SOBRE RIELES
Elías Quinteros
El tren es uno de los inventos que representan
a la revolución industrial, al progreso y a la civilización europea. Su
aparición redujo las distancias. Su desarrollo modificó el paisaje. Y su
consolidación afianzó el capitalismo. Para que constituyese una realidad, los
hombres arrancaron el hierro y el carbón de las profundidades de la tierra.
Preservaron el fuego de las fundiciones como si fuese un tesoro sagrado.
Atravesaron la naturaleza con rieles de metal y durmientes de madera. Y, cuando
fue necesario, levantaron terraplenes. Abrieron brechas en los bosques.
Construyeron puentes sobre ríos y precipicios. Perforaron montañas. Y excavaron
cornisas. Ningún clima los detuvo. Ni el de los desiertos. Ni el de las selvas.
Ni el de las estepas. Con esfuerzo y paciencia, pusieron estaciones, tanques de
agua, talleres y playas de maniobras en cada lugar que era importante para
ellos. Tendieron cables telegráficos junto a las vías. Enlazaron poblaciones
que, en más de un caso, estaban aisladas total o parcialmente. Y originaron
otras. Durante mucho tiempo, el hecho de ser un ingeniero ferroviario, un jefe
de estación o un conductor de locomotoras, configuró un motivo de prestigio social.
Y, durante mucho tiempo también, la circunstancia de ver el paso de una formación
ejerció un encanto particular sobre los observadores de la misma. Pero, un día,
eso cambió. El tren dejó de ser un medio de transporte mágico, cómodo y barato
que conducía a las personas hasta el sitio en donde vivían, estudiaban, trabajaban
o vacacionaban, para convertirse en un medio decadente, ineficaz e inseguro que,
en muchas ocasiones, las trasladaba hasta el sitio en donde eran curadas o
enterradas. Y esto, ¿por qué fue así? La respuesta, aunque anhelemos lo contrario,
no es sencilla.
Con relación a esto último, podemos hablar de
los concesionarios, es decir, de los empresarios que administraron las líneas ferroviarias,
que priorizaron el lucro en concordancia con los mandamientos del
neoliberalismo y que, por lo tanto, no invirtieron lo suficiente para garantizar
el mantenimiento y el funcionamiento adecuado de la infraestructura que estuvo
a su cargo. Podemos hablar de los funcionarios que no controlaron las acciones
y las omisiones de dichos concesionarios como consecuencia de una conducta
negligente o dolosa. Podemos hablar de los sindicalistas que consintieron o
apoyaron una forma de gestión empresarial que produjo el deterioro y la inutilización
del material rodante, el cierre de estaciones y ramales, el despido de trabajadores
y la precarización de las condiciones laborales de los que sobrevivieron a los
procesos de «racionalización» y de los que accedieron a la categoría de «tercerizados».
Podemos hablar del personal que no cuidó la calidad del servicio. Y podemos
hablar de los pasajeros que contribuyeron a su empeoramiento al arrojar la basura
sobre el piso de las formaciones, al escribir las paredes de las mismas, al
poner los pies sobre los asientos, al romper los vidrios de las ventanillas, al
robar las luces, etc. Todos aportaron lo suyo. Todos hicieron su parte. Poco a
poco, la imagen de los trenes —una imagen asociada a las casitas de los barrios
ingleses, a los textos de Raúl Scalabrini Ortiz, a las estatizaciones del
peronismo, a los viajes de la época veraniega y a los juguetes de la niñez que
reproducían o trataban de reproducir el aspecto de las locomotoras y los
vagones—, adquirió un aspecto grisáceo y, por momentos, sombrío.
