese «señor» no estaba bien. Después de todo,
ninguna persona procede así, a menos que odie a la presidenta con una
intensidad tan grande que necesite desahogarse de esa manera, en un transporte
público. Tal hecho, que no merece comentarios serios sino risueños, me impulsó
a pensar en el monumento que evoca al navegante genovés y, por extensión, en
los monumentos, en las estatuas y en los edificios que existen en la zona céntrica
de la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires. A raíz de esto, comprobé que el hombre que quedó en la
historia como el descubridor de América, aunque los pueblos asiáticos y los vikingos
hubiesen llegado a estas tierras antes que sus carabelas, no miraba hacia el
continente americano sino hacia el continente europeo, es decir, hacia la
tierra de la «civilización». A diferencia de este marino, Juan de Garay (el
fundador de la ciudad), no mira hacia el Océano Atlántico, sino hacia el
interior del país y, por ello, hacia la «América profunda», aunque esto no
modifique su carácter de conquistador. Al otro lado de la Plaza de Mayo, Julio
Argentino Roca, altivo sobre su caballo, avanza por la diagonal que tiene su
nombre, desde el sur (escenario de la «Conquista del Desierto» y del genocidio
de los pueblos aborígenes que habitaban la «pampa»), hacia el norte (lugar del
despacho presidencial), para consolidar el modelo económico y social de una
Argentina probritánica y agroexportadora. Pero, delante de la Casa de Gobierno, a metros de
su entrada, Manuel Belgrano, tras montar su corcel y levantar su bandera, se
interpone entre el general tucumano y el edificio histórico de la Casa, tratando de impedir que
el proyecto roquista se imponga sobre el morenista: un proyecto estatista que
(al procurar el fomento de la industria local, la protección de la competencia
extranjera, la expansión del mercado interno y, en definitiva, el desarrollo de
un capitalismo autónomo), anticipaba en más de un sentido el proyecto del
peronismo.
Dentro de la plaza,
la Pirámide
de Mayo (símbolo de la libertad), está aprisionada por un cerco de hierro que
fue colocado a su alrededor, para que nadie se acerque a ella. Y fuera de ese
espacio histórico que distingue a la ciudad y que, por eso, aparece en más de
una postal, hallamos tres edificios que simbolizan el poder político (la Casa de Gobierno, que
corresponde a la sede del Poder Ejecutivo Nacional, el Palacio de Gobierno de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, que corresponde a la sede del Poder Ejecutivo Porteño, y el
Cabildo, que corresponde a la sede del antiguo Ayuntamiento); tres edificios
que simbolizan el poder económico (la sede central del Banco de la Nación Argentina,
el Ministerio de Economía y Finanzas Públicas y la Administración Federal
de Ingresos Públicos); y un edificio que simboliza el poder religioso (la Catedral). Al observar el
panorama, desde alguno de los asientos que posibilitan el descanso de los
peatones, cualquiera comprende que el diálogo que se produjo el 17 de octubre
de 1945, entre el coronel Juan Domingo Perón y los sectores del pueblo que
consiguieron su liberación, constituyó una realidad histórica porque alguien
levantó la Casa
de Gobierno (y, por ende, construyó el famoso balcón), y porque alguien demolió
la Recova (y,
en consecuencia, permitió la unificación de los dos espacios que existían a
cada lado de la misma). Asimismo, desde los citados asientos, cualquiera advierte
que el Cabildo (escenario de las deliberaciones del 22 de mayo de 1810 que perdió
tres arcos de un lado para permitir el trazado de la Avenida de Mayo y tres arcos del otro para permitir
el trazado de la Diagonal Sur), encarna la derrota de los ideales de la Revolución de Mayo frente
a los intereses del «progreso y, en consecuencia, de la «civilización».
Buenos Aires, por
la particularidad de su ubicación, es una ciudad costera. Esto es innegable.
Pero, es una ciudad costera que avanzó sobre el río como si fuese una ciudad de
Holanda (un país que no tiene un territorio extenso), y que canalizó los arroyos
que desembocan en el mismo (una decisión que transforma a las avenidas y a las calles
en canales venecianos cada vez que la población padece los efectos de un
temporal). Esta circunstancia (la expansión del ejido urbano sobre el agua,
mediante el ardid de volcar toneladas de tierra sobre el lecho del Río de la Plata), trasluce la intención,
consciente o no, de alejarse de la «pampa» (cuna de la «barbarie»), y de aproximarse
a Europa (cuna de la «civilización»), por parte de una oligarquía que
transformó a los paisajes porteños en una copia de los paisajes londinenses,
madrileños, parisinos, berlineses y romanos. Como consecuencia de esa actitud, borramos
las huellas de la naturaleza y del pasado «colonial». Circundamos las barrancas
o, mejor dicho, lo que queda de ellas en el Parque Lezama, el «Bajo», la
Plaza San Martín, la Plaza Mitre y, por supuesto, la Plaza Barrancas de Belgrano,
con edificaciones que las distanciaron del río. Desaprovechamos la oportunidad
de tener una costanera como la montevideana. Y, finalmente, levantamos un
conjunto de rascacielos en la zona de Retiro y en la zona de Puerto Madero, en
el borde mismo de la ciudad, para que los individuos que los ocupan como
propietarios o inquilinos puedan ver más lejos: algo que les permite vislumbrar
las capitales europeas o la capital estadounidense, a través de las brumas del
horizonte. En otras palabras, reproducimos y multiplicamos el monumento que
homenajea a Cristóbal Colón. Pero, lo hicimos con las proporciones del Coloso
de Rodas.
De una manera casual
y, quizás, caprichosa, la percepción de ese monumento (un monumento
desmantelado y, por ello, convertido en un conjunto de pedazos que yacen sobre
el suelo), me impulsa a pensar en otros desmantelamientos que se están
produciendo aquí, poco a poco, de una manera progresiva e inexorable, como el de
la visión «eurocéntrica» de la realidad nacional, el de la concepción «sarmientina»
que explica la historia con la fórmula «civilización» y «barbarie», y el de la vigencia
imbatible de la «historia oficial» o «historia mitrista». Al igual que el
monumento aludido, estas construcciones conceptuales pierden día a día, partes fundamentales
de su estructura, por obra de la multiplicación y el fortalecimiento de las
interpretaciones «revisionistas» del pasado. Desde este punto de vista, los
pedazos de Colón son como los pedazos de esas construcciones que fueron creadas
para posibilitar la dominación cultural del país. Y la sustitución de los
mismos por una estatua que ensalce a Juana Azurduy constituye el triunfo
simbólico de una visión ideológica que destaca la perspectiva nacional y
latinoamericana, la caracterización de los pueblos como sujetos de la historia y
la participación de la mujer en el campo de lo social y lo político, entre
otras cuestiones. En verdad, muchos de los que vierten su llanto por el retiro de
un monumento de una belleza innegable (que no fue restaurado en ningún momento a
pesar de su estado avanzado de deterioro), intuyen que su reemplazo por uno que
esté dedicado a la heroína del Alto Perú es una derrota más para ellos, como la
que sufrieron cuando el «Día de la
Raza» (12 de octubre), fue transformado por Cristina Fernández,
en el «Día del Respeto a la Diversidad
Cultural».
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