sábado, 12 de abril de 2014

La parte visible del tempano por Elías Quinteros


LA PARTE VISIBLE DEL TEMPANO

Elías Quinteros

Tratar de establecer si el paro declarado por Hugo Moyano y por sus aliados circunstanciales, en un momento de iluminación divina que prescindió de la opinión de las mayorías, estuvo motivado por fines políticos o por fines sindicales, no tiene sentido porque todo paro, más allá del reclamo sindical que lo impulsa, es político. Por lo tanto, en lugar de discutir respecto de algo que resulta obvio, debemos analizar desde una perspectiva política, si el paro en cuestión fue razonable o no. En principio, el paro no fue un paro general, es decir, un paro realizado por el universo de las organizaciones sindicales del país. Por el contrario, fue una medida adoptada por un grupo de sindicatos que —aunque tengan la pretensión y, a la vez, la ilusión de ser considerados como los integrantes de tres confederaciones generales—, sólo representan a una parte de los trabajadores. Innegablemente, quien controla el transporte puede impedir o dificultar en grado extremo el funcionamiento normal de la sociedad. Pero, quien tiene tal poder no debe interpretar que la deserción laboral implicó una adhesión a la medida decretada. A todas luces, el paro fue contra el gobierno y, en particular, contra un gobierno democrático que no se caracteriza por tomar decisiones que perjudican a los obreros, con el fin evidente de debilitarlo. Por ello, sus responsables no se diferenciaron de los que especularon con la cotización del dólar hace un tiempo, ni de los que forzaron la devaluación del peso, ni de los que elevaron el nivel de los precios, ni de los que justificaron los linchamientos que se produjeron en los últimos días. De una manera irrebatible, tomaron la posta de los que no pudieron doblegar a Cristina Fernández con los votos, ni con las campañas mediáticas, ni con los cacerolazos, ni con los movimientos financieros que trataron de generar más de una «corrida».

¿Podemos decir que todos los involucrados tienen algo en común? Por supuesto. Todos están en contra del gobierno nacional por una razón u otra. Y todos, sin excepción, son despreciados por muchos de los que se benefician con su accionar. Al fin y al cabo, quien piensa que un sindicalista es un bruto, un patotero y un delincuente que habla mal, roba bien y altera la vida de la gente «normal» con paros y movilizaciones, no siente que el camionero Hugo Moyano, el gastronómico Luis Barrionuevo y el estatal Pablo Micheli, constituyan la excepción. Asimismo, quien piensa que un militante de la izquierda es un vago, un revoltoso y un indeseable que oculta su rostro, agrede a la policía, atenta contra la propiedad y altera la vida de la gente «normal» con piquetes y protestas, no cree que los representantes del Partido Obrero, el Partido de los Trabajadores Socialistas, la Izquierda Socialista, el Movimiento Barrios de Pie y la Corriente Clasista y Combativa, sean diferentes. En otras palabras, los consideran un mal necesario: un mal que puede tener éxito en donde ellos fracasaron. Por ende, ver a sindicalistas y a militantes de la izquierda favoreciendo los intereses de los que convirtieron a los argentinos en trabajadores precarizados o, directamente, en desocupados, llena de desconcierto y espanto. Acaso, ¿el deseo o la necesidad de golpear a un gobierno para demostrar que existen y que son fuertes justifica la entrega de sus banderas más preciadas? Sin duda, no estamos ante los defensores de la clase trabajadora, ni ante los defensores del proletariado.

Ayer, asistimos a la consumación de un acto muy ilustrativo. Y gracias al mismo, percibimos con nitidez que unos pocos pueden condicionar la vida de muchos, durante unas horas. Esa exhibición de fuerza que, paradójicamente, exteriorizó lo contrario, dejó al desnudo la soledad de los que suponen que pueden imponer su voluntad de un modo caprichoso y autoritario a la totalidad de un país. Quienes atesoran tal suposición pueden estar satisfechos. Cumplieron su objetivo. Y lo cumplieron con plenitud. Coartaron la libertad de millones de personas, de millones de personas que no pudieron ejercer su derecho a transitar, ni su derecho a trabajar, ni su derecho a estudiar, ni su derecho a hacer todo lo que no está prohibido por la ley. Seguramente, recibieron más de una felicitación. Después de todo, más de uno espera que Cristina Fernández no termine su mandato o que no lo termine con la fortaleza necesaria para evitar un triunfo de la oposición o de una línea del peronismo que no constituya una prolongación de su gestión. Por esa razón, no debemos quedarnos con la imagen de la parte visible del témpano. El peligro no está en unos exponentes del sindicalismo o de la izquierda que disputan una cuota de poder. Tampoco está en los que los apoyan en forma abierta y pública. El peligro radica en los que esquivan la luz del día; en los que se esconden en las sombras; en los que se ocultan detrás de Mauricio Macri, Sergio Massa o Hermes Binner; e, incluso, en algunos de los que merodean a Cristina Fernández.

Nada está asegurado. Todo lo ganado desde el año 2003, por obra de la administración kirchnerista, puede padecer algún tipo de menoscabo. Pero, también puede adquirir una solidez mayor si lo defendemos en la forma adecuada. Ese es el desafío. Quienes están detrás de los Moyanos, los Barrionuevos y los Michelis o, expresado de otra manera, quienes configuran la parte del témpano que se encuentra debajo del agua, lo saben. El paro de ayer no fue más que eso: un paro. Y el éxito relativo del mismo fue el resultado de dos hechos puntuales: la interrupción del transporte público por parte de un sindicalismo que decidió servir a los poderes concentrados, y la realización de piquetes por parte de una izquierda que decidió favorecer al sindicalismo opositor. Acertadamente, Jorge Capitanich, el Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación, definió a la medida de fuerza como «un gran piquete nacional con paro de transporte». Y, al definirla así, le otorgó su dimensión exacta. Aunque sus promotores pretendan demostrar lo opuesto, el paro no estuvo a la altura de las acciones sindicales que acontecieron durante las presidencias de Ricardo Alfonsín, Carlos Menem o Fernando de la Rúa. No tuvo la magnitud, ni la legitimidad, ni la épica, de esas epopeyas que ennoblecieron la historia del sindicalismo argentino. Con toda franqueza, fue la acción de un grupo de personajes devaluados, de personajes que buscan con desesperación un lugar bajo el sol y que no pueden disimular la incomodidad que lo embarga cada vez que la necesidad los obliga a aparecer en público, como algo compacto y coherente.

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