Esta apreciación no trasluce una actitud
desmedida. Quienes utilizaban el tren con frecuencia —además de aguardar con
paciencia la llegada de las formaciones, aceptar con estoicismo la interrupción
del servicio y viajar con incomodidad en un transporte que los obligaba a estar,
en muchos casos, parados, apretados, transpirados y sofocados—, aprendieron a coexistir
con individuos que tenían la costumbre de incendiar los vagones (como los que procedieron
de esa manera en mayo de 2005, en la estación de Castelar; en noviembre de
2005, en la estación de Haedo; en junio de 2007, en la estación de Tempeley; en
septiembre de 2008, en la estación de Merlo; en enero de 2011, en la estación
de Gerli; y en mayo de 2011, en la estación de Ciudadela, en la estación de
Ramos Mejía y, nuevamente, en la estación de Haedo); o la costumbre de destrozar
las instalaciones ferroviarias (como los que actuaron así en agosto de 2003, en
la estación de Once; en noviembre de 2005, en la estación de Haedo; en enero de
2007, en la estación de Mar del Plata; en septiembre de 2008, en la estación de
Castelar; y en diciembre de 2010, en la estación de Constitución). Gracias a
ellos, de tanto en tanto, la experiencia de viajar en un tren apareció
vinculada a un escenario de terror y angustia indescriptibles: protestas; gritos;
enfrentamientos; corridas; piedras, fragmentos de vidrios y restos de basura que
quedaban sobre el suelo; máquinas expendedoras de boletos, puestos callejeros,
comercios y vehículos que exhibían las huellas de los saqueadores que los habían
convertido en los destinatarios de su accionar delictivo; olores que atestiguaban
la quema reciente de objetos; columnas de humo negro que otorgaban al día el
aspecto de una noche; sonidos que denotaban la presencia de autobombas,
ambulancias y patrulleros; y, en medio de todo, activistas políticos, personas
descontroladas y delincuentes sociales o comunes que se confundían en una masa
informe que no permitía distinguirlos con claridad.
Mas, el relato no concluye aquí. A veces, las
fallas técnicas o las acciones humanas acentuaban las pinceladas de este cuadro.
Y, cuando eso sucedía, las formaciones arrollaban colectivos (como en agosto de
2011, en las cercanías de la estación de Turner; o en septiembre de 2011, en la
estación de Flores); o atropellaban micros escolares (como en noviembre de
2011, en las cercanías de la localidad de las Zanjitas); o chocaban contra
otras formaciones (como en diciembre de 2010, en la zona de los bosques de
Palermo; en febrero de 2011, en las cercanías de la estación de San Miguel; en
abril de 2011, en las cercanías de la localidad de Lezama; en diciembre de
2011, en la estación de Temperley; y en junio de 2013, en la estación de
Castelar); o embestían los paragolpes que están al final de los rieles (como en
febrero de 2012, en la estación de Once); o subían a las plataformas (como en
octubre de 2013, en la misma estación). Obviamente, tales hechos no resultaban gratuitos.
Como consecuencia de ellos, algunas personas encontraban la muerte entre los
hierros retorcidos y aplastados que habían conformado un medio de transporte. Otras
teníen un destino similar en los hospitales que las habían recibido con la
intención de salvarlas. Otras no llegaban hasta tal extremo. Sin embargo, quedaban
con secuelas físicas o psíquicas, temporales o permanentes. Y otras —tras efectuar
una visita a una guardia médica, un quirófano, una sala de internación y, en el
peor de los casos, una morgue—, comprendían que tenían que continuar viviendo a
pesar de la muerte o de la incapacidad sobreviviente de un ser querido.
Una parte del periodismo —la que cultiva el sensacionalismo
y, por ende, gusta de los titulares catastróficos, de las fotografías y las filmaciones
que chorrean sangre, y de las entrevistas a heridos que están acostados en
camillas y a individuos desesperados que tratan de averiguar la suerte de un
pariente o un amigo—, presentaba al ferrocarril como una forma de transporte
público que conducía a las personas, por un precio módico, hasta un hospital o
hasta un cementerio. Dicha caracterización —que tenía, para alegría de muchos
opositores, algunos aspectos verdaderos—, desnudaba uno de los costados débiles
de la gestión gubernamental. Pero, también originaba una serie de cuestionamientos
que no eran justos, ni serios. Aunque algunos se resistían a admitirlo, el
estado de la red ferroviaria era una consecuencia directa de las prácticas
neoliberales que habían estado de moda en la década del noventa y que habían
tenido como estandarte a la frase presidencial que decía: «ramal que para ramal
que cierra». Cuando el espíritu de ese liberalismo extremo, despersonalizado e
insensible, se expandió como una mancha de aceite, sobre una sociedad que lo
absorvió como una esponja, el desmantelamiento del sistema ferroviario dio
inicio. Lo que no fue vendido a precio vil fue robado. Y lo que no fue robado fue
abandonado para que el tiempo y la herrumbre lo convirtiesen en algo inservible.
