EL PERIODISTA DEL MOMENTO
Elías Quinteros
Algunos piensan que es el periodista del
momento. En cambio, otros consideran que no es un periodista a pesar de su
trayectoria profesional en el campo del periodismo: cuestión que nos coloca
entre los que dicen que el ejercicio del periodismo gráfico, radial y televisivo
durante años convierte a una persona en periodista y los que aseveran que el
rótulo de periodista requiere algo más. Sin duda, él tiene el convencimiento de
pertenecer al mundo de los que forjan el periodismo y, por lo tanto, de los que
utilizan la palabra oral y la palabra escrita para transmitir sus ideas. Pero,
esto desconcierta a más de uno porque, en lugar de hablar bien, habla mal. O, dicho
de otro modo, habla vulgarmente: algo que asesta una estocada a la lengua
castellana, cada vez que emplea la radio o la televisión para expresarse con
términos que, aunque tratemos de minimizarlos, resultan groseros y agraviantes.
A ciencia cierta, su conducta no condice con la de un hombre que cuida sus instrumentos
de trabajo. Y, por ello, envilece un idioma maravilloso y riquísimo que fue
llevado por el periodismo, la narrativa, la poética y la dramaturgia hasta las
cumbres de la excelencia. ¿Por qué procede de esta manera? Lo ignoramos.
Simplemente, sabemos que lo hace, que lo hace desde que lo conocemos y que lo
hace para convocar a la desesperanza. De acuerdo a sus expresiones, es un ser
que, por momentos, se avergüenza de sus compatriotas, se avergüenza de sus
gobernantes y se avergüenza de su nación: circunstancia que lo acerca a todos
los que consideran que los que habitamos la Argentina, a diferencia
de los que viven en otras partes del planeta, no pertenecemos al campo de la civilización,
sino al campo de la barbarie. Su prédica cotidiana, que guarda los ecos de una
queja lastimosa y constante, tiene un blanco principal (el Poder Ejecutivo), y
varios blancos secundarios (el Poder Legislativo, el Poder Judicial, la
oposición y la sociedad en general). Según su criterio, todo es malo. Los
gobernantes no gobiernan. Sólo roban. Los diputados y los senadores no rechazan
los proyectos de leyes que provienen de la Casa Rosada, ni
promueven proyectos que limiten y rebatan la actividad gubernamental. Los magistrados
no resuelven las causas judiciales que involucran a las figuras del oficialismo,
por medio de pronunciamientos que ignoren las pretensiones de ellos. Los opositores
no configuran la alternativa política que es reclamada por el conjunto de los
argentinos, con el propósito de doblegar a la administración nacional. Y los ciudadanos
o, por lo menos, los ciudadanos que creen en las instituciones, no apoyan a las
figuras opositoras. No escrachan a los funcionarios. Y, en síntesis, no hacen
nada para que las cosas cambien. En cada una de sus admoniciones, encontramos
un muestrario agotador de acusaciones que tienen a la corrupción como protagonista
exclusiva y que, más allá de su comprobación o no, dejan a las personas que son
definidas como corruptas, en una especie de lista negra que deroga la presunción
de inocencia y actualiza riesgosamente las prácticas del macarthismo.
No obstante su prédica republicana y democrática,
su discurso se confunde en forma peligrosa con el de un intolerante y, en
ciertos casos, con el de un fascista. En su boca, la palabra libertad aparece
como una excusa que sirve para defender las posiciones de varios poderosos y,
en especial, del poderoso que contrata sus servicios. Al igual que la gota que horada
la piedra, su voz impacta, impacta e impacta en un sector de la sociedad argentina
que es permeable a los mensajes apocalípticos: un sector que cree que la
inseguridad y la inflación van a arrasar nuestra tierra como una nube gigantesca
de langostas, por culpa de un régimen populista, autoritario, corrupto y demagógico
que nos deja a merced de la negrada propia y, lo que es peor, de la negrada
extranjera. Quienes atesoran dichas creencias y, en consecuencia, consideran
que el gobierno es un gobierno de m…, que el pueblo es un pueblo de m…, que el
país es un país de m…, que la vida en la Argentina es una vida de m… que no tiene solución,
y que todo es así porque todos son unos hijos de p… que sólo piensan en
aprovecharse de los demás, necesitan que alguien les demuestre que los entiende.
Y él, con su estilo tan particular, cumple esa función. Mas, no se conforma con
pregonar de un modo consciente o inconsciente la desesperanza. Increíblemente,
también trata de proceder en su desempeño profesional con algo que no tiene: el
ingenio y la comicidad de los hombres que resultan graciosos. ¿Qué es en
realidad? ¿Es un periodista que atraviesa una etapa de esplendor o, por el
contrario, de decadencia? ¿Es un hombre que arrastra el dolor de un humorista
frustrado? ¿Es un animador radial y televisivo que acude a la provocación para
conservar la atención de sus oyentes y sus espectadores? ¿Es un mercenario que
defiende por una cantidad de dinero al medio de comunicación más poderoso del
país? ¿Es la suma de todo lo dicho? ¿O es algo diferente? No podemos decirlo
con exactitud. Sin embargo, podemos asegurar que él es un producto en sí mismo,
un producto que genera una especie de dependencia. En una época que exalta lo
novedoso, él encarna la necesidad de una renovación constante y de una
espectacularidad mayor en cada una de sus renovaciones. Por eso, debe superar sus
propias marcas. Y debe hacerlo diariamente. Al fin y al cabo, el rating, la
fama y, en definitiva, el éxito, lo exigen con una desesperación que no tiene
límites. A su lado, otros que son como él parecen unos seres diminutos y
miserables ya que sus méritos son indiscutibles y legítimos. Quienes lo
eligieron para que defienda sus intereses con la ayuda de un micrófono o una
cámara de televisión efectuaron una elección atinada. En lo suyo, es un
goleador. Sin embargo, por esas ironías de la vida, no satisfizo las
expectativas que había despertado. El gobierno resistió sus embates. No trastabilló
como consecuencia de los mismos. Y, por el contrario, quienes lo contrataron
con la mayor de las ilusiones padecieron una derrota inmensa, contundente y humillante.
