LA PARTE VISIBLE DEL
TEMPANO
Elías Quinteros
Tratar de establecer si el paro declarado
por Hugo Moyano y por sus aliados circunstanciales, en un momento de
iluminación divina que prescindió de la opinión de las mayorías, estuvo
motivado por fines políticos o por fines sindicales, no tiene sentido porque
todo paro, más allá del reclamo sindical que lo impulsa, es político. Por lo
tanto, en lugar de discutir respecto de algo que resulta obvio, debemos
analizar desde una perspectiva política, si el paro en cuestión fue razonable o
no. En principio, el paro no fue un paro general, es decir, un paro realizado
por el universo de las organizaciones sindicales del país. Por el contrario,
fue una medida adoptada por un grupo de sindicatos que —aunque tengan la pretensión
y, a la vez, la ilusión de ser considerados como los integrantes de tres
confederaciones generales—, sólo representan a una parte de los trabajadores.
Innegablemente, quien controla el transporte puede impedir o dificultar en
grado extremo el funcionamiento normal de la sociedad. Pero, quien tiene tal
poder no debe interpretar que la deserción laboral implicó una adhesión a la
medida decretada. A todas luces, el paro fue contra el gobierno y, en particular,
contra un gobierno democrático que no se caracteriza por tomar decisiones que
perjudican a los obreros, con el fin evidente de debilitarlo. Por ello, sus
responsables no se diferenciaron de los que especularon con la cotización del
dólar hace un tiempo, ni de los que forzaron la devaluación del peso, ni de los
que elevaron el nivel de los precios, ni de los que justificaron los linchamientos
que se produjeron en los últimos días. De una manera irrebatible, tomaron la
posta de los que no pudieron doblegar a Cristina Fernández con los votos, ni
con las campañas mediáticas, ni con los cacerolazos, ni con los movimientos
financieros que trataron de generar más de una «corrida».
¿Podemos decir que todos los involucrados
tienen algo en común? Por supuesto. Todos están en contra del gobierno nacional
por una razón u otra. Y todos, sin excepción, son despreciados por muchos de
los que se benefician con su accionar. Al fin y al cabo, quien piensa que un
sindicalista es un bruto, un patotero y un delincuente que habla mal, roba bien
y altera la vida de la gente «normal» con paros y movilizaciones, no siente que
el camionero Hugo Moyano, el gastronómico Luis Barrionuevo y el estatal Pablo
Micheli, constituyan la excepción. Asimismo, quien piensa que un militante de
la izquierda es un vago, un revoltoso y un indeseable que oculta su rostro,
agrede a la policía, atenta contra la propiedad y altera la vida de la gente
«normal» con piquetes y protestas, no cree que los representantes del Partido
Obrero, el Partido de los Trabajadores Socialistas, la Izquierda Socialista,
el Movimiento Barrios de Pie y la Corriente Clasista y Combativa, sean diferentes. En
otras palabras, los consideran un mal necesario: un mal que puede tener éxito
en donde ellos fracasaron. Por ende, ver a sindicalistas y a militantes de la
izquierda favoreciendo los intereses de los que convirtieron a los argentinos
en trabajadores precarizados o, directamente, en desocupados, llena de
desconcierto y espanto. Acaso, ¿el deseo o la necesidad de golpear a un
gobierno para demostrar que existen y que son fuertes justifica la entrega de
sus banderas más preciadas? Sin duda, no estamos ante los defensores de la
clase trabajadora, ni ante los defensores del proletariado.
Ayer, asistimos a la consumación de un
acto muy ilustrativo. Y gracias al mismo, percibimos con nitidez que unos pocos
pueden condicionar la vida de muchos, durante unas horas. Esa exhibición de
fuerza que, paradójicamente, exteriorizó lo contrario, dejó al desnudo la
soledad de los que suponen que pueden imponer su voluntad de un modo caprichoso
y autoritario a la totalidad de un país. Quienes atesoran tal suposición pueden
estar satisfechos. Cumplieron su objetivo. Y lo cumplieron con plenitud.
Coartaron la libertad de millones de personas, de millones de personas que no
pudieron ejercer su derecho a transitar, ni su derecho a trabajar, ni su
derecho a estudiar, ni su derecho a hacer todo lo que no está prohibido por la
ley. Seguramente, recibieron más de una felicitación. Después de todo, más de
uno espera que Cristina Fernández no termine su mandato o que no lo termine con
la fortaleza necesaria para evitar un triunfo de la oposición o de una línea
del peronismo que no constituya una prolongación de su gestión. Por esa razón,
no debemos quedarnos con la imagen de la parte visible del témpano. El peligro
no está en unos exponentes del sindicalismo o de la izquierda que disputan una
cuota de poder. Tampoco está en los que los apoyan en forma abierta y pública. El
peligro radica en los que esquivan la luz del día; en los que se esconden en
las sombras; en los que se ocultan detrás de Mauricio Macri, Sergio Massa o
Hermes Binner; e, incluso, en algunos de los que merodean a Cristina Fernández.
Nada está asegurado. Todo lo ganado desde
el año 2003, por obra de la administración kirchnerista, puede padecer algún
tipo de menoscabo. Pero, también puede adquirir una solidez mayor si lo
defendemos en la forma adecuada. Ese es el desafío. Quienes están detrás de los
Moyanos, los Barrionuevos y los Michelis o, expresado de otra manera, quienes
configuran la parte del témpano que se encuentra debajo del agua, lo saben. El
paro de ayer no fue más que eso: un paro. Y el éxito relativo del mismo fue el
resultado de dos hechos puntuales: la interrupción del transporte público por
parte de un sindicalismo que decidió servir a los poderes concentrados, y la
realización de piquetes por parte de una izquierda que decidió favorecer al
sindicalismo opositor. Acertadamente, Jorge Capitanich, el Jefe de Gabinete de
Ministros de la Nación,
definió a la medida de fuerza como «un gran piquete nacional con paro de
transporte». Y, al definirla así, le otorgó su dimensión exacta. Aunque sus
promotores pretendan demostrar lo opuesto, el paro no estuvo a la altura de las
acciones sindicales que acontecieron durante las presidencias de Ricardo
Alfonsín, Carlos Menem o Fernando de la Rúa. No tuvo la magnitud, ni la legitimidad, ni
la épica, de esas epopeyas que ennoblecieron la historia del sindicalismo
argentino. Con toda franqueza, fue la acción de un grupo de personajes devaluados,
de personajes que buscan con desesperación un lugar bajo el sol y que no pueden
disimular la incomodidad que lo embarga cada vez que la necesidad los obliga a
aparecer en público, como algo compacto y coherente.
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