Más de un tren dejó de funcionar. Más de una estación se transformó en una
ruina. Y más de un pueblo comenzó una agonía lenta y dolorosa. La finalidad del
ferrocarril ya no consistió en cumplir una función social, sino en constituir
un instrumento lucrativo. El tren no estaba para cubrir los destinos que
generaban pérdidas, ni para prestar los servicios que correspondían a los
omnibus y los camiones. La actividad ferroviaria era un negocio. Y, en aras de
ese negocio, todo resultaba intrascendente. Todo resultaba superfluo. Todo
resultaba sacrificable. A los concesionarios sólo les importaba el dinero. Ninguno
de ellos experimenaba un sentimiento de culpa cuando alguien perdía su empleo,
cuando alguien dejaba de viajar porque no podía pagar el pasaje de un micro o
cuando alguien bajaba la persiana de su comercio porque no podía solvertar el
costo de los fletes. El mundo era así. Bajo el reinado del «mercado», las
condiciones de la «gente» que viajaba en un vagón igualaban a las condiciones
del ganado que viajaba en un camión jaula.
En más de una oportunidad, Cristina Fernández
dijo que Néstor Kirchner había recibido la herencia de los presidentes
anteriores «sin beneficio de inventario»: una situación que lo había obligado a
enfrentar una serie de problemas gravísimos, a priorizar la resolución de los
que aparecían como urgentes y a determinar esta cuestión de acuerdo a las
circunstancias del momento. Sin duda, el transporte ferroviario, en tanto
asunto conflictivo, figuraba en la lista de los temas heredados que no habían tenido
una solución o, mejor dicho, que no habían tenido una solución total y
satisfactoriamente. Al respecto, algunos afirmaban que el kirchnerismo no le había
otorgado la preeminencia que merecía. O manifestaban que no lo había encarado
de un modo adecuado. O expresaban que no lo había puesto a cargo de los
funcionarios más capaces. Todo era opinable. Todo era debatible. Y, quizás,
cada crítica tenía algo de verdad. No obstante, eso no justificaba a los que
sostenían que Néstor Kirchner y Cristina Fernández nunca se habían preocupado
por el estado de los trenes.
Progresivamente, el Estado incrementó su injerencia
en las cuestiones relativas al transporte ferroviario de pasajeros y al
transporte ferroviario de carga. Rescindió la mayoría de las concesiones.
Aumentó los controles. Y emprendió la renovación de una parte de la
infraestructura existente (vías, señales, pasos a nivel, estaciones, material
rodante, etc.). A tono con esto, el 23 de abril, en la estación de Sáenz Peña, Cristina
Fernández resaltó la trascendencia de la adquisición de veinticuatro
locomotoras y ciento sesenta coches que fueron construidos en China, por una
empresa estatal. Iinnegablemente, tal medida no es suficiente. Pero, debemos
tener en cuenta que el abandono y el saqueo fueron tan prolongados y tan devastadores
que vamos a necesitar mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucho dinero para que el
sistema ferroviario recupere algo de su importancia y explendor. No en vano, en
el siglo pasado, Raúl Scalabrini Ortiz, escribió: “La nacionalización de los
ferrocarriles que aquí postulo implica no solamente la expropiación de los
bienes de las empresas privadas y extranjeras. Ese acto reducido a sí mismo,
produciría un beneficio nacional indudable. Trocaría el propietario privado y
extranjero por el gobierno nacional, en quien debemos sentir representados nuestros
mejores anhelos. Pero el cambio debe ser más profundo. El ferrocarril debe
cesar de estar al servicio de su propio interés. Debe dejar de perseguir la
ganancia como objeto. Debe cambiar por completo la dirección y el sentido de su
actividad para ponerse íntegramente al servicio de los requerimientos
nacionales” (RAUL SCALABRINI ORTIZ, Historia de los ferrocarriles argentinos, Editorial
Plus Ultra, Buenos Aires, 1964, p. 361). A esta altura, nadie puede predecir el
futuro de los trenes del país. Nadie puede realizar eso. Sin embargo, las
medidas adoptadas por el gobierno nacional nos permiten aseverar que estamos
más cerca de lo expuesto por el pensamiento scalabriniano y, en consecuencia,
de lo hecho por el peronismo originario, que en períodos anteriores.
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