Hoy, como parte de una galaxia que explotó, no monopoliza la atención de la
oposición. Sencillamente, representa un personaje que pierde la calma con
facilidad: aspecto que demuestra que él, como otros, no admite el triunfo de sus
competidores.
Su nombre está asociado a la creación y a
la dirección de un diario de tendencia progresista que contrasta con su
pensamiento actual: un pensamiento que se distanció del progresismo y se
aproximó al conservadorismo de Mauricio Macri y Elisa Carrió, entre otros. Asimismo,
está asociado a la imagen televisiva del fuck-you: una imagen que, a semejanza
de su vocabulario, conspira contra los docentes que tratan de educar a los
jóvenes argentinos. A veces, su incontinencia verbal, una de las originalidades
que lo distinguen, constituye su ruina. Por ejemplo, hace unos días, afirmó que
nosotros, los argentinos, no éramos suizos, ni suecos, ni noruegos. Luego,
agregó que no éramos democráticos, ni parlamentaristas, ni participativos. Y, finalmente,
manifestó que la Argentina
era el Líbano. Es decir, sugirió que no éramos civilizados sino bárbaros: lo
cual convertía al Líbano en una muestra de la barbarie. A raíz de tal comentario,
el embajador de ese país, Antonio Naser Andary, emitió un comunicado. Entre otras
cosas, el mismo decía: “Ante sus declaraciones emitidas por Radio Mitre el día
29 de mayo… queremos expresarle nuestro más profundo rechazo en utilizar la
figura de nuestro querido país en forma peyorativa y discriminatoria, lo que
además supone una profunda ignorancia de nuestra realidad… el Líbano es una de
las democracias más genuinas de Medio Oriente, con una constitución política
pluralista y abierta… En nuestro país hay absoluta libertad de opinión y de
medios, libertad económica, libertad de cultos… Le sorprendería conocer
ciudades nuestras como Beirut, justamente llamada la París de Medio Oriente, por
su cosmopolitismo, elegancia y respeto al prójimo. Y si nos remontamos a su
historia, llegamos a Byblos, la cuna del alfabeto... No podemos dejar de
mencionar que dos libaneses han recibido el Premio Nobel… Todo esto fue lo que
inspiró al Papa Juan Pablo II a definir al Líbano como ‘un mensaje de paz,
libertad y convivencia’… el Líbano no es un país autoritario ni prepotente… es
injusto que el Líbano sea menospreciado… además de ofender el nombre de nuestro
país, usted ha ofendido a una de las colectividades más numerosas que habita la República Argentina…
esperamos una aclaración y reparación por los mismos medios por los que fue
emitido este agravio… Esperamos sus disculpas a la Nación Libanesa,
al Pueblo Libanés y a los cientos de miles de descendientes de libaneses que
pueblan la República
Argentina”.
Verdaderamente, un individuo debe
esforzarse mucho para que el responsable de una embajada lo describa como un
ser discriminador, ignorante y ofensivo. Esa clase de tratamiento epistolar,
que no condice con la mesura de la práctica diplomático, prueba que él no es
como el resto de la gente. Y, si lo pensamos bien, esto es cierto. El es
diferente. El tiene a su disposición los instrumentos de un monstruo de las
comunicaciones que, aunque experimenta en este instante el proceso de su desmembramiento,
no deja de atacar al gobierno con la saña que lo caracteriza. Y él utiliza
tales instrumentos con una impunidad absoluta. Tal particularidad (la de ser el
centro de un espectáculo y, en ocasiones, el espectáculo mismo, a imitación de
otras figuras mediáticas que superan límite tras límite, en una carrera descontrolada
y constante, con el objeto de conservar la lealtad de su público), lo convierte
en uno de los exponentes más destacados de una modalidad comunicacional que
recibió un golpe durísimo con la sanción de la Ley
N° 26.522 o Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y,
posteriormente, con la declaración de su constitucionalidad por parte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Aclaremos
algo. El no es el único que acusa, juzga y condena desde un estudio de radio o
televisión. Ni él es el único que no se disculpa cuando la realidad demuestra
que sus afirmaciones fueron inexactas. Ni él es único que genera polémicas con
sus comentarios y apreciaciones. Pero, su lengua es la más filosa. Independientemente
de cualquier explicación que procure disminuir la gravedad de sus dichos, la
acción de sugerir que los libaneses son uno bárbaros y, acto seguido, que los argentinos
somos unos libaneses, actualiza el fenómeno de la colonización cultural que
afecta a un sector de la sociedad local: un sector que considera que todo lo
argentino es inferior y, por ello, digno de desprecio y rechazo. Esto es una
consecuencia lejana de lo sustentado por Domingo Faustino Sarmiento, en lo sociológico
y lo educativo, y por Bartolomé Mitre, en lo económico y lo político. Y, desde
una perspectiva jauretchana, es una manifestación devaluada de la madre de todas
las zonceras. Sostener esa clase de conceptos en estos días equivale a reeditar
las corrientes ideológicas que repelen lo popular, lo nacional y lo latinoamericano:
actitud que denota una visión elitista de la vida, más allá de las características
de su manifestación pública.
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